domingo, abril 20, 2014

“Vino”, de Raymond Carver









Leo la vida de Alejandro Magno, Alejandro,
cuyo inculto padre, Filipo, contrató a Aristóteles
como tutor de su joven heredero y guerrero para que
puliera sus suaves hombros. Alejandro, que
en la campaña de Persia llevaba un ejemplar de
La Iliada en una caja forrada de terciopelo y adoraba
aquel libro. Pero también la lucha y el vino.
Tras una larga noche de juerga, borracho de vino
(la peor borrachera posible, esas resacas no se olvidan)
arrojó la primera tea que incendió Persépolis,
capital del Imperio Persa
(ya antiguo en la época de Alejandro).
Quedó totalmente arrasada. Luego, cómo no,
a la mañana siguiente –puede que aún ardiera
la ciudad– tuvo remordimientos. Pero en nada
parecidos a los que sintió la tarde siguiente
cuando en una discusión cada vez más subida de tono,
Alejandro, sin afeitar y la cara roja por el vino, se puso
de pie tambaleándose
empuñó una espada y le atravesó el pecho
a su amigo Cletus, que le había salvado la vida en Granico.

Durante tres días, Alejandro lamentó su muerte. Lloró.
Se negó a comer. “Se negó a atender sus necesidades
corporales”. Incluso realizó la promesa
de dejar la bebida para siempre
(he oído muchas veces esas promesas y las lamentaciones
que acarrean).
No hace falta decir que se paralizó completamente
la vida en el ejército mientras Alejandro se abandonaba a su dolor.
Pero cuando pasaron tres días, el terrible calor
empezaba a llevarse parte del cadáver de su amigo
y le convencieron para que hiciera algo.
Salió de su tienda, cogió el ejemplar de Homero,
lo desató y empezó a pasar páginas. Finalmente, dio
órdenes que los ritos funerarios descritos para Patroclo
se siguieran al pie de la letra: quería para Cletus
la mejor despedida posible.
¿Y cuando ardió la pira y empezó a correr el vino?
Pues claro, ¿qué te crees? Alejandro bebió hasta
perder el sentido. Tuvieron que llevarlo a su tienda.
Tuvieron que levantarlo para meterlo en la cama.



en Todos nosotros, 2006

Traducción de Jaime Priede











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