miércoles, diciembre 12, 2012

"La enfermedad como metáfora", de Susan Sontag

Fragmentos de los capítulos II y III





Suele concebirse la tuberculosis como una enfermedad de la pobreza y de las privaciones; de vestimentas ralas, cuerpos flacos, habitaciones frías, mala higiene y comida insuficiente. La pobreza puede no ser tan literal como la del desván de Mimí en La Boheme; la tuberculosa Margarita Gautier de La dama de las camelias vive en el lujo, pero por dentro es una paria. El cáncer en cambio es una enfermedad de clase media, que asociamos con la opulencia, con el exceso. En los países ricos es donde más cáncer hay, y su aumento se atribuye en parte a un régimen rico en grasas y proteínas y a los efluvios tóxicos de la economía industrial que crea la opulencia. Asociamos el tratamiento de la tuberculosis con la estimulación del apetito, y el del cáncer con la náusea y la pérdida de apetito. Los desnutridos se nutren, ay, en vano. Los excesivamente nutridos son incapaces de comer.

Se pensaba que un cambio de ambiente podía ayudar, y hasta curar a los tuberculosos. Corría la caprichosa idea de que la tuberculosis era una enfermedad húmeda, una enfermedad de ciudades húmedas, lientas. El interior del cuerpo se había mojado (se usaba mucho la frase «humedad en los pulmones») y había que secarlo. Los médicos aconsejaban viajar a sitios altos y secos —las montañas, el desierto—. Pero se cree que ningún cambio de ambiente ayuda al canceroso. La batalla se libra íntegra dentro del propio cuerpo. Algún agente ambiental pudo haberlo causado, se acostumbra pensar. Pero una vez el cáncer declarado, su marcha ya no puede invertirse ni aminorarse mediante el desplazamiento a un ambiente mejor (menos cancerígeno).

Se piensa que la tuberculosis es relativamente indolora. Al cáncer se lo hace siempre un tormento de dolor. La tuberculosis ha de desembocar en una muerte fácil; el cáncer, en una muerte espectacularmente espantosa. Durante más de cuatrocientos años la tuberculosis fue el modo preferido de atribuirle un sentido a la muerte, fue una enfermedad edificante, refinada. La literatura del siglo XIX está plagada de tuberculosos que mueren casi sin síntomas, sin miedo, beatíficos, especialmente gente joven —como Little Eva en La cabaña del tío Tom, Pablo, el hijo de Dombey, en Dombey e hijo, y Smike en Nicholas Nickleby, en donde Dickens [1] describe la tuberculosis como la «aterradora enfermedad» que «refina» la muerte quitándole sus aspectos groseros... en que la batalla entre el alma y el cuerpo es tan gradual, tranquila y solemne, y el resultado tan seguro, que día a día y grano a grano, la parte mortal se consume y se marchita, de modo que el espíritu se aligera y se llena de esperanzas por su peso menguante...

Compárense estas muertes ennoblecedoras, plácidas, con las atormentadas muertes de cáncer del padre de Eugene Gant en Del tiempo y del río de Tilomas Wolfe, y de la hermana en el film Gritos y susurros de Ingmar Bergman. El tuberculoso moribundo aparece más bello y espiritual; el que muere de cáncer ha perdido toda capacidad de superación, humillado por el miedo y el dolor.

Tales, los contrastes que se observan en la mitología popular que rodea ambas enfermedades. Por supuesto, muchos tuberculosos han muerto en medio de espantosos dolores, y ciertos cancerosos mueren con poco o ningún dolor; ricos y pobres sufren de tuberculosis y cáncer, y no todo tuberculoso tose. Pero el mito persiste. Es cierto que la forma más frecuente de la tuberculosis afecta los pulmones, pero no es por eso que la gente cree que esta enfermedad, al contrario del cáncer, afecta a un solo órgano. Es que los mitos que rodean a la tuberculosis no se adaptan al cerebro, la laringe, los riñones, los huesos largos y demás sitios en que puede proliferar el bacilo, y en cambio sí se adaptan a lo que la fantasía tradicional (respiración, vida) atribuye a los pulmones.

Mientras que la tuberculosis hace suyas las cualidades propias de los pulmones, situados en la parte superior y espiritualizada del cuerpo, es notorio que el cáncer elige partes del cuerpo (colon, vejiga, recto, senos, cuello del útero, próstata, testículos) que no se confiesan fácilmente. Un tumor acarrea generalmente un sentimiento de vergüenza, pero dada la jerarquía de los órganos, el cáncer de pulmón parece menos vergonzoso que el de recto. Y en las novelas comerciales de hoy, hay una forma no tumoral del cáncer que hace el papel que antes monopolizaba la tuberculosis, el de la enfermedad romántica que trunca una vida joven. (La heroína de Love Story, de Erich Segal, muere de leucemia —la forma «blanca» o tubercular de la enfermedad, que no pide cirugía mutiladora— y no de cáncer de estómago o de pecho.) Metafóricamente, una enfermedad de los pulmones es una enfermedad del alma.[2] El cáncer, que se declara en cualquier parte del cuerpo, es una enfermedad del cuerpo. Lejos de revelar nada espiritual, revela que el cuerpo, desgraciadamente, no es más que el cuerpo.

Estas imágenes proliferan porque se considera que ambas, tuberculosis y cáncer, son mucho más que enfermedades que suelen (o solían) ser fatales. Se las identifica con la misma muerte. En Nicholas Nickleby, Dickens apostrofa a la tuberculosis como la enfermedad en que la vida y la muerte están tan extrañamente mezcladas que la muerte adquiere la luz y el matiz de la vida, y la vida, la forma desvaída y temible de la muerte; una enfermedad que la medicina nunca curó, que la fortuna nunca previno, y de la que la pobreza no alardea de estar a salvo...

Y Kafka escribía a Max Brod en octubre de 1917 que había «llegado a pensar que la tuberculosis... no es ninguna enfermedad especial, o que no merece ningún nombre especial, sino sólo el germen de la misma muerte, intensificado...». El cáncer inspira pensamientos análogos. Georg Groddeck, cuyas notables opiniones sobre el cáncer en El libro de Ello (1923) anticipan las de Wilhelm Reich, escribía:

De todas las teorías propuestas sobre el cáncer, a mi parecer una sola ha sobrevivido al paso del tiempo, y es que el cáncer, pasando por etapas bien definidas, lleva a la muerte. Con ello quiero decir que lo que no es fatal no es cáncer. De ahí podéis concluir que no tengo ninguna esperanza de que se descubra algún nuevo método para curar el cáncer... (sino sólo) los muchos casos de supuestos cánceres...

Pese a los progresos en el tratamiento del cáncer, mucha gente sigue creyendo en la ecuación de Groddeck: cáncer = muerte. Pero las metáforas que rodean la tuberculosis y el cáncer son muy reveladoras de la idea de lo mórbido, y de cómo esta idea ha ido evolucionando desde el siglo XIX (cuando la tuberculosis era la forma de muerte más corriente) hasta nuestros tiempos (en que la enfermedad más temida es el cáncer). Los románticos moralizaron la muerte de un nuevo modo: la tuberculosis disolvía el cuerpo, grosero, volvía etérea la personalidad, ensanchaba la conciencia. Fantaseando acerca de la tuberculosis también era posible estetizar la muerte. Thoreau, que tenía tuberculosis, escribía en 1852: «La muerte y la enfermedad suelen ser hermosas, como la fiebre tísica de la consunción». Nadie piensa del cáncer lo que se pensaba de la tuberculosis —que era una muerte decorativa, a menudo lírica—. El cáncer sigue siendo un tema raro y escandaloso en la poesía, y es inimaginable estetizar esta enfermedad.



III

La semejanza notable entre los mitos de la tuberculosis y del cáncer se debe, en primer término, a que se cree, o se creía, que ambas son enfermedades de la pasión. La fiebre, en la tuberculosis, era signo de un abrasamiento interior: al tuberculoso lo «consume» el ardor, ese ardor que lleva a la disolución del cuerpo. El uso de metáforas propias de la tuberculosis para describir el amor —la imagen de un amor «enfermizo», de una pasión que «consume»— es muy anterior al movimiento romántico.[3] A partir de los románticos se invierte la imagen, y se concibe la tuberculosis como una variante de la enfermedad del amor. En una desgarradora carta del 1º de noviembre de 1820, Keats, separado para siempre de Fanny Brawne, escribe desde Nápoles: «Si tuviera la mínima posibilidad de mejorarme (de la tuberculosis), esta pasión me mataría». Como lo explica un personaje de La montaña mágica: «Los síntomas de una enfermedad son la manifestación disfrazada del poder del amor; y toda enfermedad no es más que el amor transformado».

Tal como se pensaba que la tuberculosis provenía de un exceso de pasión que afectaba a quien pecaba de temerario y sensual, muchos hay que creen hoy día que el cáncer se debe a una insuficiencia de pasión, que aqueja a los reprimidos sexuales, los inhibidos, poco espontáneos, incapaces de cólera. Estos diagnósticos aparentemente opuestos son en realidad versiones no tan dispares del mismo punto de vista (y en mi opinión merecen el mismo grado de confianza), puesto que ambas descripciones psicológicas recalcan la insuficiencia o el fallo de la energía vital. Por mucho que se ensalzase la tuberculosis como enfermedad de la pasión, también se la atribuía a la represión. El noble héroe de El inmoralista de Gide contrae tuberculosis (paralelo de lo que Gide veía como su propia historia) por haber reprimido su verdadera naturaleza sexual; cuando Michel acepta la vida, se recobra. Con esta trama, hoy Michel hubiera tenido cáncer.

Tal como hoy el cáncer es el precio de la represión, así se explicaba la tuberculosis como el estrago de la frustración. Lo que se llama una vida sexual liberada es hoy para cierta gente un seguro contra el cáncer, prácticamente por las mismas razones por las que se solía prescribir una mayor vida sexual como terapia para tuberculosos. En The Wings of the Dove, el médico de Milly Theale le aconseja un amor como cura de la tuberculosis; y al descubrir la duplicidad de Merton Densher, cortejante suyo pero secretamente comprometido con su amiga Kate Croy, Milly se muere. Y en su carta de 1820 Keats exclamaba: «Mi querido Brown, hubiera debido hacerla mía cuando estaba sano, y así hubiera seguido sano».

Según la mitología, hay siempre un sentimiento apasionado que provoca y que se manifiesta en un brote de tuberculosis. Pero las pasiones deben ser frustradas, las esperanzas deben marchitar. La pasión era casi siempre el amor, pero también podía ser la política o la moral. Al final de Vísperas (1860) de Turguenev, Insarov, el joven revolucionario búlgaro exiliado que protagoniza la novela, se da cuenta de que no puede volver a Bulgaria. En un hotel de Venecia se enferma de nostalgia y frustración, contrae tuberculosis y muere.

Según la mitología, lo que generalmente causa el cáncer es la represión constante de un sentimiento. En la forma primitiva y más optimista de esta fantasía, el sentimiento reprimido era de orden sexual; ahora, cambio notable, la causa del cáncer es la represión de sentimientos violentos. La pasión frustrada que mató a Insarov era el idealismo. La pasión reprimida que la gente cree que da cáncer es la rabia. No hay Insarovs modernos. Hay en cambio cancerófobos como Norman Mailer, que explicó hace poco que de no haber apuñalado a su mujer (dando teatral salida a un «nido de sentimientos asesinos») habría tenido cáncer «muriéndome yo mismo a los pocos años». Es la misma fantasía ligada en otra época a la tuberculosis, sólo que en una versión más sórdida.

Buena parte de las fantasías actuales que asocian el cáncer con la represión de una pasión se deben a Wilhelm Reich, que definió el cáncer como «una enfermedad que nace de la represión emocional; un encogimiento bioenergético, una pérdida, de esperanzas.». Reich dio como ejemplo de su teoría el cáncer de Freud, que para él se había declarado cuando Freud, hombre apasionado por naturaleza y «muy infeliz en su matrimonio», se entregó a la resignación:

Llevaba una vida de familia muy calma y tranquila, pero no hay duda de que genitalmente estaba muy poco satisfecho. Tanto su resignación como su cáncer lo demuestran. Tuvo que abandonar sus placeres personales, sus gustos personales, en su edad madura... si mi visión del cáncer es correcta, uno abandona, renuncia; entonces se encoge.










1978








Fotografía original de Jill Krementz









[1] Casi un siglo después, en su edición póstuma de los diarios de Katherine Mansfield, John Middleton Murry usa el mismo lenguaje para describir a Mansfield en el último día de su vida. «Nunca he visto ni veré a nadie tan bello como ella ese día; era como si la exquisita perfección tan suya la hubiera poseído totalmente. Para usar sus propias palabras, el último grano de “sedimento”, los últimos “vestigios de degradación terrenal” habían marchado para siempre. Pero había perdido su vida para salvarla».

[2] Los hermanos Goncourt, en su novela Madame Gervatsats (1869), llaman a la tuberculosis «esta enfermedad de las partes elevadas y nobles del ser humano», comparándola con «las enfermedades de los órganos toscos y bajos del cuerpo, que entorpecen y ensucian la muerte del paciente...». Thomas Mann, en uno de sus primeros cuentos, «Tristán», escribe de la joven esposa con tuberculosis de tráquea: «...la tráquea, no los pulmones, ¡gracias a Dios! Pero habría que ver, de haber sido sólo los pulmones, si la nueva paciente hubiera tenido un aspecto más puro y etéreo, más alejado de las tribulaciones de este mundo, que el que tenía, recostada, pálida y cansada en su casto sillón de esmalte blanco, junto a su robusto mando, escuchando la conversación».

[3] Como en el Acto II, segunda escena de The Man of Mode (1676) de sir George Etherege: «Cuando el amor cae enfermo, lo mejor que podemos hacer es darle muerte violenta; no tolero la tortura de una pasión prolongada y consuntiva».














1 comentario:

Nata dijo...

Que interesante aquello de que el cancer surge de la represión...Me falta digerir más el texto,pero esto es algo de lo más sencillo ( dentro de lo poco ) que he leido de Sontag :)