lunes, junio 09, 2014

"La eternidad dura un gol", de Juan Villoro





Aunque van al estadio por unas horas, los tifosos anticipan y prolongan el partido en la mente. La infección comienza el lunes, cuando los periódicos vienen dichosamente abultados de goles y sigue hasta el domingo en la hierba. Los pronósticos son formas de calentar el juego; el martes la diosa Fortuna parece favorecer al Cruz Azul y el miércoles algo nos dice que la Máquina Celeste está oxidada.

El tiempo del fútbol es un factor tan subjetivo que no existen las “jugadas efímeras”. Hay un testigo eterno para cada lance. En un artículo excepcional, “La noche que pudo cambiar la historia” (Umbral, verano-otoño, 1992), Jaime Tubo Gómez narra la célebre jugada en que abandonó la portería del Guadalajara para subir a rematar al área del Oro, y agrega una anécdota que revela el temple de los aficionados: cada 20 de diciembre, durante muchos años, una voz anónima le habló por teléfono para felicitarlo por su arriesgado cabezazo.

Un vicio irrenunciable de la especie es el de memorizar cosas inútiles. Algunos datos se quedan ahí sin que queramos. Un gol decisivo dura lo mismo que un aficionado: ningún brasileño que haya estado en Maracaná en 1950 olvidará la anotación de Uruguay que les robó la Copa del Mundo.

La longevidad psicológica de ciertas jugadas contrasta con su vida “real”. En un partido promedio los goles ocupan un tiempo brevísimo. Los 88 minutos restantes son un trabajo de especulación. El fútbol es, generalmente, algo que podría pasar. Pelé, Platini, Cruyff o Beckenbauer fueron ejemplos del peligro inminente. Aun sin balón, creaban una tensión magnética; con el mareaje arrastraban la amenaza, eran siempre anticipo, futuro inevitable. Es difícil pensar en otro juego tan cargado de fuerza potencial y donde la meta se alcance tan poco.

Si el público futbolero alarga lo que ve, en ocasiones cree en lo que no ve. Antes de la televisión, los radioescuchas “ideaban” el partido, como en la canción “Tempo”, de Lucio Dalla:

“Parece que fue ayer cuando nos encerrábamos los domingos con la radio y veíamos partidos en la pared no en el estadio.”

La capacidad de ver “partidos en la pared” es esencial a la imaginación futbolística. Incluso en el estadio o ante el televisor, el aficionado concibe cosas que no ocurren; enriquece el partido con signos, apodos, gestos de epopeya. La fantasía puede alcanzar a todo un equipo o a una selección. Obviamente los comentaristas son esenciales a estos mitos. Narrar un partido es reinventarlo; en fútbol, el periodista “científico” es siempre un hígado [sic]. Lo que se necesitan son mitógrafos y cada país tiene los suyos: Brian Glanville en Inglaterra, Gianni Brera en Italia, Ignacio Matus en México, Joao Saldanha en Brasil. El fútbol es inseparable de su representación en las rosadas páginas de la Gazzetta dello Sport o en la tinta café del Esto.

En la tradición oral, este carácter mítico se ha acentuado con virtuosos como Ángel Fernández, capaz de describir el salto de un defensa soviético como “Chesternev vía Sputnik a Rusia”, o delirantes amateurs como el catalán Lluis Colet, quien en mayo de 1993 habló en la calle durante 24 horas para celebrar el triunfo del Barcelona como campeón de la copa europea de clubes, luciendo una corbata de moño de 111 centímetros (en homenaje al minuto en que Koeman marcó el gol de la victoria). Se trata del discurso más largo de la historia (el segundo lugar pertenece al propio Colet, que impartió una conferencia de diez horas y 34 minutos sobre Salvador Dalí, y el tercero, obviamente, a Fidel Castro, cuya marca máxima llega a ocho horas).

Como apunta Canetti, la masa del estadio se sustrae al orden de la ciudad y altera su sentido del tiempo. La frase de Fernando Marcos, “el último minuto también tiene sesenta segundos”, revela las parcialidades de este juego donde lo breve se alarga hasta ocupar 111 centímetros de corbata o 24 horas de conferencia.





en Los once de la tribu, 1995











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