sábado, enero 26, 2013

“Los insectos en los ojos del caballo”, de Peter Handke








Se describe cómo el padre, por lo general antes del amanecer, unce el caballo al carro; cómo agachado sobre la parte que va del corvejón a la rodilla, endereza la pata delantera del caballo, empecinadamente flexionada sobre el casco, y, una vez que lo hizo levantar, lo ubica entre las va­ras, al mismo tiempo que él se desprende con los cascos traseros.

Recuerdo cómo vuelve y hunde la cabeza y los hombros en el cuerpo del caballo, le palmea los muslos en aquel lu­gar donde el cuero se le agrieta en largas arrugas, mientras su boca dispara cortas y enérgicas órdenes. Siempre que el caballo adelanta esa pata intentando un movimien­to, la pata donde las largas arrugas se engurruñan, enco­gen y distienden en el cuero, adelanta la otra pata hacien­do un cambio de paso; recuerdo cómo golpea con su ma­no la carne del caballo, y cómo su mano se cierra en puño y cómo hunde su cabeza en la panza del caballo empapada en sudor, y como después el animal alinea elegantemente los cascos, y cómo, haciendo remilgos, se deja envarar, có­mo el padre deja de gritar, cómo suelta los empuñados dedos, con los que en un rápido movimiento levanta el sombrero del empedrado.

Siguen ahora los acostumbrados movimientos con que él se cubre la cabeza con el sombrero; los que hace para ir nuevamente hacia delante; los movimientos con que acos­tumbra dar vueltas alrededor del caballo, para probarlo; los movimientos con que en una de esas vueltas ajusta am­bos extremos de las varas a los aros que para eso están dispuestos en las cadenas de los arreos; los movimientos con los que entrelaza las cadenas a los extremos de las varas, ajustándolas a éstas, los movimientos con que se pasa el antebrazo sobre la cara sudada y después enjuga ese sudor en la pechera de la camisa "como la suciedad de la hoja de un cuchillo".

Esto, sin embargo, corresponde ya a otra descripción, en la que se explica cómo, en el camino de regreso desde el estanque, el carro con el pienso cortado se vuelca; cómo, a causa del accidente, las varas saltan de su encadena­miento, cómo el hombre, con la espalda apoyada contra las ruedas, mueve los arreos que están sobre un montón de piedras, al costado del camino, y cómo encadena por segunda vez el caballo a las varas. Pero cuando ha hecho todo esto y cuando se ha limpiado el sudor del rostro, no­ta sobre el dorso de las manos y sobre las mangas de la camisa las diminutas manchas de las moscas, que yo tam­bién encontraba frecuentemente en verano en mi cara cuan­do iba en bicicleta por el campo, y que yo colocaba una a una sobre una hoja de cuaderno en blanco, y que me ser­vían de signos de puntuación para las frases y oraciones que yo escribía por orden del padre.

"Las moscas están muertas". El se las quita de la ma­no restregando ésta contra el pecho; después dobla la mu­ñeca y se las quita también de las mangas "pero cuando él está en esto se levanta el sol. Al mismo tiempo que el sol, irrumpe el cálido viento en la penumbra, que no es luz ni madrugada, y en la que los movimientos parecen hasta ahora desdibujados y mortecinos, y arranca las largas som­bras de los objetos que están sobre la tierra, y ahueca y quiebra la cara del hombre", el cual, sin levantar la cabeza para atender al suceso, con las puntas de los dedos des­pega de la camisa los restos de las moscas.

Mientras su otra mano se dirige hacia el freno de boca, advierte las otras manchas negras borroneadas sobre el pantalón; las alas han quedado intactas, fijas y erguidas sobre las manchas. Envuelve entonces el índice con el pa­ñuelo, rasca las manchas de cada pierna y sacude el pa­ñuelo; más tarde, al mediodía, extenderá su pañuelo sobre el empedrado suelo de la iglesia, y, durante la transubstanciación del pan, después de haberse remangado los pan­talones para evitar arrugarse la raya, se arrodillará con una pierna sobre los restos de moscas aún pegados en el pa­ñuelo.

Sin embargo, no hemos llegado aún tan lejos. En nues­tra descripción lo hemos dejado en el punto en que está ante el caballo, y contábamos cómo, cuando sale el sol, mira las moscas más grandes "que se han reunido sobre los húmedos ojos abiertos del caballo como sobre excre­mentos frescos; y como están tan apretadamente juntas que mientras succionan y beben pueden apenas moverse,      la mayoría, aunque el caballo revuelva los ojos, permane­cen quietas sobre el borde de los párpados como si fueran una parte de esos ojos que se revuelven. Las pocas que se despegan y vuelan algo vuelven pronto a unirse al en­jambre o pululan buscando alrededor. Otro enjambre me­rodea en las ventanillas de las nariz del caballo. También el cuerpo y la curvatura bajo las crines son depredados por las moscas que se juntan sobre las rayas marcadas por el sudor". El padre observa al tábano, que, con las alas plegadas, se ubica sobre el ojo a través del apretado en­jambre. De su cuerpo gris se dice en la descripción que es largo, chato y angosto; es del tipo pequeño, cuyo vuelo aislado es casi silencioso, y que sólo se siente cuando pica atrás, en la piel del lomo. Desde la enorme faja trans­versal del bocado, debajo de la oreja, se desliza ahora hasta el borde de los ojos, sin que el deslizarse y el reptar de sus patas se hayan hecho notar. Muerde en el párpado superior entre medio del imbricado enjambre de moscas. El hombre no aparta la vista de él. Sus ojos están pro­fundamente hundidos en el cráneo y tienen el desvaído bri­llo de la vejez. "Se agitan al viento las cerdas de las colas, se agitan los tallos del pasto entre las piedras, se agitan las sombras de las crines sobre la frente; las sombras de las crines que se agitan sobre la frente y las sombras de los abrojos que se agitan entre las piedras se transforman en sombras del viento; no obstante, las materias más só­lidas del pienso todavía húmedo, de la horquilla hundida en el pienso, del carro mismo, del caballo y del hombre per­manecen inmóviles". Pero cuando el caballo, por así decir, estira el pescuezo y levanta la cabeza, y, por así decir, es­tira el pescuezo y levanta la cabeza, y, por así decir, la sacu­de, y, sin tener en cuenta el peso de la collera y de la pértiga salta hacia adelante y se encabrita, con él se po­nen en movimiento también las materias más sólidas y las sombras entretejidas a su alrededor. El hombre tira de la cadena ante el caballo asustado; el caballo se apoya con­tra el carro, las moscas levantan vuelo y cargan en tropel nuevamente sobre los ojos que habían quedado libres; el pienso se revuelve sobre las tablas; la horquilla comienza a tambalear; las ruedas desmadejan sus huellas en el te­rreno; las moscas pululan nuevamente sobre los ojos. "El tábano, pegado bajo el párpado, se eleva después de ha­ber picado; vuela al sesgo sobre el ojo "del caballo con su chato cuerpo extendido". Cuando rememoro ahora el cua­dro del caballo y del hombre que va al lado del caballo; mientras oigo el ruido, proveniente del patio, de la bicicle­ta que cae, y oigo todos aquellos ruidos; mientras busco los zapatos tanteando bajo la cama, recuerdo también el zumbar del moscardón, del gigantesco moscardón, que el caballo, otro caballo, con la cabeza lanzada hacia adelante, parecía escuchar; aquel zumbido, al acercarse se transfor­mó en un ronquido estremecedor, que de pronto enmude­ció; al mismo tiempo recuerdo cómo el caballo uncido al carro cargado de gavillas, inmediatamente, aún antes dé que lo picara el tábano, se había esparrancado y se esco­billaba los flancos con la cola; me acuerdo, mientras estoy ahora de pie, mientras voy a tientas hacia el ropero abier­to como Hans sacó del campo un tallo rígido; cómo el caballo, cuando desapareció el moscardón entre sus cri­nes depuso toda resistencia, peinó torpemente el aire con la cabeza; cómo se puso rígido del cogote para atrás; có­mo Hans tomó fácilmente el moscardón entre el pulgar y el índice, lo descabezó y lo arrancó completamente de la panza del caballo, recuerdo, mientras escojo de aquí, del armario, la ropa de los días festivos, cómo Hans, con el pulgar y el índice, ensartaba la punta del tallo arrancado del campo en el abultado trasero del moscardón; cómo pin­chaba una y otra vez al moscardón con el duro aguijón que se levantaba; cómo también el moscardón se levantaba y, encorvándose, daba coces contra el aguijón; cómo él, sin cansarse; seguía aguijonándolo, y cómo el moscardón se dio por vencido; recuerdo que entonces los hermanos, descalzos los tres, estaban parados entre los rastrojos del campo, que los tres, todavía con seis ojos, miraban el moscardón; cómo éste, amarillo y enojado con el aguijón artificial, se encogía ante mí, en la mano; como nosotros, con silbidos y gritos, lo achuchábamos para que volase; cómo mis de­dos hendían otra vez el aguijón; cómo él se desenrolló. le­vantó el vuelo sobre nosotros, y haciendo entonces una pirueta, roncando y zumbando y susurrando, se escapó y ya no pudimos más seguirlo, por más que diésemos ma­notazos y patadas, y se nos perdió de vista, aquel día de verano, en que lucía el sol, como también hoy luce, que era un domingo, que es un domingo en que yo desperté antes de tiempo, y despierto y semidespierto y durmiendo me acosté de nuevo, en que hasta en el sueño percibía entonces los ruidos del viento en el patio; que me asom­bré entonces por los ruidos; que pensé y reflexioné; que dormí y dormité, y que no salí nunca más del sueño, por­que me llamó la atención que el gorgotear de la cañería maestra detrás de la casa hubiese enmudecido; que ese gorgotear hubiese enmudecido; el gorgoteo cuyo enmudecimiento me hace acordar del hermano, del que no está más aquí, que por ahora no está más aquí, en este edificio, en este pueblo, en esta comarca, esta mañana de un vera­no, en que el sol me da en la cara; en que meto las ma­nos en el agua entibiada, desabrida y con color a tierra después de la tormenta de la noche anterior,–y choco sor­damente con mis uñas contra el fondo de la palangana. Nadie ve la cara del ciego en el espejo.




en Los avispones, 1980



















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