lunes, octubre 14, 2013

“Patas de perro”, de Carlos Droguett









Tramo inicial

Escribo para olvidar, esto es un hecho, necesito meter un poco de tranquilidad en mi alma, necesito descansar, necesito dormir, Dios sabe, sólo Dios sabe que hace diez meses que no duermo, aunque él tampoco dormía, bien lo recuerdo. No puedo dormir, no puedo olvidar, no puedo ol­vidarlo, sólo por eso escribo, para echarlo de mi memoria, para borrarlo de mi corazón, tal vez después decida mo­rirme o no vivir, porque él, su figura menuda y pálida, con ese aspecto sucio del sufrimiento, era lo único que me ata­ba a este mundo, a esta silla, a este trozo de madera en que escribo, pero lo olvidaré, escribo para olvidarlo, sé que lo destruiré totalmente, como él me destruyó sólo con salir corriendo aquella tarde. Él bien sabía que yo lo necesitaba, sabía, como lo sé yo y me lo digo a veces, que él me nece­sitaba, que yo era su mundo, como él era el mío. ¿Por qué salió huyendo, entonces, sin siquiera entregarme su mano, sin rozar su rostro fugaz, su puñado asustado de pecas contra mi barba canosa? Yo sabía que él estaba llorando ahí afuera, lo presentía, más bien, mientras sentía mis pro­pias lágrimas, días más tarde creía oírlo sollozar toda­vía en el suelo frío de la cocina, ahí, en ese rincón amable que él limpió con el roce de sus piernas durante muchas noches. Llegó como se fue, sin motivo, sin explicaciones, casi sin lágrimas, sin sollozos, una soledad lo trajo y otra soledad se lo llevó, me he quedado solo, completamente solo, porque ahí está el gastado rincón de baldosas donde dormía, pues nunca quiso usar la cama que juntos fui­mos a comprar a la feria, ahí está su plato, duro y hostil de puro inservible, como si él jamás hubiera pasado por el pasadizo, golpeado la puerta de la calle, echado por la ventana su risa, esa risa áspera y desolada, sin embargo alegre, cuando le advertía: ¿Sabes? ¡Mañana es sábado! Entonces se desgranaban sus risas desde lo alto de las ra­mas y lo veía revolar y estremecerse sus piernas que roda­ban con él por el suelo, ahí está su ropa, sus tejidos de lana para el invierno, sus gorras, sus bufandas. Dios, qué modo de comprarle ropa, qué empecinamiento de conservarlo ti­bio y preservado junto al fogón, en pleno fuego de la fiebre, qué horror al frío, al espantoso y solitario frío, al horrible invierno abierto, y comencé a comprarle ropa a montones y él se reía cuando me veía llegar con los enormes paquetes que no cabían por la puerta y se trepaba en ellos y se zam­bullía en las lanas y los algodones y surgía coronado de listas y de flores de género y de un olor industrial y triste, y aullaba, aullaba como un verdadero perro y me daba miedo y me tornaba asustado y pensativo y pensaba que estaba procediendo bien al comprar todas esas frazadas y esas colchas y esos ponchos y esas batas y esas camisas afraneladas y esas gorras de bruja y esos gorrones de pen­sionado, y cuando miraba súbitamente sus piernas el te­rror me golpeaba el pecho y sentía verdadero pavor cuan­do lo sentía reír, reírse de mí, olvidado de todo, felizmente olvidado de todo, de su situación, de mi situación, espe­cialmente de su cuerpo, al que no se acostumbraba del todo, al que yo temía comenzara a tomarle horror, verda­dero pánico y ese como miedo desprendido, desprendido de las manos y de la boca, ese miedo que se evapora por el pelo y nos deja solos, solos ya con la soledad total, con la muerte trepando fríamente por las piernas. Ahí están sus zapatos, esas botas que busqué con tanto cariño y pe­sadumbre cuando estuve en el norte y que desataron un drama entre los dos y él se negaba a ponérselas. Lo sentía llorar afirmado en los ladrillos, llorar más que con dolor, con vergüenza y humillación, y como yo me asomara por la ventana para llamarlo, él estaba vuelto de espaldas, pei­nándose con furia y dejadez el llanto, y emanaba de él esa soledad frágil que nunca nos dejó desde que me lo entregó su madre aquella mañana en la calle Salesianos y él se cogió rápidamente de mi mano, se aferró a ella como un nudo y me encogió el corazón y no lo quería mirar y mira­ba los ojos de la madre y veía ese alivio destapado en sus grandes pupilas cuando oía que yo le aseguraba que me lo llevaba inmediatamente, sin esperar hasta la tarde ni hasta mañana ni hasta el próximo domingo; cuando caminamos, él se estremecía despacito, aferrado siempre a mi mano, y yo le miraba los pies. Tal vez desde aquel mismo mo­mento había decidido comprarle un par de zapatos, sin preguntarle nada, sin insinuarle nada, quería hacerle un verdadero regalo, un inolvidable obsequio, quería darle una sorpresa y yo la tuve, él me la dio. Vi que me miraba con odio, con tajante y relampagueante odio y al mismo tiempo con sorpresa, con miedo, con desconfianza, apreta­dos sus labios, alargaba su rostro hacia mí, hacia la pa­red, hacia el barrio donde correteaba cuando niño, donde lo levantó ensangrentado aquella tarde su padre y el padre olía a vino, a cuero y a carne muerta de vacunos y él, más que pena, más que susto, tenía asco, deseos de vomitar, quería respirar aire puro, salir corriendo hacia los potre­ros, más allá de la línea del tren. Alguna tarde, sentados en la penumbra, me contaba aquello y yo no lo olvidaba, pero tampoco podía olvidar su mirada aterrorizada cuan­do fui sacando de la caja las altas botas invernales y en mi gesto y mi fanfarrona sonrisa comprendía que no podían ser para mí sino para él. ¿Cómo se me había podido ocu­rrir aquella barbaridad? ¿Cómo no se me había ocurrido, en cambio, que ocultar aquello era un insulto, una cruel­dad, una cobardía, una vergonzosa fuga de la soledad que nos correspondía? Lo sentí abrazado a mis piernas, lo sentí derrumbado junto a mí mientras el dolor roncaba en su garganta. Oh padre, padre, me decía y no lo olvido, ¿por qué fuiste a comprarlas, por qué lo hiciste? Y la idea de él era que, materialmente, yo, mi cuerpo, mis piernas, mi boca, mis manos, mis pensamientos, mis monedas, mi vo­luntad, mi amor, mi odio, todo yo completamente, había caminado hasta la zapatería de don Cosme para comprarle las botas, ¡esas botas para esconderme dentro!, sollozaba y tornaba a remecerme las piernas. ¿Por qué tengo que esconderme, qué tenemos que esconder tú y yo? ¿No es hermoso todo esto, no tenemos tú y yo, padre, que hacerlo hermoso? ¿No es ése nuestro pacto? Sí, hijo, sí, la Natura­leza no produce nada superfluo, decía yo débilmente, lleno de dudas, recordando mi remota y breve época de aspiran­te a profesor de filosofía, y tú no lo eres, no puedes serlo, tienes que enfrentarte al mundo, tienes que vencer al des­tino, conformarlo con tu cuerpo y con tu alma, no dejarte sorprender, tienes que estar alerta frente a la vida, no de­jarte coger, los que se olvidan son cogidos, viene la muerte y los atropella, los tritura. Eso le decía vagamente, sin mu­cha convicción, pero con un grande deseo de nutrirme yo mismo con aquella debilidad, sacar fuerzas de esa maldi­ción y esa burla y dejándolo apoyarse en mí, apoyarme yo en él para seguir caminando, pero ahí estaban las botas, tan compactas y altas que oscurecían la pieza, tan gran­des que él, sollozando, empezó a trepar por una, y como se volcara ella, gateaba escurriéndose hacia adentro. Tenía razón, lo recogí del suelo, le pedí perdón por mi extravío y le prometí no destruirlas sino dejarlas colgadas tras la puerta, al alcance de mi vista para que, teniéndolas pre­sentes siempre, no olvidara ese momento de ruina, de ver­güenza y de debilidad. Él decía: Sí, sí, sí, aguzando las pa­labras, sacándolas pulidas e hirientes y desconfiadas, al mismo tiempo gozosas, de su garganta, pero en seguida se quedaba triste. ¿Qué soy yo?, me preguntaba avergonzado, humillado y rencoroso, ¿qué soy yo, pues? Y me urgía una respuesta, me tironeaba del abrigo, pues yo tiritaba de frío en medio del cuarto, sintiendo todavía el viento que azota­ba mis piernas en la estación de La Calera. ¿Qué eres, qué eres? Dios, ¿y qué soy yo? Ahí están los zapatos todavía y ahí los dejaré para que pase a través de ellos el tiempo indicándome los años transcurridos desde que él se fue. Pero no han transcurrido años, sólo meses, y ahora escribo para olvidarlo o para hacer que vuelva, aunque estoy se­guro de que no ha de volver. Cruz Meneses decía al prin­cipio que habrá muerto, pero muerto no lo han encontrado, ni vivo tampoco. Y vivo, vivo, estaría aquí naturalmente, ahí, en su rincón, leyendo, rastreando música en la radio, mirándome para preguntarme: ¿Qué soy yo, por qué estoy aquí, qué he hecho? Confieso que al principio tuve espe­ranzas de que volvería, más aún, tuve la seguridad de que lo sentiría, cualquiera tarde, llegar corriendo por el pasa­dizo, pero fue inútil que en la noche dejara entreabierta la puerta, aquella misma noche, mientras los pitidos de los carabineros y la bocina de la ambulancia atravesaban mi sueño desvelándome, sentí caminar a alguien en el patio y sonar las ollas en la cocina, verdad que había vien­to después de la intensa lluvia, verdad que se iban por la avenida los techos de las casas que resonaban, serán los gatos, serán los gatos, pensaba yo a medias despierto, a medias asustado y lleno de esperanzas, si habrá vuelto esta criatura, me reía en la oscuridad con la certeza, apretada mi boca contra la almohada, lo sentía reírse con una risa suave, adulta y cínica, tenía ahora un pelo desteñido y tie­so, un pelo vividor y corrompido y unos labios rojos y ávi­dos, y me miraba con repulsión, con odio, echando sus piernas, sus hermosas botas engrasadas, recién engrasa­das, en medio del cuarto, pero si él es morenito, pero si no es él, si me lo habrán cambiado los pacos, deben andar ladrones en la cocina, me repetía, y estaba tendido bajo la noche y las nubes cálidas, familiares e inocentes pasa­ban al alcance de mis manos, yo cogía las ropas y suspira­ba, ladrones son, pero ese niño no es él, él tiene el pelo crespo y una cabeza hermosa y potente y esas piernas de explorador o colono bestial no son de él, esas piernas en­cueradas no son las suyas, me reía, me hundía en el sue­ño, me sentía mojado, llovió toda la noche.




1965





















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