domingo, marzo 24, 2013

“Relámpagos”, de Jean Echenoz








     Capítulo 3


Con veintiochos años de edad, y ya dos metros de estatura, Gregor decide tomar un barco hacia los Estados Unidos de América. Desembarca en un muelle de Nueva York provisto de su pasaporte y de su bombín, de una maletita con apenas ropa, de otra con apenas instrumentos, de veinte dólares doblados en un bolsillo y en otro bolsillo una carta de recomendación para Thomas Edison.

Edison es un inventor rico y poderoso, director de la sociedad General Electric y tan famoso universalmente que por ejemplo, en vida, ha accedido ya al estatuto de personaje central de una novela de Villiers de L'Isle-Adam publicada por entregas a la sazón en París en la revista La Vie moderne. Autor de mil noventa y tres inventos —sin empacho en atribuirse un buen número de ellos realizados por otros—, reivindica fundamentalmente los del teléfono, el cine y la grabación de sonido, por no hablar de la electricidad, tema que ocupará no poco nuestra atención.

Después de inventar, tras multitud de otras cosas, la bombilla de incandescencia, Thomas Edison ha ideado un sistema de distribución para alimentar esas bombillas e inaugurar, dos años después, la primera central eléctrica del mundo. Al llegar Gregor, ésta suministra ya corriente continua de 110 voltios a cincuenta y nueve clientes residentes en Manhattan, en la periferia inmediata del laboratorio de Edison, pero, para el inventor, eso sólo supone un comienzo: acaba de desarrollar el sistema creando una red que comunica distintas fábricas y manufacturas, así como teatros repartidos por Nueva York. Todo ello está pidiendo a ojos vistas que se amplíe, pero requiere aportación de fondos e inversiones. Sin embargo, los financieros no parecen acabar de calibrar las ventajas de esa electricidad, salvo el más rico de todos ellos, un tal John Pierpont Morgan. Temible, temido por su poder y su endiablado mal genio, John Pierpont Morgan lo es también por su clarividencia: prefiriendo callar y aguardar el momento propicio, ha comprendido enseguida que, tras la invención del tornillo por Arquímedes, esa energía es lo mejor de cuanto se ha descubierto en la historia de las ciencias.

Gregor, con ser muy guapo no obstante su gigantismo, espigado, distinguido, de apariencia resuelta, largo rostro acotado por un elegante bigote, se muestra bastante intimidado al llegar a casa de Edison aun cuando éste no descollé por su físico, y tal vez precisamente por eso. Thomas Edison es un hombre feo, encorvado, desmañado y desagradable, que camina arrastrando los pies, de mirada huidiza, siempre embutido en batas de algodón beige o marronosas, confeccionadas por su mujer y que se abotona hasta la barbilla. Amén de eso, es sordo desde los trece años de resultas de una escarlatina traicionera, obstáculo que no le impidió imaginar y construir, siete años atrás, el primer fonógrafo.

Encima, cuando Gregor se presenta en su casa, Edison está de un humor de perros: en los últimos días se multiplican los incidentes en las instalaciones que trabajan con corriente continua, tanto en algunas empresas como en domicilios de particulares. Tras acudir todos sus ingenieros a reparar urgentemente la de los Vanderbilt, en la Quinta Avenida, una compañía de navegación acaba de comunicarle en ese instante que las dinamos del paquebote Oregon, suministradas por su sociedad, sufren también averías. Al tener que permanecer atracado, la compañía pierde a diario cuantiosas sumas y amenaza con querellarse contra Edison. Este, tan avaro como desagradable, carece de personal disponible cuando Gregor le alarga tímidamente la carta, que expone sus cualidades de electricista. Por si las moscas pero sin abrigar ninguna esperanza, Edison echa un vistazo al papel, sin mirar siquiera al joven, y lo envía a analizar la situación a bordo del Oregon.

A Gregor le cuesta lo suyo dar con el puerto y con el muelle donde está amarrado el paquebote, sobre el que vuelan gaviotas que captan su atención, pues siempre le ha interesado todo cuanto vuela, en especial, a saber por qué, palomas de toda suerte, tórtolas y demás familia. Pero, en fin, los gaviones tampoco carecen de interés. Tras mirarlos planear y zambullirse un rato, un hosco sobrecargo le indica el camino de la sala de máquinas, donde se encierra a solas con sus instrumentos. Se pone enseguida manos a la obra y arregla las dinamos durante la noche. Cuando regresa a las oficinas de Edison a la mañana siguiente, éste, sin decir una palabra, lo contrata como ayudante a cambio de un sueldo de botones.




2010

















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