domingo, abril 29, 2012

“Sopla el viento”, de Katherine Mansfield







Repentinamente... horriblemente... ella se despierta. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar su cama. Las hojas pasan aleteando frente a su ventana, alejándose hacia arriba; en la avenida un periódico completo se agita en el aire como una cometa perdida y cae clavándose en un pino. Hace frío. El verano ha terminado... es otoño, todo es feo. Los carros pasan ruidosamente, balanceándose de lado a lado; des chinos avanzan a pasitos cargados con un balancín de madera del que penden los cestos cargados de verduras... sus coletas y sus blusas azules volando al viento. Un perro blanco de tres patas pasa aullando frente a la cerca. ¡Todo ha termi­nado! ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo! Y ella empieza a reco­gerse el pelo con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar en el espejo. En el vestíbulo, mamá había con la abuela.

–¡Una perfecta idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste... Ahora mi mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se quema el porridge! ¡Oh, cielos, este viento!

A las diez tiene lección de música. Ante esta idea, em­pieza a sonar en su cabeza el movimiento en tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el re­doble de pequeños tambores... Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela por encima de la cintura, ella trata de bajársela, de metérsela entre las piernas mientras se agacha, pero de nada sirve... el viento se la levanta. Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores tan rápido como pue­de, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice.

–¡Por el amor de Dios, dejen cerrada la puerta del fren­te! ¡Entren por atrás! –grita alguien. Y después la voz de Bogey:
–Mamá, te llaman por teléfono. Teléfono, mamá. Es el carnicero.

¡Qué horrible es la vida... un asco, simplemente un asco! Y ahora, para colmo, se le ha roto el elástico del sombrero. Por supuesto. Se pondrá su vieja boina y se escabullirá por atrás. Pero mamá la ha visto.

–¡Matilde! ¡Matilde! ¡Regresa de inmediato! ¿Qué diablos te has puesto en la cabeza? Parece un cubretetera. ¿Y por qué tienes esa melena cubriéndote la frente?
–No puedo demorarme, mamá. Llegaré tarde a mi clase.
–¡Regresa de inmediato!

No lo hará. No lo hará. Odia a su madre.

–¡Vete al infierno! –grita, y corre calle abajo.

En olas, en nubes, en grandes remolinos el polvo golpea, trayendo con él briznas de paja y pedregullo y abono. Los árboles de los jardines rugen y, desde el fondo de la calle donde vive el señor Bullen ¡llega el lamento del mar: “¡Ah... ah...!”.

Pero la sala del señor Bullen está silenciosa como una caverna. Las ventanas están: cerradas; entrecerrados los pos­tigos, y ella no ha llegado tarde. La chica–que–está–antes ha comenzado a tocar “A un iceberg”, de MacDowell. El señor Bullen le lanza una mirada y esboza una sonrisa.

–Siéntate –te dice–. Siéntate en un rincón del sofá, damita.

Qué divertido es. No es que se ríe de uno, exactamen­te... pero hay algo... ¡Oh, qué tranquilo está todo aquí! Le gusta esta habitación. Huele a sarga, a humo rancio y a crisantemos. Hay un gran jarrón lleno de crisantemos sobre la chimenea, junto a la desteñida fotografía de Ru­binstein... a mon ami Robert Bullen... Sobre el negro y reluciente piano está colgado “Soledad”, un cuadro que representa a una mujer morena y trágica vestida de blanco, sentada sobre una roca con las piernas cruzadas y el men­tón apoyado en las manos.

–¡No, no! –dice el señor Bullen, y se inclina sobre la otra chica y toca ese pasaje en el piano, pasando sus manos por encima de los hombros de la otra. ¡La muy estúpida... se sonroja! ¡Qué ridícula!

Ahora la chica–que–está–antes se ha Ido, la puerta del frente se cierra de un portazo. El señor Bullen regresa y camina de arriba a abajo muy suavemente, esperándola, ¡Qué extraordinario! Sus dedos tiemblan tanto que no puede deshacer el nudo de su carpeta de música. Es el viento... Y su corazón late con tanta violencia que le parece que le levanta y le baja la blusa con cada latido. El señor Bullen no dice una palabra. En el ajado y rojo taburete del piano entran dos personas. El señor Bullen se sienta junto a ella.

–¿Empiezo con las escalas? –pregunta ella, retorcién­dose las manos–. También tenía unos arpegios.

Pero él no responde. Ella cree que ni siquiera la ha oído... y entonces, de repente, su fresca mano, la que tiene el anillo, se extiende y abre el tomo de Beethoven.

–Vamos a hacer algo del viejo maestro –dice.

Pero por qué le habla con tanta amabilidad... con tantí­sima amabilidad... y como si se conocieran desde muchí­simo tiempo atrás y lo supieran todo uno del otro.

Lentamente, él vuelve la página. Ella observa su mano... es una mano hermosa y siempre parece recién lavada.

–Estamos aquí –dice el señor Bullen.

Oh, esa voz amable... Oh, ese movimiento en tono menor. Aquí vienen los pequeños tambores...

–¿Hago la repetición?
–Sí, pequeña.

Su voz es demasiado, demasiado amable, las corcheas y los trinos bailan de arriba a abajo en el pentagrama come negritos sobre una cerca. Por qué es tan... Ella no llorará... no tiene por qué llorar...

–¿Qué te pasa, pequeña?

El señor Bullen le toma las manos. Su hombro está justo junto a su cabeza. Se apoya un poquito en él, pone su mejilla contra la áspera mezclilla.

–La vida es tan horrible –murmura, pero siente en absoluto que sea horrible. El dice algo acerca de “esperar” y “marcar el tiempo” y “ese raro ser que es unas mujer”, pero ella no lo escucha. Es tan cómodo esto… Para siempre.

De repente la puerta se abre y aparece Marías que ha llegado horas antes de su clase.

–Toca el alegretto un poco más rápido –dijo el señor Bullen, y se levanta y empieza a caminar de arriba a, abajo una vez más.
–Siéntate en el rincón del sofá, damita –le dice a Marie.

El viento, el viento. Es aterrador estar aquí sola en su cuarto. La cama, el espejo, el jarro y la jofaina blancos re­lucen como el cielo. La cama es lo más aterrador. Allí está, profundamente dormida... ¿Acaso mamá se imagina por un momento que ella zurcirá todas esos zoquetes anudados sobre la colcha que parecen serpientes? No lo hará. No, mamá. No veo por qué debo hacerlo... ¡El viento... el viento! Hay un raro olor a hollín que se cuela por la chi­menea. ¿Alguien le ha escrito poemas al viento?... “Traigo flores frescas a las hojas y lluvia”. ¡Qué tontería!

–¿Eres tú, Bogey?
–Vamos a caminar por la explanada, Matilde. No aguan­to más.
–Ahora mismo. Me pondré el impermeable. ¡Qué día es­pantoso!

El impermeable de Bogey es igual al de ella. Abrochándo­se el cuello, se mira en el espejo. Tiene el rostro pálido, los dos tienen los mismos ojos excitados y los labios ca­lientes. ¡Ah, qué bien conoce a esos dos del espejo! Hasta luego, querido, regresaremos pronto.

–Esto es mejor, ¿no es cierto?
–Agárrate de mi brazo –dice Bogey.

No pueden caminar tan rápido como quisieran. Con las cabezas gachas, apenas rozándose las piernas, dan zancadas como una sola y ansiosa persona a través de la ciu­dad, por el asfalto que zigzaguea y junto a! que crece sal­vaje el hinojo, hasta llegar a la explanada. Obscurece... empieza a obscurecer. El viento es tan fuerte que tienen que esforzarse por avanzar, tambaleándose como dos borrachos. Todas las pobres plantitas de pohutukawa de la explanada se doblan hasta el suelo. –¡Vamos! ¡Vamos! ¡Acerquémonos más! El mar está muy alto por encima de la escollera. Se qui­tan los sombreros y el pelo se les vuela hasta la boca, con gusto a sal. El mar está tan revuelto que las olas no rom­pen sino que golpean contra el áspero muro de piedra, absorbiendo las algas de los goteantes peldaños. Una fina llovizna de agua de mar azota la explanada. Bogey y ella están cubiertos de gotas, en la boca siente un sabor frío y húmedo.

A Bogey le está cambiando la voz. Cuando habla recorre todos los extremos de la escala. Es divertido... hace reír... y de algún modo está de acuerdo con el día. El viento se lleva sus voces... lejos vuelan sus frases como delgadas saetas.

–¡Más rápido! ¡Más rápido!

Ya está muy obscuro. En el puerto, las barcazas carbo­neras tienen dos luces: una en el mástil y otra en la popa.

–Mira, Bogey. Mira allí.

Un gran vapor negro que deja escapar una larga colum­na de humo, con las escotillas iluminadas, con luces en todas partes, está saliendo al mar. El viento no lo detiene, corta las olas en dirección al paso que se abre entre las rocas puntiagudas, en camino a... Es la luz lo que lo hace parecer tan bello y misterioso... Ellos están a bordo, con los brazos entrelazados y apoyados en la barandilla.

–...¿Quiénes son?
– Son hermanos.
–Mira, Bogey, allí está la ciudad. ¿No parece pequeña? Allí está al reloj del correo dando la hora por última vez. AHÍ está la explanada por la que caminamos aquel día ventoso. ¿Te acuerdas? Aquel día lloré en mi clase de música... ¡Cuántos años atrás! Adiós, islita, adiós…

Ahora la obscuridad extiende un manto sobre las aguas revueltas. Ya no se ven las siluetas de esos dos. Adiós, adiós. ¡No nos olviden!... Pero ahora el barco se ha ido. El viento... el viento.




en Dicha y otros cuentos, 1980












No hay comentarios.: