viernes, julio 18, 2014

"Apache", de Antonio Gil

Fragmento



Mientras caminaba dando largas zancadas de legionario pensó en la sal, en la sal de la Tierra. Recordó las salinas de Añana, a su padre curtidor y a su abuelo doblado sobre la blancura sucia del sodio, los manchones de yodo, y pudo ver el vapor que brotaba del agua empozada por los salineros hambrientos que cargaban palas y rastrillos. De golpe Santiago ya no fue más Santiago, la ciudad buscona que bailaba en el filo de la catástrofe, sino un inmenso erial salpicado de matojos, San Yago, el valle purgatorio infestado de purgaciones, y esos olivos, esos olivos raquíticos, esos arbustos achaparrados que estaban secos y estériles, de cuyas ramas colgaban los cuerpos de decenas de recién nacidos amoratados, azules, amarillos de ictericias, los cordones umbilicales convertidos en dogales, en horcas. Y sintió resbalar sus pies en retazos de placentas, en vérnix, en meconio negro que los olivos supuraban como aceite. La otra mejilla, la otra mejilla, pensó palpando la calibre 45, que percibió como lo único vivo y cálido en cientos de kilómetros a la redonda. ¿Él? Él ya era un muerto y lo sabía. Vio reptar entonces por el suelo fuetes, látigos y fustas que serpenteaban entre los arbustos muertos. El valle de ceniza mojada se le presentó de golpe como un gigantesco lodazal gris de donde los poderosos del mundo habían moldeado su propio Yassel, el Golem que les hacía las veces de gendarme, ocupado día y noche en sembrar destrucción y ruina entre los pobres de espíritu. Lentamente la ciudad comenzó a volver paulatinamente a sus ojos. Entró en un tugurio a medio desguazar –o a medio manifestarse, no lo sabemos– y tomó un café anémico. La ciudad volvía y volvía a su retina como una ilusión, un truco escénico que alzaba sobre la ciénaga de cenizas el reino de los cielos.




Sangría Editora, 2014















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