miércoles, octubre 01, 2014

“El paseo del mirón”, de Alberto Moravia





¡Crac y crac! La llave gira en la cerradura con la violencia con que gira una llave cuando quiere significar repugnancia y rechazo. Y en efecto, inmediatamente después, para evitar todo equívoco, la voz de la mujer, del otro lado de la puerta, le grita muy explícitamente que no quiere hacer más el amor con él, ni hoy, ni mañana, ni nunca. Ya lo ha gritado otras veces en el primer año que llevan de casados; esto lo colma de una desesperación más intensa que la que le inspiraría un repudio franco y definitivo. De modo que siempre será así; en consecuencia, de estos barrotes estará hecha la jaula donde permanecerán encerrados quién sabe cuánto tiempo. Tras estas reflexiones, sale de la terraza de la villa, atraviesa las dunas, desemboca en la playa y automáticamente se pone a caminar junto al mar.

No piensa en nada; camina mirando a veces los ribetes negros y elegantes dejados por las olas sobre la arena empapada; a veces, el cielo donde se dispersan vagas nubes de calor, y otras veces, el mar turbio e inerte, donde una cantidad de papeles y otros residuos sobrenadan sin acertar ni a depositarse en la orilla ni a hundirse hasta el fondo. De pronto, al margen de esta distracción, adopta una decisión precisa: llegará en ese involuntario paseo lo más lejos posible, de manera que no volverá a almorzar a casa. Tal vez su ausencia predisponga a su mujer para el afecto la próxima noche.

Con esta idea despechada y mezquina de no volver a almorzar a la casa, ahora camina más de prisa, como si tuviese una meta determinada a la cual dirigirse. Corre septiembre, y todas las casas, en lo alto de las dunas, están cerradas y vacías; en las cabañas, clausuradas, ya no queda nadie, y por la playa se dispersan aquí y allá, tomando sol, sólo unas pocas parejas. Pasadas las cabañas, viene ahora un largo trecho de litoral sin villas ni cabañas: sólo se ven la vegetación, la playa y el mar. La soledad empieza a pesarle, decide llegar hasta un grupo de pinos que allá, a lo lejos, avanza hasta la playa. ¿Es ésa la meta hacia la cual lleva caminados varios kilómetros? Sin saber por qué, se dice: «Tal vez, ahora veremos».

Llega hasta los pinos; primera desilusión: una cerca de alambre de púa rodea el pinar, hasta penetrar en el agua. Se asoma entonces al pinar, apoyando ambas manos sobre el alambre, adelantando la cara todo lo que puede.

El pinar está desierto; los troncos de los pinos, leonados y jaspeados por el sol, se inclinan unos hacia otros, o divergen entre sí. En medio del pinar se ve una villa vieja y grande, de un color rojo pompeyano desteñido, con todas las ventanas cerradas. Hay un profundo silencio, en el cual parece oírse, dulce y ansioso, como de un arpa lejana, el canto del viento allá en el mar. Entonces, tal vez por la similitud del gesto de asomarse a una valla de alambre de púas, recuerda de pronto las fotografías de los campos de concentración en las que los prisioneros se asomaban apoyando ambas manos sobre el alambrado. Con la diferencia de que, se le ocurre pensar con tristeza, en este caso el prisionero es él, por más que aparentemente viva libre.

De pronto, como por sugestión de estos mismos pensamientos, se da cuenta de que el pinar, a fin de cuentas, no está desierto. En efecto, casi en el mismo instante ve más allá de la cerca un automóvil detenido, de brillante azul eléctrico, y más allá, en una hondonada del terreno, muchas prendas de vestir masculinas y femeninas dispersas en el suelo cubierto de agujas de pino. Alza la mirada, hacia el mar, y descubre a la pareja. Un hombre y una mujer, completamente desnudos, empapados y chorreantes de la cabeza a los pies; evidentemente acaban de sumergirse en el mar y ahora suben la suave pendiente, dirigiéndose hacia la hondonada donde dejaron las ropas.

En el instante mismo en que los ve, se da cuenta de que, más que verlos, los observa, y al pasar de verlos a observarlos, se da cuenta de que está espiándolos. Piensa entonces que debería sofocar ya mismo esa tentación indiscreta, y alejarse sin más. Pero no logra hacerlo. Lo que se lo impide es la idea de estar espiando algo que, en el fondo, misteriosamente le concierne. Por otra parte, él no los buscó: el caso fue, simplemente, que él se asomó a la cerca en el momento en que ellos salían del agua.

Pero pronto comprende que estos argumentos son falsos. ¿Por qué, si no, después de un vistazo inicial a la pareja, examinaría ahora con escrupulosa atención primero al hombre y después a la mujer? Se da cuenta de que obra así quizá para darse a sí mismo una impresión de objetividad desinteresada, o tal vez, como resulta más probable, con el fin de «reservarse» a la mujer para una contemplación larga y detallada, tal como ciertos glotones se reservan el mejor bocado para el final de la comida. Entretanto, no obstante estos lúcidos pensamientos, no deja de observar a la pareja con insaciable avidez. El hombre es joven y de pequeña estatura, pero musculoso, de piernas y brazos robustos. Sobre la frente se insinúa la calvicie, y el rostro se arroja adelante, como con avidez. Ahora le toca a la mujer. Es grande, de formas indolentes, como las de una estatua, y es indefiniblemente, pero con seguridad, hermosa. La examina en detalle, y advierte muchos rasgos coincidentes, por ejemplo, entre la redondez de los brazos y la de los muslos, entre la negrura del cabello y la del bajo vientre, entre el gesto del cuello y el de la cintura…

De pronto se da cuenta de que ya no logra mirar, o mejor dicho espiar, salvo con un sentimiento de impaciencia tensa y furiosa. Sí: él ya no tanto observa a esos dos mientras actúan; ahora desea que actúen. Es un deseo parecido al del espectador de un encuentro deportivo que con la voz y los gestos incita a su jugador preferido a ejecutar ésta o aquella jugada. Y, en efecto, se sorprende murmurando entre dientes: «¿Qué haces ahora? ¿Por qué no te acercas a ella? Y tú, ¿por qué miras los pinos en vez de fijarte en él?». Sí, él «quisiera» que los dos obraran en forma conducente a una mayor intimidad. Esa intimidad, precisamente, y esto no puede dejar de pensarlo, que su mujer esta mañana le rehusó cerrándole la puerta en la cara.

Pero ellos dos no le obedecen, se toman su tiempo, como si tuviesen «otra cosa» en la mente. Entonces, mientras la mujer se inclina para recoger una toalla y empieza, de pie, a frotarse lentamente el cuerpo, y el hombre se acurruca a encender un cigarrillo, de pronto se le ocurre estar asistiendo a un espectáculo predeterminado que muy bien podría no evolucionar en el sentido de la intimidad erótica que su propio deseo le sugiere. En realidad, él es un espectador de teatro o de televisión que asiste a un percance del que no sabe nada y al que debe tributar la paciencia y el respeto de que es acreedor todo artificio. Este pensamiento introduce en su curiosidad un elemento nuevo, que la modifica profundamente. Sí, él no es alguien que espía la presa como el cazador al acecho, sino un crítico que sigue con distante atención una representación dramática y se asegura de que los intérpretes actúan «bien». Pero ¿qué significa en este caso actuar «bien»? Significa lo siguiente: actuar no de acuerdo con el texto bruscamente interrumpido esa mañana por su mujer, sino con arreglo al texto «de ellos». Y en este texto, ¿está escrito que deban hacer el amor después del baño de mar? ¿Lo está? En ese caso, muy bien, que lo hagan. Pero si está escrito, en cambio, que deben abrir la pequeña valija de picnic que se apoya contra un pino, comer su almuerzo y luego dormir, en ese caso no tienen deber alguno de hacer el amor, lo desee él o no.

De pronto, bruscamente, la escena caima y apacible se desintegra, se altera en el sentido indicado por su deseo de un momento atrás. La mujer, que ha concluido de secarse, se inclina a recoger del suelo la camiseta. Entonces el hombre le asesta una vulgarísima palmada en el trasero y después la toma de las caderas. Indignado, repugnado, precisamente como un espectador que ve a los actores interpretar mal, por un momento él espera que la mujer rechace ese asalto tan brutal e inconveniente, se ofenda, ponga en su lugar al acompañante. Nada de eso. La mujer se suelta y huye; pero lo hace agitando desvergonzadamente los brazos y piernas y profiriendo carcajadas de complicidad y gritos de falso miedo que no dejan duda alguna sobre su intención. A continuación todo sucede en la peor y más trivial de las formas: siempre persiguiéndose, los dos corren hacia el mar que los troncos de los pinos permiten entrever más allá. La mujer entra impetuosamente, el hombre la aferra, cae con ella en el agua, poco profunda, entre salpicaduras de espuma. Lo último que él piensa, irónicamente, mientras se va, es que nada se parece tanto a la agonía de un gran pescado que, traspasado por un arpón, se debate en la red, como una pareja abrazada que hace el amor en el mar.

En el camino de retorno a la casa, de nuevo no piensa nada, como en la caminata de ida. Se limita a andar, mirando a veces la playa, otras el cielo, o las dunas, o el mar. Pero cuando llega a la villa, de ese silencio de su mente emerge de pronto una decisión: para abolir la humillante e incómoda sensación de haber espiado, debe volver al pinar con su mujer y hacer con ella lo que vio hacer a la pareja.

Dicho y hecho. La mujer, como lo había previsto, ha cambiado de humor y acepta de buena gana, al día siguiente, efectuar un paseo hasta ese hermosísimo, mítico pinar que él afirma haber «descubierto». Así, todo se desarrolla exactamente en la misma forma, con el mismo cielo, el mismo mar, las mismas cabañas desiertas y las mismas villas cerradas. Todo, salvo un importante particular: por más que se esfuerza, no logra encontrar de nuevo el pinar. Estaba al término de un largo trecho de litoral deshabitado y antes de cierto promontorio. Pero por más que va y viene por la playa, el pinar, la villa y la cerca no se materializan, siguen siendo un recuerdo del cual él mismo empieza a dudar. Por fin, ante la mujer que se ríe de él, formula la única hipótesis que ahora le parece posible:

—¡Tendrás que creer que lo he soñado!

Lo extraño es que ella acepta inmediatamente la hipótesis:

—Viste en sueños un lugar hermosísimo y en seguida pensaste en visitarlo conmigo. ¿No es acaso hermoso todo eso?

Sin embargo, no fue así, piensa él, con cierta amargura. Y, en síntesis, no se atreve a contarle que en el sueño no se vio con ella en ese lugar, sino que vio a dos desconocidos que se puso a espiar con envidia, excitación y reprobación. El verdadero amor, en cambio, habría consistido en no ver a nadie y decirse: «He aquí el lugar perfecto para venir mañana con ella».



en La cosa y otros cuentos, 1983











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