miércoles, diciembre 11, 2013

“El lugar de la estrella”, de Patrick Modiano








Fragmento


La segunda parte de mi estudio se titula: «Robert Brasillach o la señorita de Núremberg». «Fuimos unos cuantos quienes nos acostamos con Alemania», admitía, «y siempre conservaremos de ello un tierno recuerdo.» Esta espontaneidad suya recuerda a la de las jóvenes vienesas durante el Anschluss. Los soldados alemanes desfilaban por el Rin y ellas se habían puesto, para tirarles rosas, unos vestidos tiroleses muy coquetos. Luego, se paseaban por el Prater con esos ángeles rubios. Y después venía el crepúsculo encantado del Stadtpark donde besaban a un joven SS Totenkopf susurrándole unos lieder de Schubert. ¡Dios mío, qué hermosa era la juventud en la otra orilla del Rin...! ¿Cómo era posible no enamorarse del joven hitleriano Quex? En Núremberg, Brasillach no se podía creer lo que estaba viendo: músculos del color del ámbar, miradas claras, labios vibrantes de los Hitlerjugend y sus vergas, cuya tensión se intuía en la noche ardorosa, una noche tan pura como la que vemos caer sobre Toledo desde lo alto de los cigarrales... Conocí a Robert Brasillach en la Escuela Normal Superior. Me llamaba cariñosamente «su buen Moisés» o «su buen judío». Descubríamos juntos el París de Pierre Corneille y de René Clair, cuajado de tabernas simpáticas en donde tomábamos vasitos de vino blanco. Robert me hablaba con picardía de nuestro buen maestro André Bellessort e ideábamos algunas bromas sabrosas. Por la tarde «desasnábamos» a unos cuantos zotes judíos, tontos y presumidos. Por la noche, íbamos al cine o saboreábamos con nuestros amigos ya «titulados» brandadas de bacalao muy abundantes. Y en torno a la medianoche bebíamos esos zumos de naranja helados que tanto le gustaban a Robert porque le recordaban a España. En todo esto consistía nuestra juventud, la honda mañana que nunca más recuperaremos. Robert inició una brillante carrera de periodista. Recuerdo un artículo que escribió acerca de Julien Benda. Paseábamos por el parque de Montsouris y nuestro Gran Meaulnes estaba denunciando con voz viril el intelectualismo de Benda, su obscenidad judía, su senilidad de talmudista. «Disculpe», me dijo de repente. «He debido de ofenderlo. Se me había olvidado que era israelita.» Me puse encarnado hasta la punta de las uñas. «¡No, Robert, soy un goy honorífico! ¿Acaso no sabe que un Jean Lévy, un Pierre-Marius Zadoc, un Raoul-Charles Leman, un Marc Boasson, un René Riquier, un Louis Latzarus, un René Gross, todos ellos judíos como yo, fueron vehementes partidarios de Maurras? ¡Pues yo, Robert, quiero trabajar en Je suis partout! ¡Presénteme a sus amigos, se lo ruego! ¡Me haré cargo de la sección antisemita en vez de Lucien Rebatet! ¿Se imagina qué escándalo?». A Robert le encantó esa perspectiva. No tardé en simpatizar con P. A. Cousteau, «bordelés, moreno y viril»; con el cabo Ralph Soupault; con Robert Andriveau, «fascista pertinaz y tenor sentimental de nuestros banquetes», con el jovial Alain Laubreaux, oriundo de Toulouse; y, finalmente, con el cazador alpino Lucien Rebatet («Es un hombre, coge la pluma igual que cogerá el fusil cuando llegue el día»). Le di enseguida a ese campesino de Le Dauphiné unas cuantas ideas adecuadas para guarnecer su sección antisemita. Más adelante, Rebatet me pedía consejos continuamente. Siempre pensé que los goyim son demasiado burdos para entender a los judíos. Incluso su antisemitismo es torpe.



en Trilogía de la ocupación, 2012













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