jueves, julio 03, 2014

“La vida de Adéle: el rostro, el cuerpo, la herida”, de Marco Antonio Allende







Tenía razón Octavio Paz cuando decía que detrás de toda experiencia amorosa hay una contradicción vital que nos avasalla y nos atrae: vamos por una calle y un cuerpo extraño se vuelve atracción involuntaria. Sentimos una llamarada interior que nos irrita y nos alienta. Nos sentimos desgraciados y alegres. Prolongamos nuestras noches sumidos en el insomnio de no poder olvidar ese rostro. ¿Cómo me encontré con esta persona que anega mis pensamientos? ¿Fue casualidad o destino? ¿Esta suma de coincidencias que me hicieron llegar a ella obedece a una lógica secreta? Nada sabemos. Pero aceptamos esa experiencia que le agrega intensidad a la vida. La paradoja del amor erótico: aceptamos libremente ser atraídos por una persona que se vuelve misterio carnal, conciencia palpable. Asumimos libremente ser juguetes de fuerzas extrañas, dependemos de espejismos, sacrificamos nuestra libertad en el altar del deseo. La elección amorosa se vuelve accidente y necesidad. El misterio de la libertad en su enorme fulgor.

“La vida de Adele” (Abdellatif Kechiche, Palma de Oro de Cannes, 2013) retrata esta suma de contradicciones que hacen del enamoramiento una experiencia subversiva común a todos los seres humanos. Para eso utiliza el género más empleado por el cine de masas, el melodrama. Sin embargo, transita con igual comodidad en el dominio de la crítica social con jóvenes franceses reclamando por las avenidas en busca de mayor igualdad (no muy lejano a las manifestaciones chilenas del 2011), las formas de vida de la clase obrera en comparación a las más acomodadas (que lo acercan al cine de Mike Leigh) y, por extensión, las diferencias de acerbo cultural asociadas a una concreta sensibilidad vital. Pero, por sobre todas las cosas, “La vida de Adéle” tiene su centro fecundo en la exploración intensa del poder desorientador de la pasión erótica, las contrariedades de la vida en pareja y las desgracias del desamor. En este ámbito es arrolladora e invencible.

Adéle (Adéle Exarchopoulos) es una atractiva adolescente que vive las experiencias propias de una chica de su edad: estudia, convive con amistades que exigen compromisos y lealtades mal entendidas, intenta adaptarse a los ritos de convivencia propia de las jóvenes, se siente algo aislada, exhibe un carisma especial que le concede cierto respeto, ensaya los primeros flirteos, inicia sus primeros encuentros sexuales con un compañero de clases. Y si bien hasta aquí todo marcha de manera “normal”, Adéle nunca deja de habitar en una zona ambigua, indecisa. Duda de su real inclinación sexual al atreverse a besar a una compañera de la que se siente atraída. En pocas palabras, vive en el remolino de emociones que animan el instinto disperso del adolescente.

Una mañana, Adéle camina por la calle. Personas, autos, luego el semáforo, segundos de espera y el encuentro de un rostro, unos ojos, una boca, ¿quién es? Emma. Nada será igual desde ese momento para Adéle. Vive la revelación de la atracción súbita. Se enamora de Emma, lo revela su rostro desconcertado, deseoso y tímido a la vez. Adéle despierta ante el furor de ese cruce de miradas de forma temerosa e incrédula y su vida paulatinamente cambia a raíz de esta atracción súbita: huellas de humedad en noches insomnes, encuentros en parques en donde cruzan miradas, la blanda mano del viento suave bajo un cielo benigno. El amor.





Adéle y Emma comienzan una relación amorosa que cambiará sus respectivas vidas, pero Kechiche siempre se cuida de reforzar la idea de que es Adéle la que se abre como una flor, la que percibe al mundo como algo viviente, recreándose en las jubilosas enseñanzas que recibe de Emma. Y cuando digo enseñanzas, me refiero a las visitas a museos, la incorporación a las ceremonias propias de la clase social a la que pertenece Emma, al ingreso en universo de personas de un nivel artístico e intelectual inédito para Adéle. Pero también la inicia en las posibilidades del contacto secreto del disfrute sexual, el estremecimiento erótico y el espasmo del contacto voluptuoso. Son escenas tórridas, filmadas con tal meticulosidad y detallismo que no dejan de mostrar cierta irrealidad.

La película hizo ruido por sus extensas y explícitas escenas de sexo entre Adele y Emma. A algunos le podrán parecer redundantes y efectistas, a otros inspirarán la imaginación excitante de dos cuerpos que se solazan en un cuarto convertido en una llanura de lava. Incluso la misma creadora de la novela gráfica en la que se basó la película llamó la atención por la supuesta irrealidad coreográfica que simulaba el acto sexual, exhibiendo una abierta crítica por el mensaje implícito que conllevaban esas escenas. En sus propias palabras, la película mostraba “extrañas posturas que adoptaban imágenes pornográficas de corte "lésbico que no tienen nada de real para la audiencia lésbica. Eso fue lo que se me vino a la mente: un despliegue brutal y quirúrgico, exuberante y frío, de lo que algunos entienden por sexo lésbico, el cual deriva en pornografía”. La dureza de su juicio abre un flanco inevitable y nada desdeñable: el lugar que ocupa en la sensibilidad colectiva la distancia entre lo que vemos y lo que imaginamos se hace cada vez más abierto a merced de un imaginario porno que invade poco a poco la mecánica social y las conciencias particulares. Quien lo diría, cuando Stendhal hace siglo y medio atrás hablaba de la “cristalización” como el fenómeno en el cual la sumisión espiritual en la que cae el enamorado hace elevar al idealismo los atributos del amado, ahora se ha extendido a los ámbitos de la carne y la cópula: todos los hombres querríamos creer que dos mujeres se recrean de manera privada como lo hacen Adéle y Emma, pero sabemos que no es así, por más que salga algún engreído asegurando la veracidad de las escenas lésbicas exhibidas en la película. No digo que “La vida de Adéle” se haga cargo de este discurso pero la opción de utilizar casi siete minutos para describir un acto sexual, incluyendo una variedad nada desdeñable de posiciones y variantes copulares, es una opción estética y moral con implicancias no del todo justificables. Son imágenes bellas, provocadoras, pero dudosas en su veracidad y sentido.

Más allá de estas interrogantes más propias de la sociología, lo importante es la película misma, el valor de sus imágenes y sus repercusiones en el espectador. En este aspecto, “La vida de Adéle” es conmovedora, intensa, fascinante, desoladora. Capta ese momento en que toda persona, cuando se enamora, convive con la dramática emoción de toparse con algo necesario, una presencia que trastoca la perspectiva de las cosas. Pero también es la verificación de una certeza incontestable: todo gran amor es desnudez y desamparo, desplegando la melancólica advertencia de esta precariedad y, que duda cabe, la experiencia de su evaporación. “La vida de Adéle” es una gran película porque no olvida estas amargas verdades, más aún, las señala con una lucidez que quema. Tampoco olvida que toda tragedia de amor comienza con fuerzas magnéticas inexplicables, desplegadas por una primitiva pureza que redime cualquier desengaño.



2014







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