domingo, agosto 04, 2013

“El fantasma”, de Mario Halley Mora









Cuando me mudé a este viejo caserón «...de añejos tiempos y de sólidos sillares...», me dijeron que tenía un fantasma. Lo que no me preocupó mucho, pues, aunque soy imaginativo, siempre pensé que algo incorpóreo no puede hacer mucho daño, abstracción hecha del susto. Pero ya veremos qué pasa. Hace tres noches que duermo en el dormitorio más grande. Y no he sentido la presencia del fantasma, cuya historia conozco. Dicen que es el alma en pena de una joven. En 1865 el novio partía al frente. Ella prometió esperarlo, en esta casa, y el novio nunca volvió. Asunción fue ocupada por tropas brasileñas, y al parecer, una noche, ella se suicidó antes de ser ultrajada. Así de simple y dulzona, la historia de «mi» fantasma que...

Debí dejar de escribir. Oí un ruido, como de pies muy leves cruzando la sala. Acabo de entreabrir la puerta... y la vi. Cruzó la gran habitación, y fue a sentarse en el sillón de cuero negro, de recto respaldo eclesiástico, que está cerca de la ventana. Miraba hacia afuera, hacia ese esbozo de paisaje que tal vez hace un siglo fuera un camino abierto en el jardín, pero ahora no es más que un callejón mal adoquinado. Todo en su actitud revelaba blanda, mansa espera. Ninguna impaciencia. Así debe sentirse uno luego de esperar un siglo.

Sigo escribiendo. Debe estar todavía allí. Que espere en paz. Yo me voy a dormir.

Sucedió anoche. «Mi fantasma» lloraba. O al menos eso pensé cuando desperté con una inquietud rara en el corazón. Me despertó su llanto, o el gemido del viento en los corredores. Pero tuve que levantarme y salir a la sala. No estaba allí. Pero su llanto sí, un sonido triste que se iba alejando, como si ella fuera caminando a lo largo de la calle, al encuentro imposible de ese amor esperado, pero sabiendo de antemano que iba al encuentro de una ausencia.

Leo el párrafo anterior. Estaba buscando una frase poética para rematarlo, cuando golpearon mi puerta. Delicadamente, con infinita educación, con timidez femenina.

Nunca pensé que los fantasmas golpearan las puertas con tan fina discreción. Se deslizan en los corredores desiertos, vaporosos y huidizos, se pierden bajo la sombra de tinta china de la arboleda obscura. Pero no golpean las puertas. Así que no me asusté cuando esos nudillos delicados hicieron sonar tímidamente la madera. Pensé en una visita y la abrí, y se me erizaron los cabellos desde la raíz hasta la punta. Allí estaba ella, luciendo un vestido sencillo, largo hasta los pies, con su actitud humilde y señorial al mismo tiempo, con las manos unidas, y los ojos bajos, tal como corresponde a una doncella en presencia de un caballero mayor que ella, y soltero por añadidura.

No estuve a la altura de las circunstancias. Y me condeno por lo que hice, pues, como el más vulgar y tosco de los hombres, le cerré las puertas en las narices, tan asustado estaba.

No aparece desde hace tres días. Estará ofendida. Le debo una disculpa. Hecha de vapores tristes, de esperanzas y de sufrimiento, o de carne y hueso, es una dama. Le debo una reparación. Ojalá reaparezca. Me he prometido a mí mismo, si no no asustarme, por lo menos, no demostrarlo.

Ha pasado una semana. Es cerca de medianoche. Y no aparece. Salgo a buscarla. Padre nuestro que estás en lo cielos...

La vi. Estaba en el jardín, sentada sobre un banco de hierro oxidado y maderas deshechas. Tal vez en ese mismo banco se despidieron hace mucho tiempo. Me fui acercando sobre estas dos piernas que alguna vez fueron de un pasable futbolista, pero que entonces temblaban como dos retoños de caña. Giró la cabeza y me miró. Que el lector me perdone por este absurdo, pero jamás vi tanta vida contenida en dos ojos que deberían estar muertos.

Llamada, súplica ansiosa, una desesperada ansiedad de expresar algo brillaban en esos ojos, dejándome con la garganta seca. Se levantó, y me tendió la mano, como si me quisiera conducir a alguna parte. Lo confieso con profunda vergüenza: salí disparado y me encerré en mi dormitorio.

Estuve leyendo todo lo escrito. Y me detuve en este párrafo: «...como si me quisiera conducir a alguna parte». Soy un cínico, lo confieso. Estoy empezando a concebir ese «alguna parte» con el emplazamiento de un tesoro enterrado. Al menos eso es lo que la tradición dice. Que los fantasmas no reposan hasta legar a manos vivas sus viejos caudales. Debería tener más vergüenza, pero la realidad es que la codicia excita mis sentidos. Lo que no está del todo mal. Será un intercambio: un ánfora llena de útiles monedas de oro, a cambio de la paz eterna. Será un buen negocio para «mi fantasma». Y para mí, claro está.

La busqué y la encontré. Eso sucedió hace quince días. Estaba en el mismo sitio. En el mismo banco. Esa vez tuve más coraje, o menos miedo, o más codicia. Cuando me tendió la mano, hice lo mismo con la mía y caminé hacia ella, rezando mentalmente sin vergüenza alguna. Y me tomó de la mano. Y no era una mano con la frialdad de la muerte, sino viva, tibia, mano de novia que esperó cien años y durante cien años acumuló caricias en cada uno de sus poros. Tiró suavemente de mí y me llevó a los fondos.

Bajamos por una escalera que llevaba a los sótanos, cuya existencia yo no conocía, recorrimos un estrecho corredor hasta llegar a una pared que lo limitaba, y cuando pensé que iba a atravesar la pared dejándome solo, se detuvo, y señaló el piso. Una gran losa se dibujaba nítidamente, y en el centro, una herrumbrada argolla de hierro. Comprendí, allí estaba el entierro.

Durante dos horas trabajé como un loco, tironeando con uno y otro sentido la pesada piedra. Ella sentada cerca, con el rostro hermoso graciosamente apoyado en las manos, en actitud de damita fina que ve trabajar a un esclavo, me contemplaba. Por fin, la piedra salió de su emplazamiento. Hice un esfuerzo supremo, y quedó al descubierto la abertura. Pero no había allí un cántaro añoso, sino una larga cadenilla de oro, con un medallón. Levanté aquello, abrí el medallón y desde la profundidad de su heroísmo me sonrió el retrato del barbudo y gallardo oficial Mariscal López. Se lo ofrecí a ella.

También las manos de los fantasmas tiemblan de emoción. Lo juro. Apretó el retrato contra su pecho, y se fue despacito, flotando en actitud de rezo, y esta vez sí atravesó la pared, con su medallón acunado en la tibieza del encuentro.

Se habían reunido por fin. Dondequiera que estén son felices. Pero yo no. No aparece más, se fue definitivamente. Y no puedo evitar el sentirme un poco celoso. Además, aunque cavé tres metros en aquel sitio no había nada. Parece que los brasileros se me adelantaron. En Fin.



en Cuentos, microcuentos y anticuentos, 1987
















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