domingo, agosto 31, 2014

“Una galería portátil: el libro álbum como forma primaria de acceso al arte”, de Roberto Cabrera V.





No deja de ser curioso recordar que cuando el libro álbum empezó a aparecer con mayor frecuencia entre las colecciones de librerías y bibliotecas, muchas personas se preguntaban por la utilidad de este género de características tan novedosas en ese momento. ¿Qué hacer con un libro bellísimo, pero de tan pocas palabras y tantas imágenes? Claramente ese estándar propuesto por el álbum como carta de presentación fue visto con incomodidad al inicio, en especial al interior del mundo escolar, acostumbrado (y muchas veces mal acostumbrado) a pensar en los libros en función de la evaluación posterior. Si se piensa con calma, en esa fórmula textual expresada con un cierto tono de desprecio está la respuesta a la pregunta; dicho de otro modo, la primera lectura que le damos a un álbum debiera estar enfocada en el ojo, en la mirada que se enfrenta a este peculiar pacto de lectura, el del mundo icónico que construye el autor. No hay que forzar mucho las cosas para establecer una comparación con lo que solemos hacer cuando estamos frente a un cuadro en una exposición. Así, el vínculo entre el arte y el picture book asoma como un asunto necesario de revisar y analizar.

No es raro constatar que la reflexión sobre la naturaleza estético-plástica del álbum surja desde los propios autores, y también desde la voz de la crítica y la academia. De hecho, en un número especial del año 2006, la revista española Peonza abordó en detalle la compleja y variada relación entre el álbum ilustrado y el arte. En su editorial, la revista propone al álbum como “la primera ventana que los niños abren al mundo del arte” (p.5).

La ilustradora checa Květa Pacovská, autora de una performática versión de Caperucita roja (Kókinos, 2008), declaró en una entrevista con el también ilustrador Javier Sobrino: “He intentado hacer los libros como objetos de arte en papel, como pequeños museos para la palabra y las imágenes. Siempre procuro hacer mi trabajo en dirección hacia un objeto de arte. Sé que no es ese el camino para todo el mundo, pero es exactamente mi camino”.

Tal declaración suena a manifiesto, a discurso emancipador respecto de lo que se espera que haga un libro para niños y niñas. Digamos, de paso, que al observar la obra de Pacovská no es difícil constatar la inmensa coherencia entre sus palabras y sus trabajos.

Parece prudente hacer una pausa, una que considera al álbum en el marco amplio de la renovada LIJ y particularmente en el análisis y descripción de la misma. Conviene entonces recurrir a la Introducción a la literatura infantil y juvenil actual de Teresa Colomer (Síntesis, 2010), cuando se refiere a las funciones de la literatura para niños y jóvenes y menciona la tercera de esas funciones, “la socialización cultural”. En líneas gruesas, Colomer sostiene que a pesar de que la LIJ ha ido distanciándose de lo estrictamente didáctico, funciona como una vía de contacto con el acervo cultural con el que esos lectores deberán convivir y manejar para, entre otras tareas, leer de modo vinculante, descubriendo reescrituras y versiones, así como también discursos ideológicos representativos del momento de la escritura. En ese sentido, el gesto que lleva adelante un cierto corpus de álbumes ligados de manera férrea al mundo de la plástica es hacer viva esta función marcada por la investigadora catalana.

A continuación revisaremos algunos autores y textos que asumen, a través del libro álbum, una misión si se quiere formativa, aunque en caso alguno impositiva. Solo para efectos de orden, presentamos dos grupos: uno en el que los referentes artísticos están introducidos de manera explícita, y otro en el que se exponen ciertos problemas y desafíos propios del arte pictórico.



Una galería de arte para niños (y principiantes, no necesariamente niños)

Encabeza este primer grupo un autor que parece haber tomado como un desafío personal el acercar el arte a los lectores menos experimentados, Anthony Browne. Hace unos años, en una entrevista, se mostró muy crítico con el sistema educativo inglés, porque desaprovechaba “la sorprendente capacidad de observación visual” de los niños. De ahí que varios de sus títulos apunten a estimular y desarrollar tal capacidad. Quizás el texto más emblemático en esta línea sea Las pinturas de Willy (FCE, 2000), por dos razones principales: la primera es la apropiación que el personaje hace de la tradición de la pintura occidental, una apropiación que funciona como una invitación a continuar el gesto lúdico e irreverente que lleva a que veamos a la Venus de Botticelli metamorfoseada en una inmensa gorila pudorosa; la segunda es por el programa formativo que este álbum instala. Dicho en términos sencillos: cuando Browne incluye esas últimas páginas desplegables que contienen el dato preciso de las pinturas que Willy ha recreado, lo que está haciendo es darle una oportunidad a una mediación más bien civilizadora. Quizás no haya otra instancia en la vida de un lector joven en que los nombres de Kahlo, Da Vinci, Botticelli y Seurat, entre otros, aparezcan entrelazados en un solo volumen, ligados por un personaje central que guía sus acciones desde la curiosidad y la experimentación propias de los niños.

La reflexión del autor sobre el rol del artista que trabaja para un público infantil se manifiesta con fuerza en El juego de las formas (FCE, 2004) donde Browne se expone biográficamente con el afán de compartir con sus lectores el origen y los alcances de su relación con el arte. El resultado del ejercicio es tan rico como diverso: se trata de un libro metatextual al que se nos invita a entrar desde las guardas. Luego, lo más importante es cómo este álbum funciona como una escuela de apreciación de las artes, al punto que, parapetada en los recovecos de la trama, late una suerte de metodología para leer un cuadro, en este caso Pasado y presente de Augustus Egg.



El salón Magritte

Es poco probable que el pintor belga René Magritte haya imaginado siquiera la tremenda influencia que su obra ejercería sobre autores de libros para niños y jóvenes, aunque tal vez, de la mano de las lógicas surrealistas que él tan bien representó, hubiera encontrado una feliz respuesta. Lo cierto es que la iconografía que se despliega en la vasta obra plástica del belga resulta ser casi un lugar común entre los autores de álbumes.

El propio Browne es quien instala, en variadas ocasiones, la figura del hombre del traje y sombrero en ambientes urbanos actuales, consiguiendo así un efecto doble: el de la descontextualización de la obra de arte (uno de los grandes objetivos del surrealismo) y la instalación de un aire surreal en esos otros contextos, como se aprecia en Voces en el parque (FCE, 1999). Las luminarias del parque, devenidas en el sombrero de hongo tan característico, marcan el paisaje de la narración, casi como siguiendo la premisa creada por Magritte en el cuadro La traición de las imágenes, en el cual un retrato de una pipa va acompañado de la frase “Esto no es una pipa”. De un modo similar, en el álbum de Browne el parque no es uno tradicional; es el espacio de lo posible, aquel donde van a confluir las cuatro voces y los mundos que esconden.

El ilustrador español Javier Sáez Castán parece haber introducido en su programa estético el legado de Magritte, lo que se puede apreciar en el ejercicio constante de una imaginación libre y autónoma, que poco tiene para ofrecerle al lector realista. Dentro de su variada bibliografía, destacamos La merienda del señor Verde, bellamente editado por Ekaré en el 2007. En este álbum, el autor toma el ícono magrittiano del hombre de traje y corbata que surge en el cuadro El hijo del hombre. En la trama, Sáez Castán nos muestra al anfitrión, el señor Verde, quien invita a otros cinco señores monocromáticos a una enigmática reunión. Juntos accederán a un espacio desconocido para ellos: un viaje sin retorno después del cual no podrán volver a ver las cosas del mismo modo.

Si bien el texto puede leerse desde una compleja perspectiva sobre las tensiones entre lo natural y lo artificial en el arte, parece más destacable la opción de Sáez Castán por el juego, el disfrute y la ausencia de explicación racional.

Una última mención al legado de Magritte es a la que nos obliga Gilles Bachelet con Mi gatito es el más bestia (Océano, 2005), extraordinario álbum frente al cual el lector suele preguntarse por los límites de su capacidad comprensiva. En este álbum, la ilustración juega a contradecir las palabras de una manera tan sistemática que no parece quedar más opción que aceptar las reglas del juego. La anécdota muestra a un ilustrador en constante lucha de convivencia con el que, él sostiene, es su gato, en circunstancias que nosotros siempre vemos a un voluminoso elefante. Nuevamente aparece muy viva la premisa del “Esto no es una pipa”.



Ojo con el arte

A inicios de los años noventa, y de la mano del tímido regreso del sistema democrático chileno, se asomaba a las pantallas de Televisión Nacional de Chile el pintor y director del Museo Nacional de Bellas Artes, Nemesio Antúnez. Bajo esta fórmula mencionada en el subtítulo, el artista llamaba la atención sobre la evidente cercanía entre el mundo real y cotidiano y la dimensión estética y, así, su programa televisivo adquiría un claro matiz formativo-educativo.

Recuerdo con especial claridad el espacio formal que Antúnez destinaba al trabajo de apreciación y creación con los niños, a quienes hacía parte de los procesos propios del arte, ya fuera trasladándolos a los salones del museo o a los talleres creativos de diversos artistas.

No poco de ese espíritu es el que aparece en álbumes catalogados para lectores más pequeños, como El cocodrilo pintor de Max Velthuijs (SM, 2002) y Pablo el artista de Satoshi Kitamura (FCE, 2006). A pesar del perfil lector aludido, las tramas desarrolladas en ambos textos son complejas, puesto que apuntan a dos de los más grandes problemas del arte en general: el espacio mismo del arte en la sociedad y la duda creativa del artista. En el primer libro, un elefante quiere comprar un cuadro para su casa y como está indeciso, pide ayuda a su amigo, el cocodrilo pintor. Las orientaciones que el reptil da al paquidermo abren de manera notoria el espectro en torno al cual parecía estar situado el álbum. La defensa de la imaginación y de la creatividad, que no deben estar confinadas a marcos tradicionales, funciona como una suerte de declaración de principios en clave de primeros lectores. En el segundo, el elefante Pablo debe responder a una tarea similar: no sabe cómo dar cuenta de las distintas caras de la realidad en la que está inserto y que quiere plasmar en un cuadro. Recurre entonces al diálogo con sus amigos, pero la respuesta vendrá desde el terreno de lo onírico. Lo que no funcionó de acuerdo con las lógicas de la vigilia, encuentra en el espacio del sueño un cierre perfecto, la mejor solución posible. Como tantas otras veces en la historia de la pintura universal, los sueños expanden nuestra capacidad expresiva y nuestro conocimiento del mundo.

Si bien podríamos extender muy largamente esta breve lista, baste decir, de momento, que el libro álbum puede funcionar no solo como una galería portátil (de ahí también la importancia, durante su lectura en voz alta, de mostrar y comentar las ilustraciones), sino como una primera aproximación a los siempre complejos caminos de la apreciación artística. Ojo con el álbum, entonces.







en Había una vez, agosto 2014















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