lunes, enero 28, 2013

“La isla”, de Aldous Huxley







Al elaborar un ideal
podemos dar por supuesto lo que deseamos,
pero es necesario evitar las imposibilidades.
Aristóteles



Capítulo I

Atención –comenzó a llamar de pronto una voz, y fue como si un oboe se hubiese vuelto de pronto capaz de pronunciación articulada–. Atención –repitió con el mismo tono alto, nasal y monocorde.

Echado como un cadáver entre las hojas muertas, el cabe­llo enmarañado, el rostro grotescamente sucio y magullado, Will Farnaby despertó con un sobresalto. Molly lo había llamado. Hora de despertar. Hora de vestirse. No se podía llegar tarde a la oficina.

–Gracias, querida –dijo, y se incorporó. Un agudo dolor le apuñaló la rodilla derecha, y sintió otros tipos de dolor en la espalda, los brazos, la frente.
–Atención –insistió la voz sin el menor cambio de tono. Apoyado en un codo, Will miró en torno y vio con des­concierto, no el empapelado gris y las cortinas amarillas de su dormitorio de Londres, sino un claro entre árboles y las largas sombras y luces sesgadas de las primeras horas de la mañana en un bosque.

¿Atención?
¿Por qué decía atención?

–Atención. Atención –insistió la voz.... ¡Cuan extraña, cuan insensata!
–¿Molly? –preguntó–. ¿Molly?

El nombre pareció abrir una ventana dentro de su ca­beza. De pronto, con esa sensación horriblemente familiar en la boca del estómago, olió el formol, vio a la pequeña y vivaz enfermera corriendo delante de él por el pasillo verde, oyó el seco crujir de su uniforme almidonado.

–Número cincuenta y cinco –decía la enfermera; se detuvo y abrió una puerta blanca.

Él entró y allí, en una alta cama blanca, estaba Molly. Molly, con la mitad de la cara cubierta de vendas y la boca cavernosamente abierta.

–Molly –gritó–, Molly... –Se le quebró la voz y rompió a llorar, implorando.– ¡Querida mía! –No reci­bió respuesta. A través de la boca abierta la rápida respira­ción superficial surgía ruidosa, una y otra vez.– Querida mía, querida... –De pronto la mano que sostenía cobró vida por un instante. Luego volvió a quedar inmóvil. –Soy yo –dijo–, Will.

Los dedos se agitaron una vez más. Lentamente, en lo que era sin duda un enorme esfuerzo, se cerraron sobre los de él, los apretaron un momento y volvieron a aflojarse, inertes.

–Atención –llamó la voz inhumana–. Atención. Había sido un accidente, se apresuró a asegurarse. El camino estaba húmedo, el coche había patinado sobre la lí­nea blanca. Era una de esas cosas que suceden a cada rato. Los periódicos están repletos de ellas; él mismo había in­formado de decenas de esos accidentes. "Madre y tres niños muertos en violento choque..." Pero eso no venía al caso. El caso es que cuando ella le preguntó si eso era el fin, él le dijo que sí; el caso era que menos de una hora después de terminado el último y vergonzoso encuentro bajo la lluvia. Molly se encontraba en la ambulancia, agonizante.

Will no la miró cuando ella se volvió para alejarse, no se atrevió a mirarla. Contemplar una vez más el pálido ros­tro sufriente habría sido demasiado para él. Ella se había levantado de la silla y cruzado la habitación con lentitud, para irse lentamente de su vida. ¿Debía llamarla, pedirle que lo perdonase, decirle que aún la amaba? ¿La había ama­do alguna vez?

Por centésima vez, el oboe vocal le exigió atención. Sí, ¿la había amado?

–Adiós, Will. –Recordó el susurro de Molly cuando se volvió en el umbral. Y fue ella quien lo dijo... en un murmullo, desde lo hondo del corazón.– Sigo amándote, Will... a pesar de todo.

Un momento después la puerta del departamento se cerró tras ella casi sin un sonido. Un pequeño chasquido seco, y Molly ya no estaba más allí.

El se puso de pie de un salto, corrió a la puerta y la abrió, escuchando los pasos que se alejaban por la escalera. Como un fantasma al alba, un leve perfume familiar per­sistía, a punto de desaparecer, en el aire. Volvió a cerrar la puerta, entró en su dormitorio gris y amarillo y miró por la ventana. Pasaron unos segundos y la vio cruzar e introdu­cirse en el coche. Oyó el chirrido del arranque, una, dos ve­ces, y luego el tamborileo del motor. ¿Debía abrir la ven­tana? "Espera, Molly, espera", se escuchó gritar con la imaginación. La ventana permaneció cerrada; el auto comen­zó a avanzar, dobló en la esquina y la calle quedó desierta. Era demasiado tarde. Demasiado tarde, ¡gracias a Dios!, dijo una grosera voz burlona. ¡Sí, gracias a Dios! Y sin embargo, ahí estaba el sentimiento de culpa en la boca del estómago. La culpabilidad, la dentellada del remordimien­to... pero a través del remordimiento podía sentir un ho­rrible regocijo. Alguien vil y obsceno y brutal, alguien ex­traño y odioso, que, sin embargo, era él mismo, pensaba alborozadamente que ahora no había nadie que le impidiera tener lo que deseaba. Y lo que deseaba era un perfume distinto, la tibieza y elasticidad de un cuerpo más joven.

–Atención –dijo el oboe. Sí, atención a la almizclada habitación de Babs, con su alcoba color frambuesa, sus dos ventanas que daban sobre Charing Cross Road y que eran contempladas toda la noche por el parpadeante resplandor de un enorme letrero de Porter's Gin situado en la vereda de enfrente. Ginebra en regio carmesí... y durante diez se­gundos la alcoba era el Sagrado Corazón, durante diez mila­grosos segundos la arrebolada cara tan próxima a la de él resplandecía como la de un serafín, transfigurada como por un fuego interno de amor. Uno, dos, tres, cuatro.. ¡Ah, Dios, que siga eternamente! Pero puntualmente al contar diez el reloj eléctrico encendía otra revelación... pero de muerte, del Horror Esencial; porque las luces, entonces, eran verdes, y durante diez repugnantes segundos la rosada alcoba de Babs se convertía en un útero de barro, y en la cama la propia Babs tenía un color cadavérico, como de un cadá­ver galvanizado en epilepsia póstuma. Cuando el Porter's Gin se proclamaba en verde, resultaba difícil olvidar lo sucedido y quién era uno. Lo único que se podía hacer era cerrar los ojos y hundirse –si se podía– más profunda­mente en el Otro Mundo de sensualidad, hundirse violenta, deliberadamente, en el enajenador frenesí al que la pobre Molly –Molly ("Atención") con sus vendajes, Molly en su húmeda tumba de Highgate, y Highgate, por supuesto, era el motivo de que uno cerrase los ojos cada vez que la luz verde convertía la desnudez de Babs en un cadáver– había sido siempre tan totalmente ajena. Y no sólo Molly. Detrás de sus párpados cerrados, Will veía a su madre, pálida como un camafeo, el rostro espiritualizado por el su­frimiento aceptado, las manos convertidas en monstruos subhumanos por la artritis. Su madre, y, detrás de su sillón de ruedas, casi al borde de la obesidad, temblando como gelatina con todos los sentimientos que jamás habían encontrado expresión en el amor consumado, su hermana Maud.

–¿Cómo puedes hacer eso, Will?
–Sí, ¿cómo puedes? –repetía Maud, llorosa, con su vi­brante voz de contralto.

No había respuesta. Es decir, no la había en palabras que pudiesen ser pronunciadas en presencia de ellas y que, una vez pronunciadas, esas dos mártires –la madre de su desdichado matrimonio, la hija de la piedad filial– pudie­sen entender No había respuesta, a no ser en palabras de la más obscena objetividad científica, de la más inadmi­sible franqueza. ¿Cómo podía hacer eso? Podía hacerlo, todas las razones prácticas lo obligaban a hacerlo, porque, bueno, porque Babs tenía ciertas particularidades físicas que Molly no poseía y en ciertos momentos se comportaba de un modo que a Molly le habría resultado impensable.

Se había producido un prolongado silencio; pero ahora, de repente, la extraña voz repitió su antiguo estribillo. –Atención. Atención.

Atención a Molly, atención a Maud y a su madre, aten­ción a Babs. Y de súbito otro recuerdo surgió de la bruma de vaguedad y confusión. La alcoba color frambuesa de Babs albergaba a otro huésped, y el cuerpo de su dueña se estremecía extáticamente con las caricias de otro. A la culpa que pesaba en el estómago se agregó entonces una angus­tia que atenazaba el corazón, un agarrotamiento de la gar­ganta.

–Atención.

La voz se había acercado, llamaba desde arriba, a la de­recha. Volvió la cabeza, trató de incorporarse para ver me­jor; pero el brazo que sostenía su peso comenzó a temblar, cedió y el cuerpo cayó otra vez entre las hojas. Demasiado fatigado para continuar recordando, se quedó echado durante largo tiempo, mirando a través de los párpados entrecerrados. ¿Dónde estaba y cómo demonios había llegado allí? No porque eso tuviese importancia alguna... Por el momento nada tenía importancia, salvo ese dolor, esa debilidad ani­quiladora. De cualquier modo, como cosa de interés cien­tífico...

Ese árbol, por ejemplo, bajo el cual (por ningún motivo que pudiese conocer) se encontraba, esa columna de corteza gris, con la bifurcación, muy en lo alto, de ramas moteadas por el sol, tenía que ser una haya. Pero en ese caso –y Will se admiró por ser tan lúcidamente lógica–, en ese caso las hojas no tenían derecho a ser tan sin duda alguna perennes. ¿Y por qué una haya habría de sacar sus raíces por sobre la superficie del suelo? Y los absurdos puntales de madera en los que se apoyaba la seudo haya... ¿en qué forma encajaban en el cuadro? Will recordó de pronto su peor verso favorito: "¿Quién apuntaló, preguntas, en aquella época mi espíritu?" Respuesta: ectoplasma conge­lado, Dalí Primitivo. Cosa que excluía definitivamente los Chiltern. Lo mismo que las mariposas que revoloteaban en el denso sol mantecoso. ¿Por qué eran tan grandes, tan im­probablemente cerúleas, de ojos y motas tan extravagantes? Púrpura sobre castaño, plata espolvoreada sobre esmeralda, sobre topacio, sobre zafiro. –Atención.

–¿Quién está ahí? –preguntó Will Farnaby, con voz que pretendía ser fuerte y formidable; pero lo único que salió de su boca fue un graznido leve y tembloroso.

Hubo un silencio prolongado y, en apariencia, profunda­mente amenazador. Desde el hueco de entre dos puntales de árboles apareció por un momento un enorme ciempiés negro; luego se alejó corriendo sobre su regimiento de patas carmesíes y desapareció en otra hendidura del ectoplasma cubierto de liquen.

–¿Quién está ahí? –graznó otra vez. Hubo un susurro de hojas entre los matorrales de la iz­quierda y de repente, como un cucú de un reloj de habita­ción infantil, surgió un enorme pájaro negro, del tamaño de un grajo.... sólo que, ni falta hace decirlo, no era un grajo. Agitó un par de alas con las puntas blancas y, hen­diendo el espacio, se poso en la rama más baja de un arbolillo muerto, a unos cinco metros de donde se encontraba Will. Advirtió que su pico era anaranjado y tenía un manchón implume, amarillento, debajo de cada ojo, barbas color canario que le cubrían los costados y la parte trasera de la, cabeza con una gruesa peluca de carne desnuda. El pájaro inclinó la cabeza y lo miró primero con el ojo derecho y luego con el izquierdo. Después abrió el pico anaranjado, silbó diez o doce notas de una pequeña melodía en escala pentatónica, hizo un ruido como de quien tiene hipo y, en una frase canturreada, do sol do, dijo: "Ahora y aquí, mu­chachos; ahora y aquí, muchachos." Las palabras oprimieron un disparador, y súbitamente lo recordó todo. Esa era Pala, la formidable isla, el lugar que ningún periodista había visitado nunca. Y ahora debía de ser la mañana siguiente a la tarde en que cometió la ton­tería de zarpar solo de la bahía de Rendang-Lobo. Lo recordó todo: la blanca vela curvada por el viento en imi­tación de un gigantesco pétalo de magnolia, el agua hirvien­do en la proa, el chisporroteo de diamantes en las crestas de todas las olas, y entre una y otra, el jade arrugado de las aguas. Y hacia el este, al otro lado del estrecho, ¡qué nubes, qué prodigios de blancura esculpida sobre los vol­canes de Pala! Y sentado ante la caña del timón se sor­prendió cantando... se sorprendió, cosa increíble, en el acto de sentirse inequívocamente feliz.

–Tres, tres para los rivales –había declamado al viento. –Dos, dos para los jóvenes puros, ataviados de verde. Uno es uno, y está solo...

Sí, solo. Completamente solo en la enorme joya del mar. –Y siempre será así.

Después de lo cual, ni qué decirlo, sucedió aquello con­tra lo cual lo habían prevenido todos los marinos cautelosos y experimentados. La negra turbonada salida de ninguna parte, el repentino e insensato frenesí del viento y la lluvia y las olas...

–Ahora y aquí, muchachos –entonó el pájaro–. Ahora y aquí, muchachos.

Lo realmente extraordinario era que estuviese ahí, refle­xionó, bajo los árboles, y no allá, en el fondo del estrecho de Pala, o, peor aun, hecho pedazos al pie de los arrecifes. Porque incluso después de que logró, por puro milagro, llevar el yate semihundido a través de las rompientes y en­callarlo en la única playa de arena de todos los kilómetros de costa rocosa de Pala, aun entonces no había terminado todo. Los riscos se erguían sobre él, pero en la boca de la cueva había Una especie de barranco por el cual descendía un pequeño torrente en una sucesión de delgadas cascadas, y entre las paredes de caliza gris crecían árboles y arbustos.

Ciento ochenta o doscientos metros de ascensión en la roca... con zapatos de tenis y todos los puntos de apoyo resbala­dizos por el agua. Y después, ¡Dios!, las serpientes. La ne­gra, enroscada en la rama de la cual se sostenía para subir. Y cinco minutos después, la verde, enorme, en el saliente a que se disponía a trepar. El terror había sido reemplazado por un terror infinitamente más grande. La visión de la ser­piente lo sobresaltó, lo obligó a retirar el pie con violencia, y ese movimiento repentino e impremeditado le hizo perder el equilibrio. Durante un largo y enfermizo segundo, con la espantosa conciencia de que ese era el fin, se tambaleó en el borde. Luego cayó. La muerte, la muerte, la muerte. Y entonces, con el ruido de madera astillada en los oídos, se encontró aferrado a las ramas de un arbolillo, el rostro arañado, la rodilla derecha magullada y sangrante, pero vivo. Reinició penosamente la ascensión. Experimentaba un dolor insoportable en la rodilla, pero siguió trepando. No había otra alternativa. Y entonces empezó a disiparse la luz. Al final ascendía casi en la obscuridad, movido por la fe, por la desesperación pura. –Ahora y aquí, muchachos –gritó el pájaro. Pero Will Farnaby no estaba allí ni en ese momento. Es­taba en la pared de roca, estaba en el terrible momento de la caída. Las hojas secas crujieron bajo su cuerpo; tem­bló. Violenta, incontrolablemente, tembló de pies a cabeza.




en La isla, 1962














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