viernes, enero 31, 2014

“Algo se lleva el río”, de Zilahy Lajos






Fragmento




El bote se dirigió hacia el lugar donde la humareda del horno ascendía a las alturas. El viejo remaba. La niña estaba sentada al otro extremo del bote, envuelta en la frazada. Instantes después habían desaparecido. “Gente rara”, pensó Juan, y se encaminó de regreso a su casa.

No pensó más en la muchacha, pero la imagen del viejo se había aferrado a su fantasía.
Cómo hubiera maldecido cualquier otro si le ocurriera lo mismo! ¡Cómo hubiera insultado al cielo y al Salvador! Este hombre sólo suspiró y continuó sonriendo su camino. Seguramente que el barco ya era viejo y que el cargamento de ladrillos no era lo mismo que oro de buena ley, pero el barco había sido su pan y su casa”.

Ese viejo debía de ser un fervoroso creyente y un alma muy recia, si es que tan fácilmente se amoldaba al infortunio. Juan no volvió a saber de ellos durante dos semanas.

Un día divisó a la muchacha en la ribera. Surgió de entre los árboles, cerca del horno de carbón. Llevaba una gran canasta con ropa retorcida, recién lavada, y tenía la falda ajustada bajo el cinturón. Con una sola mano tomaba la canasta y todo su peso descansaba sobre una cadera. Tenía una margarita entre los dientes.

Comenzó a tender la ropa en los arbustos bajo un sauce. Tarareaba algo, una canción desconocida. Lo hacía entre dientes, sin soltar la flor que llevaba en su boca, y consagraba toda su atención a la labor.

Echó una mirada a Juan, pero no volvió a preocuparse por él. Juan avanzó hacia ella.

—¿Viven ahora donde el carbonero?

Ella suspendió el canturreo y miró a Juan sorprendida, con la expresión de quien lo veía por primera vez. No respondió.

—¿Ya no me reconoce?

La muchacha lo miró atentamente con sus grandes ojos pardos.

—Pero claro.., —musitó.
—Bien, ¿quién soy?
—El hijo del barquero... —dijo insegura.

Juan rió.

—¿Parezco tan joven? El hijo del barquero apenas tiene tres años. Ella también sonrió. Juan la miró con ojos codiciosos.
—Bueno, adivine dónde me ha visto.

La muchacha se dio vuelta y siguió tendiendo la ropa.

—¿Y qué gano adivinándolo? —dijo con un tono que también quería decir que la charla no le desagradaba.
—Yo estaba en la ribera cuando se hundió su barco.
—¡Aquella vez estaba tan obscuro!
—No; lo que pasa es que usted estaba asustada.
—¡Nunca me asusto!
—¿Cómo se llama?
—¡Adivine!

Juan se tendió en el césped. Mientras se apuntalaba con los codos se deleitaba viendo los movimientos de la muchacha, como si en sus rasgos pretendiera leer su nombre.

—¡Juliana!
—¡Vamos, vamos!
—Isabel.

A cada nombre la muchacha meneaba la cabeza, riendo para sus adentros, pues comenzaba a divertirle el juego. De cada leve movimiento, de cada breve sonrisa, irradiaba una mágica virginidad. De repente levantó la cabeza con coquetería, Y dijo:

—Así no lo va a adivinar nunca. Juan atacaba más a fondo:
—¡Venga, quiero leérselo en su mano!
—Pues tendrá que esperar mucho para ello.

Tomó su canasta Y desapareció. Entre los árboles miró hacia atrás una vez más.

Desde aquella vez Juan aparecía diariamente cerca de la casa del carbonero. Vino luego el primer beso, lleno de primitivo ardor, de estremecimiento mortal. Juan se llevó a casa el recuerdo del rostro ruborizado de la muchacha, como la llama que hace arder todo lo que está en su derredor. Y unos meses más tarde, la boda. La iglesia, cuyas profundas campanadas y salmos le mostraban lo profundo y elevado del sentido de la vida.

Entonces vivían aún los padres de Juan. Cuando, poco después, murieron, el viejo Miguel se trasladó a su casa y juntos prosiguieron la pesca. Primero murió su madre; año y medio después, el padre. Ambos eran viejos ya. Juan habría podido ser su nieto. En el primer año no tuvieron ningún niño.

Cuando en el segundo vino al mundo el varoncito, la casa se pobló de repente de fresca vida, después de haber soportado en año y medio el duelo de dos sepelios.

Antes, cuando él transitaba por el patio, veía siempre el ataúd del padre o la madre cerca del pozo, y a muchas personas aglomerándose a su alrededor, y, cuando estaba solo en el patio silencioso, escuchaba frecuentemente los fúnebres cánticos. Desde el nacimiento del niño parecía como que por encanto estos sombríos recuerdos se habían ahuyentado.

La vida y la muerte se cedían el paso en la puerta de su casa. Fue una ruda noche de invierno cuando llegó la partera.

Tras la puerta que la vieja había cerrado, parecía arrancar el principio de una nueva existencia. Los lamentos y gritos de Susana traspasaban los muros. El no pudo soportados más; se fue al patio, se recostó contra el tablón de la puerta, se dejó acariciar las mejillas por el viento nevado y pensó en lo que ocurriría si ahora muriera Susana. Había oído a menudo que una mujer fallecía en el parto.

No pudo soportar este pensamiento. Bajó a la orilla del río, pues los alaridos de Susana llegaban hasta el patio.

En la penumbra escuchaba el chasquido de los témpanos y allá arriba sobre su cabeza, el implorante graznido de los gansos silvestres. “¡Qué pasaría si muriera Susana!”.

Sentía este pensamiento como un cuchillo que le hundieran en el cuello. Susana tal vez moriría para que viviera el niño. ¡Cómo odiaría a este niño que le arrebataba a Susana! ¡Habría podido matarlo!

Se asustó de sí mismo. En esos casos se le rebelaban todas las salvajes pasiones que habitaban en él, y que de pronto afloraban, cuando la vida, con un golpe cruel, le lanzaba a la lucha.

Sentía que Susana significaba para él algo más que compañera y amor, esposa y dicha, que evolucionan y pueden pasar y reconstruirse en forma distinta. Susana era para él el sentido mismo de la vida. En los primeros tiempos de su amor la había tomado con tal sed, que su sangre se había vuelto la sangre de ella, su alma, la de ella. Y cuanto más pensaba en esto, mas recordaba al tuerto Benedicto, que solía pasar por su casa y que sabía cosas curiosas acerca del misterio del origen del hombre. No lograba la atención de la gente piadosa, pues negaba la existencia de Dios. Si le escuchaban, era sólo porque al tuerto Benedicto todo el mundo le tenía por un loco cuya cabeza estaba ya amarilla y calva como una calabaza.

El loco Benedicto relataba cosas así: en un principio nada había en el mundo sino el cieno. En este barro habitaban seres curiosos y extraños, mitad hombre, mitad mujer. Apareció entonces entre ellos el dios remoto del cieno: Tarafaga. Con su larga y afilada espada cortó en dos a estos seres bisexuados y los separó. Desde entonces hombres y mujeres viven en cuerpos distintos. Los seres mutilados se dispersaron y comenzaron a buscarse para unirse nuevamente con su herida dolorosa y espantosa, chorreando sangre y lamentos. Esta búsqueda, esta eterna y desdichada ansia del encuentro es el amor.

Este impío relato, brotado de una fantasía calenturienta, volvía a su mente, pensando que podía perder a Susana. El también se convertiría en una herida quemante de pies a cabeza si Susana le fuera arrebatada.

Oyó vocear su nombre. Atropelladamente corrió de vuelta al patio. El viejo Miguel lo llamaba:

—¿Dónde te metes? Ven. Te ha nacido un hijo.

Un momento después estaba, jadeante, junto a la cama de Susana.

La pequeña pieza estaba llena de un dulce y encanta: dar olor a sangre, al que se mezclaba el tibio aroma de leche cruda. En una limpia salmuera se agitaba el pequeño, que parecía en verdad hecho de sangre y leche.

Susana estaba cadavéricamente pálida. Las gotas de sudor de los dolores del parto las tenía aún en la frente y miró a Juan con sombríos ojos de espanto y también con una dicha inexpresable.

Delgada, amarilla, sin fuerzas, yacía su mano sobre la colcha, bajo la cual se dibujaba su cuerpo, estrujado por los dedos de la vida, a los que no importaba que entre sus uñas se agolparan la sangre y el dolor cuando apretaba el cuerpo para arrancarle un niño. Así engañaban y vencían a la muerte, que —pobre fantoche—ignoraba que, aunque le preparaban un ataúd, nunca podía llevarse por entero a una víctima, puesto que uno de sus fragmentos había sido desprendido, se le había escurrido entre los dedos y seguía viviendo la existencia inmortal de la especie.

Cien pensamientos parecidos se agolpaban en su mente cuando estaba trémulo ante la cama de Susana. Tenía la sensación de que en este momento ella era para él lo más bello y lo más grande. El jugueteo conmovedor del primer beso bajo la fronda, luego el matrimonio y la noche de bodas, sólo se habían adelantado a la sensación, a esta sensación que le embargaba ahora, que le hada escuchar una voz con mil matices diferentes: implorando, llamando, disculpándose, sollozando, burlona y temerosa o riendo despreocupadamente. Todas las alegrías y padecimientos de una nueva vida concentrados en una sola palabra: padre...

Había lanzado una sola mirada al niño, que casi desaparecía en la grande y nudosa mano de la partera y ya retumbaba y corría a su encuentro la palabra: ¡padre, padre, padre!

Y eso que el niño sólo lloriqueaba en un tono animal incomprensible.

Con gusto se habría desplomado ante la cama de Susana, pero no era hombre que se dejara abatir por sentimientos. Estaba parado ahí, cruzados los brazos sobre el pecho, con una sonrisa extraña, casi idiota; se movía de derecha a izquierda y casi no podía decirle a su mujer una sola palabra.

No notó que se le echaba de la habitación. La partera empujó a ambos hacia la puerta con palabras gruñonas: —¡No se pongan en el camino!

Desde aquel día todos sus pensamientos giraron alrededor del niño. La vida adquirió un nuevo sentido.

Bajo la parte saliente del tejado había un nido de golondrinas. No se podía ver lo que ocurría dentro de él y sólo se escuchaba el gorjeo. Pero poco a poco fueron asomándose los anaranjados picos de los pajaritos hasta el borde del nido que tenía forma de bandeja. Esos picos anaranjados parloteaban allá arriba, gorjeando y haciendo ruido todo el día, como si los pequeñuelos no tuvieran más que las agudas bocas, ansiosas de engullir la vida que sus padres les llevaban.

Cierta bella mañana, cuatro pajaritos de color ahumado estaban en el patio, sentados sobre uno de los postes para las redes. Bien alineado, uno junto al otro, como los escolares en un banco. Los padres les enseñaban a volar. Primero de un poste al otro, nada más. Luego al tablón de la puerta, y de ahí al tejado de la casa. Sus alas eran suaves y torpes, y nunca alcanzaban la meta anhelada. Golpeaban contra la pared, como una piedra, mientras los grandes surcaban el aire en centelleantes ángulos y arcos temerarios pero seguros. Todo el patio se llenó de las líneas audaces de estos vuelos, como si una mano invisible trazara en el aire largas rayas negras que desaparecieran rápidamente como cuando un niño traza garabatos sobre un papel. El vaivén de estos vuelos era acompañado de cantos agudos y entusiastas, como si constantemente tuvieran que hacer estos ejercicios con graznidos, chillidos y risas.

Ya en otras ocasiones, en primavera, las golondrinas habían estado volando en el patio, pero entonces uno pasaba de largo sin prestarles atención.

Y ahora estaban horas de horas en el umbral del zaguán, mientras Susana extraía el albo seno de entre el traje y daba de mamar al niño, observando con variados sentimientos el juego de los pajaritos y sentían en ello el poderoso y eterno orden de la naturaleza. Todo lo sentían cerca de su corazón, pues en él reflejaban la vida.

El vio cierta vez a una gata que llevaba a su hijo en el hocico dar un salto entre la tibia y obscura abertura del henal. Sólo duró un instante la escena, pero despertó algo en él. Un sentimiento que antes le había sido ignorado.

Cuando iba a hacer algo tomaba su resolución pensando si, en lejanos días, su acto iría a beneficiar o perjudicar al niño. Si divisaba un cascajo en el suelo, su mirada reflejaba el pensamiento de llevárselo a casa para que jugara el pequeño.

Todo fue llenándose así con un nuevo sentido. Y en ello estaba Susana como principio y fin. No significaba ya solamente los obscuros brotes del amor y del deseo, del anhelo de ternura, del gusto y aroma de las comidas, del bienestar de una cama hecha, de todo aquello a que conducían los febriles tormentos del amor, sino el sentido de la vida humana que se había tornado profundo y transparente. Un sentido tras el cual no se agazapa ninguna tortura, ninguna cavilación.

El agua mecía quedamente la barca. Juan se había .adormilado con el entumecimiento dulce y grato de estos pensamientos. Pero sólo estaba semidormido y en su torno escuchaba el rumor del agua y la sirena de un molino en la distancia.

Comenzaba a atardecer. Una corona de patillas volaba en el cielo color verde manzana. El crepúsculo comenzó a atenuar lentamente no sólo los matices, sino también los sonidos, e hizo silenciar cien pequeños ruidos de aquellos que no sabemos de dónde vienen, pero que forman parte del universo.

De pronto una mano rozó su hombro. Era el viejo Miguel. Susurró:

—Hay peces grandes en las redes.



1928




















1 comentario:

Anónimo dijo...

Que belleza.