viernes, enero 24, 2014

"Cuarenta años", de Jorge Polanco





Eres un hombre de cuarenta años
con la vaga sensación de una juventud ruinosa
No has conseguido mayores logros,
salvo el apego incomprensible
y desesperado de una mujer que te observa
en la oscuridad. Eres un cuarentón,
y esta palabra también te abruma,
porque al finalizar el día piensas en el agotamiento
que debieron sentir otros hombres a esta edad,
cuando un hijo te llama antes de dormir
y no tienes certezas que decirle sobre el futuro,
salvo tal vez un beso en la frente,
recordando a tus padres a la misma edad
y con las mismas incertidumbres.

Eres un hombre que despiertas en la mañana
con la sensación de tu brazo estrangulando otros labios,
atrapado en una pieza vieja de Valparaíso
donde el amor es una mancha de humedad
de la que se quiere escapar a la primera luz del sol.
Luego a la noche
vuelves al cuarto sin ventanas
sentado, borracho en una acera,
sacándote los zapatos para no meter bulla.
Al pasar observas el espejo del comedor,
cuando unos pájaros emprenden su vuelo,
y uno de ellos se queda atrás
con una herida en su pie.

Seguramente en las pesadillas recuerdas la infancia,
esas tardes de inseguridad con los padres,
los vidrios rotos, los platos sucios y el vino por todas partes,
limpiando al otro día, como de costumbre,
las suciedades silenciosas que dejan los gritos
impregnados en los muros y las habitaciones.
Esos secretos que se guardan en los rincones de la casa,
sobre todo en la casa de los padres,
arrendada en la actualidad a otras familias
que pasarán tardes semejantes a las tuyas.

¿Cómo decirle a tus hijos que has deseado revertir
todo ese rencor en amor hacia ellos
pero que apenas puedes contigo,
en esos instantes de lucidez
cuando abrazas un vaso de alcohol antes de dormir?

Ya llegaste a la mitad de la vida
suponiendo que no se extenderá a los cien
–demasiado innecesaria–, hábito de la biología
en prolongarse y reproducir la especie.
A estas alturas no fuiste lo que te destinaban,
algo pasó en el camino: un extravío, una mujer,
una especie de insolación,
mientras vives con una familia de tramoya,
en el silencio de una casa
en la que todos quisieran dormir.

A veces te sorprendes murmurando,
sales a la esquina con la camisa, la corbata,
los calcetines revueltos del armario.
Vuelves la vista atrás con una lentitud pasmosa,
a la cama compartida donde ella dice tener depresión
y tú sólo escuchas la musicalidad de sus palabras
pensando que la casa está repleta de vidrios rotos.

Haces memoria de los golpes en la ventana,
las murallas raspadas por el sol
y la televisión encendida durante la noche.
La depresión tiene la imagen de una montaña
en la que se repite un extenuante monólogo,
un apretón de surcos en las manos
o una línea infranqueable dibujada en la frente.

Pero vuelves otra vez allí
con la vista perdida en la pared, el mentón temblando,
los brazos al costado, aguardando una respuesta
al otro extremo de la cama.






en Sala de espera, 2011









No hay comentarios.: