lunes, diciembre 23, 2013

“Vagabundos”, de Knut Hamsun







Fragmento



Al quedarse solo, recobró algo la calma. Apartó un poco de lodo con la mano y consiguió alcanzar su reloj, lo secó y lo introdujo en un bolsillo superior; después, quiso salvar su cartera, recordando los dos mil escudos y papeles de importancia que con tenía; era una cartera repleta que quiso sostener con la mano en alto, para que fuese la última en hundirse y quizás arrojarla en los últimos momentos a terreno seco. Alguien la descubriría. Era el arrendamiento de las peñas y los jornales de todos los trabajadores, pendientes todavía de pago.

            Inescrutables son los designios del destino: Aquella misma mañana, había saltado de su camarote, jocundo y cantando alegremente, y ahora era un condenado a muerte, a dos pasos nada más de tierra firme. Es cierto que él podía haber parlamentado prudentemente con Ana María, en lugar de apostrofarla; hubiera podido ofrecerle un montón de dinero a cambio de que ella le arrojase un par de troncos que le sirvieran de apoyo en el barro. En efecto, podía haberlo intentado, pero ni un solo destello de tales pensamientos iluminó su mente, ni se arrepentía de ello. Era tal la repulsión que experimentaba hacia aquella bestia humana, y tan intensa su cólera, que se cerró este camino salvador.

            Transcurrieron las horas, volvieron a repercutir en el espacio sus gritos en demanda de socorro, y nadie, sino el eco, respondía; reinaba un profundo silencio; ya hacía rato que había cesado el resonar de las esquilas de las vacas, síntoma delator del alejamiento del rebaño; también el viento soplaba con menos fuerza, a la par que el sol trasponía la hora meridiana. Dieron las dos, las tres después; lo veía en su reloj que extrajo y sostuvo en la mano. El lodo le llegaba a la altura del pecho. ¡Ah! Ya no le sostenía el valor. Las lágrimas inundaban sus mejillas por momentos; comprendía que iba a morir. Tenía expeditos los brazos, pero no podía mover las piernas, como si sendas glebas de plomo las inmovilizasen de arriba abajo. Si era cierto que la gente se había encaminado a la iglesia, como había afirmado Ana María, debieran ya estar de regreso en sus casas. El camino era largo, y tal vez, en la colina donde estaba asentada la iglesia, se habrían entretenido curioseando noticias; pero ahora ya era tardé. ¿Sería posible que no hubiera salvación para él? Gritaba, rugía en demanda de socorro; callaba un instante, escuchaba, volvía a rugir y a gritar; lloraba y golpeaba el lodo con las manos. Poco a poco sus desesperadas llamadas fueron haciéndose más débiles, vencido su coraje.

            Lo sucedido llegó al conocimiento público mucho tiempo después, tras la revelación de Ana María. Ella no había ido en persecución de su rebaño; había presenciado y oído todo cuanto él dijera en voz alta. Algunos de los gestos del hombre parecieron incomprensibles a Ana María: de pronto, él se puso a escribir en un papel encima de la cartera. Ella pensó: ahora, escribe que soy culpable de su muerte. Su actitud varió luego por momentos; enmudecía, lloraba desconsoladamente, tembloroso. Cogió el papel escrito, lo rasgó en pequeños trozos y lo hundió en el lodo, junto a sí. Parecía abatido y contrito. La ciénaga fue sorbiendo sus brazos; casi nada sobre salía en la superficie. Ana María percibió una opresión en el pecho; se alejó de allí, huyó, corrió al caserío, gritó…

            El último gesto de Skaaro fue arrojar el reloj y la cartera a tierra firme. Nada había escrito. Como carecía de familia y allegados, no hubo de legar a nadie su último adiós.



en Vagabundos, 1927

















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