lunes, marzo 12, 2012

“Filosofar en femenino”, de Umberto Eco







La antigua afirmación filosófica de que el hombre es capaz de pensar en el infinito mientras la mujer da sentido a lo finito puede ser leída de diversas maneras: por ejemplo, suponer que como el hombre no sabe hacer niños, se consuela con las paradojas de Zenón.

Pero a partir de la afirmación del género se ha difundido la idea de que si bien la historia (al menos del siglo XX) nos ha hecho conocer grandes poetas y narradoras, y científicas de diversas disciplinas, no nos ha ofrecido mujeres filósofas ni matemáticas.

Desde hace mucho tiempo la distorsión del género ha dado lugar a la convicción de que las mujeres no han sido afines a la pintura, con las únicas excepciones de las conocidas Rosalba Carriera o Artemisia Gentileschi. Sin embargo, la ausencia de mujeres en ese campo era algo natural, ya que como la pintura se concentraba en los frescos de las iglesias, subir a los andamios con faldas no era algo decente, ni tampoco era tarea de mujeres dirigir un taller con 30 aprendices, ellas a duras penas podían hacer pintura de caballete. Es un poco como decir que los judíos se han destacado en muchas artes pero no en la pintura, hasta que llegó Chagall.

Es cierto que su cultura era eminentemente auditiva y no visual, y que no debían representar la divinidad por medio de imágenes, pero existe una producción visual de indudable interés en muchos manuscritos judíos. El problema es que era muy difícil, durante los siglos en los que el arte figurativo estuvo en manos de la iglesia, que un judío fuera estimulado a pintar madonnas y crucifixiones, y sería como asombrarse de que ningún judío se haya convertido en Papa.

Las crónicas de la Universidad de Bologna citan a profesoras como Bettisia Gozzadini y Novella d’Andrea, que eran tan bellas que debían dar sus lecciones detrás de un velo para no perturbar a los estudiantes, pero ninguna enseñaba filosofía.

En los manuales de filosofía no encontramos mujeres que enseñaran dialéctica o teología. Eloísa, la brillantísima e infeliz estudiante de Abelardo, tuvo que contentarse con ser abadesa. Pero el problema de las abadesas no debe tomarse con ligereza, y a él ha dedicado muchas páginas una mujer filósofa de nuestro tiempo como María Teresa Fumagalli. Una abadesa era una autoridad espiritual, organizativa y política y desempeñaba funciones intelectuales importantes en la sociedad medieval. Un buen manual de filosofía debe consignar entre los protagonistas de la historia del pensamiento a grandes místicas, como Catalina de Siena, por no hablar de Hildegarda de Bingen, que, en cuanto a visión metafísica y a perspectivas sobre lo infinito, resulta difícil de superar aún en nuestros días.

La objeción de que la mística no es filosofía no tiene fundamento, porque la historia de la filosofía reserva un espacio a grandes místicos como Suso, Tauler o Eckhart. Y decir que gran parte de la mística femenina daba mayor importancia al cuerpo que a las ideas abstractas sería como decir que de los manuales de filosofía habría que hacer desaparecer, entre otros, a Merleau-Ponty.

Las feministas hace tiempo han elegido a su heroína Hipatia, quien, en Alejandría, en el siglo V, era maestra de filosofía platónica y alta matemática. Hipatia se convirtió en un símbolo, pero de su obra prácticamente sólo quedó la leyenda, porque se perdió y también la propia Hipatia, literalmente hecha pedazos por una turba de cristianos enfurecidos, que según algunos historiadores fueron instigados por cierto Cirilo de Alejandría, quien, más tarde aunque no por esto, fue convertido en santo. ¿Pero sólo habrá existido Hipatia? Hace poco más de un mes fue publicado en Francia (en Arléa) un librito, Histoire des femmes philosophes. Según se revela, el autor, Gilles Mónage, vivía en el siglo XVII, era un latinista, preceptor de Madame de Sévigné y de Madame de Lafayette, y su libro, aparecido en 1690, se titulaba originalmente Mulierum philosopharum historia.

Hipatia no estaba nada sola: aunque está principalmente dedicado a la filosofía clásica, el libro de Mónage presenta una serie de figuras apasionantes: Diótima la socráte, Areté la cirenaica, Nicareté la megárica, Iparchia la cínica, Teodora la peripatética (en el sentido filosófico del término), Leoncia la epicúrea, Temistoclea la pitagórica. Y Mónage, tras examinar textos antiguos y la obra de los Padres de la Iglesia, llegó a citar a más de sesenta y cinco, si bien considerando la idea de filosofía en un sentido bastante amplio.

Si se toma en cuenta que en la sociedad griega la mujer era confinada tras los muros domésticos, que los filósofos preferían entretenerse con jovencitos y que para gozar de pública notoriedad una mujer debía ser cortesana, se comprenderá el enorme esfuerzo que deben haber hecho estas pensadoras para poder afirmarse. Por otra parte, como cortesana, pero de calidad, se recuerda a Aspasia, señalando que era versada en retórica y en filosofía y a quien (según da testimonios Plutarco, Sócrates frecuentaba con gran interés.

Me fui a hojear al menos tres enciclopedias filosóficas y de todos estos nombres (salvo Hipatia) no encontré ningún rastro. No es que no hayan existido mujeres filósofas. Es que los filósofos han preferido olvidarlas, aunque ojalá después se hayan apropiado de sus ideas.



en La Nación, Argentina, 4 de enero de 2004











1 comentario:

Anónimo dijo...

ta bueno

rm