lunes, enero 21, 2013

"Los famosos paréntesis: alocución desde Radio Roma", de Ezra Pound






Esta es la voz de Europa. Habla Ezra Pound.

El que les habla es Ezra Pound. Pienso hablar más a Inglaterra que a los Estados Unidos, pero, amigos, pueden escucharme todos.

Se dice que los ingleses tienen cabeza de madera y los norteamericanos cabeza de calabaza. Es más fácil meterles cualquier cosa en la cabeza a los norteamericanos; pero es absolutamente imposible mantenérsela dentro por más de diez minutos.

Naturalmente, no sé si estoy haciendo algo de bueno; quiero decir bueno ahora; pero algo deberán ustedes aprender, gentes de ambos lados del Océano, guerra o no guerra, antes o después.

Ahora, lo que debo decir acerca del estado de ánimo de la Inglaterra de 1919 lo he dicho en mis Cantos XIV y XV.

Cualquiera de sus filosofastros y de sus pseudopensadores puede haberlo considerado el excremento de Inglaterra. Yo continuo diciendo que se trata de su estado de ánimo.

No puedo decir que mis observaciones hayan sido escuchadas. Pienso que fueron suficientemente simples. Palabras breves y bastante sencillas. De hecho, algunos han llegado a preguntarse por qué las palabras constaban de no más de cuatro o cinco letras; seis como máximo.

Ahora, yo sostengo que ningún católico ha experimentado dudas, ni las experimentará nunca por lo que yo he dicho en aquellos Cantos.

En cualquier caso, yo nunca he pleiteado por la simpatía cuando no he sido comprendido.

Yo marcho hacia adelante y trato de hacer aparecer claro, cada vez más claro, lo que quiero decir; y, en la distancia, los que me escuchan –y poquísimos lo hacen–, aquéllos que forman parte de esta pequeña y selecta minoría, sabrán más cosas, desde lejos, de aquéllos que escuchan, por ejemplo, a H. G. “Chubby” Wells y a los pedantes liberales.

Me explico: el otro día un amigo me dijo que se alegraba de que yo tuviera las ideas políticas que tengo, pero que no conseguía comprender cómo yo, ciudadano de los Estados Unidos de América, podía tenerlas.

Bueno. Me parece más bien fácil. Frecuentemente las cosas me parecen fáciles. Según el sistema de Confucio, poquísimos son los que parten de una manera justa y prosiguen: parten desde la base y prosiguen hacia lo alto. El esquema es, a menudo, fácil. Mientras que quien comienza a construir desde lo alto hasta abajo, se debate en el desorden.

Mi política me parece simple. Mi idea del Estado o del Imperio se parece a la de un erizo o un puerco espín: sólido y bien defendido. No me va la idea de que mi país sea como una sanguijuela, con endebles tentáculos y aquejado de úlcera gástrica y colitis.

Habría preferido que el amigo Hoover hubiese charlado sobre la fetidez y la podredumbre del Tratado de Versalles cuando estaba en la Casa Blanca. Pero estoy igualmente satisfecho de que lo haya hecho ahora, aún cuando haya debido confesar los propios errores. Siente todavía hoy el deber de alentar el bienestar americano.

De cualquier modo, yo personalmente, en principio, no tengo nada en contra de la anexión de Canadá y de todo el continente norteamericano por parte de los Estados Unidos.

La putrefacción del Imperio británico procede de su interior y si la sifilítica organización guiada por Montagu Collet Norman promueve la guerra en Canadá o en Alberta, no veo por qué razón Canadá no debe promover la guerra contra los hebreos de Londres, ya sean hebreos por nacimiento, ya lo sean por adopción.

Aquello contra lo cual me hallo presto a combatir es la existencia de hebreos ex europeos que obtengan una paz peor que la de Versalles, con dos docenas de nuevos Dantzigs. En particular, a lo que me opongo es a que los Estados Unidos se hagan conceder pequeñas bases militares en Aberdeen, Singapur, Dakar, en Sudáfrica y en el Océano Indico, que, como otros tantos mocosos, se cuelguen de sus pantalones y conviertan desgraciada y matemáticamente seguro el estallido de otra guerra por los Du Pont, los Vickers (...) diez o quince años después. Y a este fin trabajan, sordamente, noche y día, los Roosevelt, los Morgenthau, los Lehman, para no hablar de los Warburg.

Y a propósito de los Warburg, agradecería que Herbert Hoover dijese algo más sobre el fiasco de Versalles.

Dios sabe cuánto detestaba yo a Woodrow Wilson y no quisiera ver a un demente peor que Wilson hacer aún más daño a los Estados Unidos y a la Humanidad que el que hizo Woodrow.

Y cuanto antes toda América y toda Inglaterra abran los ojos y vean lo que están perpetrando los Warburg y los Roosevelt, tanto mejor será para la próxima generación y para la actual.

Y, como estadounidense, no veo a mi país, no quiero ver a mi país aniquilar a la población de Islandia del mismo modo que los ingleses aniquilaron a los maoríes.

Y, de ningún modo, no quiero que mis compatriotas, entre los veinte y los cuarenta años, sean mandados al matadero por favorecer el tráfico de la droga y los otros tráficos ilícitos de los judíos británicos en Singapur y en Shangai. No es éste mi concepto del patriotismo estadounidense.

El centenario de la Guerra del Opio se avecina y aquella guerra no trajo ningún beneficio a los muchachos del Lancashire o del Sussex, ni tampoco ninguna prosperidad a Dorset o a Gloucester. Inglaterra ha sido duramente golpeada. ¡Oh, Dios mío! ¿qué se ha hecho?

¿La ha salvado el Rey? No. 
¿La han salvado los Goldschmitt? No. ¿Intenta Churchill salvarla? No.

Repito que la fetidez y la podredumbre de Inglaterra y los peligros para su Imperio se hallan en su interior, tal como ya sucedía en la época de Cromwell, y que ni los rabinos ni los banqueros de Wall Street o de Washington, por numerosos que sean, pueden hacer otra cosa por Inglaterra que abandonarla a su suerte. Es un pecado maldito que no se había cometido antes. Realmente, un auténtico pecado contra la misma Inglaterra.

Una paz con bases estadounidenses esparcidas sobre todo el planeta no sería una paz más verdadera que la de Versalles.

Según lo que puede observarse, Roosevelt se encuentra en manos de los hebreos más aún de lo que lo estuviera Wilson en 1919. Soy contrario a su injerencia en cualquier cuestión postbélica aún cuando me conste que tal toma de posición sea puramente académica.

Y pienso que es un bien para todos los hombres, desde la China hasta Ciudad de El Cabo, el descubrir lo más pronto posible lo que se está maquinando.

Que mantenga sus pies en el interior del continente norteamericano aunque ello signifique menos ventas de cañones por parte de sus compadres y de los diversos Goldberg.

Hace ocho años, Roosevelt proclamaba: “No debe temerse nada, salvo el temor”. Bien ¿Qué ha hecho Roosevelt durante tres años más que tratar de convertir en histérica esa afirmación? Ha hecho publicar ocho o diez veces su propia fotografía en un periódico llamado Life ¿Por qué? Jim Farley habría causado menos daño a la Casa Blanca que el snob Delano, el cual ha combatido a Farley no en cuestiones morales o éticas, sino exclusivamente sobre cuestiones snobs. Procuren que no sea uno de sus esbirros el llamado a sucederle.

¿Y qué decir de los sindicatos estadounidenses? ¿Cuándo empezarán los sindicatos estadounidense a ocuparse de la cuestión financiera?

Realmente, no cabe lugar para la duda. Incluso un peón debiera alcanzar a comprender que los intereses sobre las deudas no constituyen una base sólida para la moneda y su capacidad productiva.

Sí, pero, ¿lo comprenderán? ¿O continuarán, los peones y los expertos estadounidenses, Hoover incluido, dando largas al asunto en lo que concierne a la cuestión financiera?

Y llamo a esto cuestiones, no problemas.

¿Comenzarán los grandes legisladores laborales estadounidenses, o los financieros, todos salvo Baruch, a estudiar la solución de este problema, que es una solución fascista, en el sentido que tiene hoy este término en Europa?

Se trata de un problema, o cuestión, corporativo, lo que no significa reducir al hambre al trabajador, aniquilarlo por medio de la masa.

Sólo Dios sabe que yo no concibo cómo Estados Unidos pueda llegar a tener el Fascismo sin años de preparación preventiva.

También en este momento me parece que el problema de la moneda es aquél del cual se puede partir para salvar a Estados Unidos tal como he dicho y repetido muchas veces. Desde hace diez años. Veinte años.

En esto momentos parece que a John L. Lewis le sobra tiempo para leer mis libros a sus tropas, cuando en la Universidad de Harvard no consiguiera obtener el permiso del señor William G. Moostead para usarlo en la Facultad de Economía. Pero uno u otro deberán llegar al mismo resultado.

Bien, ahora sería intención mía decir algunas palabras a propósito de Baruch, un cierto señor Barney Baruch, pero lo haré la próxima vez que hable desde este micrófono.

Buenas noches. Han escuchado a Ezra Pound.








7 de diciembre de 1941










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