martes, febrero 25, 2014

“Con las mujeres no hay manera”, de Boris Vian









Capítulo IV

Cruzo la sala. Quedan aún algunas parejas extenuadas o ebrias, los amiguetes de Gaya. Todos los demás, las niñitas amables y los niñitos obedientes, ya hace rato que se han marchado con sus padres o con el chófer. Salgo. Distingo a Flo en un extremo del jardín.

—He despedido al chófer —dice—. Yo misma te acompañaré, Frances.

La cojo de la mano y se la oprimo suavemente. Le entran todas las calenturas.

—Sube aprisa —me dice.

Subo. Tiene un coche bonito. Le doy mi dirección. Conduce con una mano, la otra descansa en mis hombros. Si no fuera tan estúpida, podría pensar acaso que tengo los hombros una pizca demasiado anchos para ser una chica. Señal de que aún no está muy acostumbrada a las chicas. Habrá leído el informe Kinsey, habrá pensado que todos los hombres son unos cerdos, y habrá tomado la decisión de entregarse a los gozos de amores anormales con alguna persona de su sexo, dulce y delicada, cuyo trato no presente muchos riesgos.

Detiene el coche ante mi casa. La gente que nos vea subir juntas va a pensar que el pequeño Francis no se priva de nada..., figuraos..., dos de golpe... Porque, naturalmente, ella sube conmigo.

—Te acompaño —me dice— hasta tu habitación. Estoy segura de que tienes una habitación deliciosa.

Si no advierte en seguida que mi habitación es una habitación de hombre, significa que tampoco está muy acostumbrada a las habitaciones de hombres. Esta suposición, contradictoria, dista mucho de disgustarme. Abro el bolso —llevo un bolso incluso— y saco la llave. Soy la primera en entrar. Flo me sigue y cierro la puerta.

Ya está. No puede seguir aguantándose. Me abraza por detrás y sus manos me estrujan los pechos falsos de mamá. Ya os he dicho que son una buena imitación, palabra. Si fueran míos, aullaría como un condenado. Me besa en el cuello, está temblando de pies a cabeza. Pobre Flo. Poco acostumbrada a estas perversiones horribles. Me desprendo. Enciendo y apago a medida que pasamos de habitación en habitación, y finalmente mi dormitorio. Le indico un sillón.

—Deja el abrigo donde quieras, Flo —le digo con voz entrecortada—. Voy a buscar hielo.

Encuentro el hielo y vuelvo. En mi habitación hay bebidas. Al salir del living-room, apago el interruptor y entonces me doy cuenta de que todo está a oscuras, no veo nada.

Entro en mi habitación a tientas, dejo el recipiente sobre la mesa. Más o menos, ya me figuro lo que va a ocurrir y, sigilosamente me suelto algunos corchetes del vestido. Es más fácil de quitar que de poner. No deja de ser una suerte. Mientras maniobro, oigo un ruido en la zona de mi cama. Me cuesta deshacerme de la faja. Cuando llego a los sostenes, me río cordialmente, aunque en silencio. Decido conservarlos, con exclusión de lo demás.

Me acerco tímidamente a la cama. La luz de la calle ilumina muy mal la habitación, pues están corridas las cortinas. Carraspeo.

—Flo... —digo a media voz—. ¿Estás aquí? ¿No te encuentras bien?
—No... —dice, oprimida—. Necesitaba tenderme.

Tropiezo con un montón de trapos, que de inmediato me sugieren el modelito adoptado para tenderse. Un modelito de gimnasta; de cuando toca entrar en la ducha.

Venga. Menos dudas. La verdad es que esta pequeña Flo tiene unos ojos azules muy bonitos.

Azul zafiro, como me gustan.

Debe de haberse tendido en la cama, veo la blancura imprecisa de su cuerpo. Me acerco. Basta con que me tenga a su alcance para que me coja y me derribe sobre la cama.

¡Uf! Por poco no me pesca de un modo que hubiera delatado mi subterfugio. De momento, aún vale. Guío sus manos hacia mi cuello. Estoy sentado en la cama, con las piernas fuera; ella, en cambio, se ha incorporado a medias. Me aprieto contra su cuerpo..., pensando siempre en mis pechos falsos, al menos que pueda sacarles jugo.

—Quítatelo... —dice febril.

Esta vez, apenas logro reprimir la carcajada. Sus manos toquetean el cierre de los sostenes. Y ya está. Los arranca de un tirón.

Ha llegado el momento de actuar, pues de lo contrario será demasiado tarde. Empino el utensilio, pego mis labios a los suyos y la tumbo bajo mi cuerpo.

Bueno. Parece que también le gustan los chicos.

Y asimismo parece que sabe animarlos y dirigirlos hacia los sitios adecuados.




en Con las mujeres no hay manera, 1981










1 comentario:

Mallo dijo...

¡¡¡Alta novela!!!Tenía la edición de Bruguera y tu cita me hizo recordarla: creo que la presté hace como veinte años y nunca más la vi ni la tuve ni nada.