viernes, marzo 21, 2014

“Del boxeo”, de Joyce Carol Oates








Fragmento


La gente no se da cuenta de cómo te afecta un golpe de K.O. cuando te pegan en la barbilla. Todo pasa en los nervios. En lo que afecta al cerebro no hay verdadera contusión. Yo recibí un golpe en la punta de la barbilla [en un combate contra Tony DeMarco en 1955]. Fue un gancho de izquierda que me pegó en la punta derecha del mentón. Lo que sucede es que te desencaja la mandíbula por el lado derecho y la empuja hacia el izquierdo, y el nervio que hay allí me paralizó todo el lado izquierdo del cuerpo, sobre todo las piernas. Se me dobló la rodilla izquierda y casi me vengo abajo, pero cuando volví a mi rincón, en la planta del pie sentía como si tuviera agujas de quince centímetros de largo, y lo que hice fue dar pisotones en el suelo, tratando de despertarlo. Cuando sonó la campana, ya estaba bien.

Basilio pertenece a la desenfrenada época de LaMotta, Graziano, Zale, Pep, Saddler, Gene Fullmer, Dick Tiger, Kid Gavilán, época en que si dos querían pelear sucio, era probable que el árbitro les autorizara, o al menos no interfiriese.

De la época de plenitud de Muhammad Ali, Norman Mailer señaló: «Parecía trabajar sobre la premisa de que había algo obsceno en que lo golpearan». Pero en posteriores combates de su carrera, como el que libró contra George Foreman en el Zaire, hasta Muhammad Ali se mostraba dispuesto a ser golpeado, y herido, con el propósito de cansar a su adversario. Los boxeadores camorreros —aquellos con «coraje», como Jake LaMotta, Rocky Graziano, Ray Mancini— no tienen mucha más opción que la de recibir terribles castigos a cambio de alguna ventaja (que no siempre se da). Y sin duda es cierto que algunos boxeadores (véase la obra autobiográfica Toro salvaje, de Jake LaMotta) propician la lesión como medio para mitigar la culpa, en un intercambio, al estilo Dostoievski, de bienestar físico por tranquilidad de espíritu. El boxeo va más de ser golpeado que de golpear, del mismo modo en que va más de sentir dolor, cuando no devastadora parálisis psicológica, que de ganar. Se ve con claridad, por las «trágicas» trayectorias de una enorme cantidad de boxeadores, que en el cuadrilátero prefieren el dolor físico a la ausencia de dolor, que es condición ideal de la vida ordinaria. Si no se puede golpear, por lo menos se puede ser golpeado, y saber que todavía se está vivo.

Podría decirse que con el boxeo se pretende primordialmente mantener un cuerpo en capacidad de entrar en combate contra otros cuerpos en buenas condiciones. No es el espectáculo público, ni el combate en sí, sino el período de riguroso entrenamiento que conduce a él lo que exige la mayor disciplina, y se considera la causa principal de las dolencias físicas y mentales de los boxeadores. (A medida que el boxeador envejece, sus parejas de entrenamiento son más jóvenes, el juego en sí se vuelve más desesperado.)

El artista percibe cierta afinidad, aunque oblicua y parcial, con el boxeador profesional en este aspecto del entrenamiento. La fanática subordinación del ser a un destino deseado. Podría compararse el espectáculo público de un combate de boxeo, limitado en el tiempo (que podría ser tan breve como unos ignominiosos cuarenta y cinco segundos: ¡tiempo récord para una pelea por un título!), con la publicación del libro de un escritor. Lo «público» no es más que la fase final de un largo, arduo, agotador y a menudo desesperante período de preparación. En efecto, una de las razones de la habitual atracción de escritores serios por el boxeo (desde Swift, Pope y Johnson, hasta Hazlitt, Lord Byron, Hemingway y Norman Mailer, George Plimpton, Ted Hoagland, Wilfrid Sheed, Daniel Halpern, y otros) es el sistemático cultivo del dolor de ese deporte en aras de un proyecto, de una meta vital: la voluntaria trasposición de la sensación que conocemos como dolor (físico, psicológico, emocional) a su polo opuesto. Si eso es masoquismo —y dudo que lo sea, o que sea simplemente eso—, es también inteligencia, astucia, estrategia. Es un acto de autodeterminación consumada: el restablecimiento constante de los parámetros de nuestro ser. No sólo aceptar, sino además propiciar lo que la mayoría de los seres sanos evitan —dolor, humillación, pérdida, caos—, es experimentar el momento presente como algo, en cierto sentido, ya pasado. Aquí y ahora no son sino parte de la construcción del allí y entonces: dolor ahora, pero control, y en consecuencia triunfo, después. Y el mismo dolor es milagrosamente traspuesto por obra de su contexto. Ciertamente, podría decirse que el «contexto» lo es todo.

El novelista George Garret, boxeador aficionado de hace algunas décadas, rememora su período de entrenamiento:

Aprendí algo... acerca de la hermandad de los boxeadores. La gente se dedicó a esta actividad brutal y a menudo autodestructiva por una amplia variedad de razones, casi todas amargamente antisociales y rayanas en lo psicótico. La mayoría de los luchadores de los que supe algo eran personas heridas que sentían una urgencia profunda y poderosa de herir a otras a riesgo de herirse verdaderamente. Al principio, lo que sucedía era que en casi todos los casos se exigía tanta disciplina y destreza, tantas otras cosas en las que concentrarse además de las propias motivaciones originales, que éstas terminaban por tornarse borrosas y vagas, a menudo olvidadas, perdidas por completo. Muchos luchadores buenos y experimentados (como ha sido frecuentemente observado) se vuelven afables y simpáticos... Están acostumbrados a dejar sus peleas en el ring. E incluso allí, en el ring, resulta peligroso invocar demasiada rabia. Puede ser un estimulante, pero es muy oneroso en energía. La mayoría de las veces resulta poco práctico encolerizarse.

De todos los boxeadores, parece haber sido Rocky Marciano (que sigue siendo el único campeón norteamericano invicto de los pesos pesados) quien se entrenaba con la más monástica devoción; sus métodos de entrenamiento se han hecho legendarios. En contraste con boxeadores atolondrados como Harry Greb, «el Molino de Viento Humano», que se mantenía en forma porque no paraba de boxear, Marciano deseaba alejarse del mundo, incluso de su mujer y su familia, hasta tres meses antes de un combate. Aparte de la agotadora y rigurosa prueba física de ese período y de la obsesiva preocupación por la dieta, el peso y el tono muscular, Marciano se concentraba en una sola cosa: el combate por venir. Cada minuto de su vida estaba definido en términos del instante del inicio del combate. En su campo de entrenamiento jamás se mencionaba el nombre de su adversario en presencia de Marciano, y tampoco se hablaba de boxeo. Llegado el último mes, Marciano no escribía cartas, pues las cartas pertenecían al mundo exterior. Durante los últimos diez días antes del combate no miraba su correspondencia, no recibía llamadas telefónicas, no se encontraba con nuevas amistades. La última semana anterior al combate se abstenía de dar la mano; no viajaba en coche, por corto que fuera el trayecto. ¡Nada de nuevos alimentos! ¡Nada de soñar con la mañana siguiente a la pelea! Pues todo lo que no fuera el combate tenía que ser excluido de la conciencia. Cuando Marciano entrenaba con un saco de boxeo veía a su contrincante frente a él, cuando corría veía a su adversario correr junto a él, sin duda cuando dormía lo «veía» sin cesar: como el monje o la monja enclaustrados deciden, por un acto de fanática voluntad, «ver» sólo a Dios.

¿Es demencia —o mera disciplina— esta subordinación absoluta del ser? Comoquiera que sea, a Marciano le dio resultado.



en Del boxeo, 1987












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