viernes, febrero 17, 2012

“La playa mágica”, de Manuel Peyrou







Las nubes corrían hacia la luna. Por una ilusión óptica —o psicológica— también la luna parecía correr y hasta humanizarse en aquel proceso dramático en que moría la tarde. Hubiérase dicho —con una suficiente concesión a la fantasía— que un impulso de voluntad personal presidía la destreza con que sorteaba los pliegues blandos y grises, que la rodeaban en un caos tenebroso y flotante. Pero todo fue en vano. Después de luchar unos minutos, la luna desapareció. Y fue tan instantáneo su eclipse que Jorge Vane, en la explanada, se sobresaltó al interrumpir este hilo pueril de pensamientos. Le quedó tiempo, sin embargo, para imaginar algo que contrariaba bruscamente la humanización anterior de ese astro; pensó, más bien, que un dios oculto y expeditivo había apagado la luna antes de irse a dormir.

El parpadeo del faro iluminó entonces el espigón a intervalos fijos. Se oyó una voz femenina que llegaba de la playa y, a los cinco minutos, Clara van Domselaar subía la escalera de la explanada. Era una joven rubia, de estatura normal, angulosa, peinada según la moda de 1900. Bajo la estilizada disposición de los cabellos, el rostro era diáfano, expresivo, con cierta gravedad en la sonrisa; sus ojos eran grandes y claros, y éste es el único dato seguro acerca de su color, pues en algunos instantes parecían verdes y en otros resultaban azules; ese conjunto regular y, si se quiere, plácido, estaba cortado por una nariz audaz, levantada, que era todo un desafío. Frente a esa nariz era forzoso admitir que en días de tormenta lloviera adentro, o que en tiempos convulsos la confundieran con un manifiesto antisemita. Al llegar a la explanada, la muchacha se volvió y saludó a Vane con la mano. Y bajo el reflejo de la tarde su pelo brilló con un lento fulgor de oro apagado, como si en él se retrasara la última luz del crepúsculo.

—Le devuelvo su libro —dijo al llegar junto a Vane—; lo terminé en pocas horas.
—¿Le interesó? —interrogó Vane.
—Me intrigó, sobre todo —contestó la joven.
—A mí no me gustan los crímenes con bombones envenenados, flechas misteriosas y otras armas inusitadas —dijo Vane—. Me parece que son al cuento policial lo que la niña huérfana a la novela rosa; en su mecanismo es visible la mala fe...
—Sin embargo, un procedimiento complejo puede ser explicado por los conocimientos especiales que tenga el autor del crimen. Creo que usted me dijo ayer algo parecido...
—Sí. Eso me parece admisible —repuso Vane.
—Por ejemplo: si un médico quiere asesinar a alguien… —dijo la joven, arreglando una mecha rebelde de su pelo.
—A un médico le basta con equivocarse —comentó Vane.
—¡Oh, con usted no se puede hablar en serio! Le digo que conozco el caso de un médico que mató a una mujer de un modo muy sutil. Ella se iba a casar con otro. El médico tenía que aplicarle unas inyecciones. Despechado, dejó pasar unas burbujas de aire en la vena y ella murió de un síncope. Puede ser el principio de un tema, ¿no le parece? —terminó la joven con animación.

Subieron a la terraza del Casino y se sentaron en dos grandes sillones, frente a una mesa que dominaba el mar.

—Yo voy a tomar un cognac en vaso grande —dijo Clara.
—A mí tráigame un whisky con ginger ale —ordenó Vane al mozo. Luego Volvió su rostro hacia la joven, que fijaba en él una limpia mirada, y continuó—: El caso del médico asesino es interesante, pero su desarrollo, que es lo que importa desde el punto de vista policial, me parece complicado...

Una animada conversación, llena de exclamaciones y risas, hizo callar a Vane. Era el general Tulio Brunelli, que subía con sus ayudantes Publio y Tito. Pomposo, con la cabeza hacia atrás, Brunelli esbozó un saludo lateral y breve y se sentó a una mesa próxima. Publio y Tito saludaron con más llaneza y se instalaron a su lado. Tito era un joven muy alto, excesivamente delgado, que caminaba con cierta flojera, como si las piernas le colgaran en vez de sostenerlo; Publio, en cambio, era muy pequeño, aplomado, con las cejas espesas y unos ojos diminutos; parecía un gnomo afeitado. El general Brunelli —hombre atezado, de regular altura, mentón enérgico y cejas pobladas —llegaba de un país que en aquel ciclo de los días se asemejó peligrosamente al Destino (por la forma de atacar), y cuya preferencia por el modo indirecto se prueba con una cicatriz que tiene Francia en la espalda. En esos tiempos de diplomacia dinámica y renovadora, el general Brunelli no ofrecía credenciales oficiales: era, simplemente, enviado personal de un gran caudillo.

El general y su séquito ocupaban todo el segundo piso del Hotel Casino; en el tercero, en dos habitaciones, vivían Jorge Vane y su secretario, Jeffries.

Como en esa época el país aún se conservaba neutral, las relaciones entre Vane y Brunelli se mantenían dentro de un plano que el primero designaba como de paz armada, “no tan amena, por supuesto, como una guerra desarmada, pero al menos tolerable”. Vane, de vez en cuando, lanzaba cordiales ofensivas de buen humor que Brunelli resistía impertérrito. Hablaba, por ejemplo, de una oficina en el país de Brunelli, dedicada a investigar los hechos heroicos y los que, gracias a una adecuada interpretación, merecían ser considerados como tales. Hábiles sabuesos, hechos en tiempos de paz a la investigación de crímenes, robos y estafas, acompañaban a los ejércitos, a la espera de cualquier actitud que mereciera una citación en la orden del día. Otros pesquisantes —psicólogos— interpretaban las reacciones físicas y morales y clasificaban y encasillaban todo acto que pudiera merecer la cruz de guerra.

Se realizaron milagros de hermenéutica con el fin de dar salida a la producción en masa de insignias y medallas. Y Vane afirmaba que Brunelli había logrado su ascenso a general en virtud de haberse retirado al trote de su bridón en el curso de aquella célebre batalla en que todo el ejército se retiró al galope. El jefe del cuerpo de pesquisantes militares calificó esta hazaña como “magnífico ejemplo de Fuga relativa”.

—Parece que el general también escribe —dijo Clara—. He visto que estaba en el hall firmando unos volúmenes. ¿Se tratará de novelas policiales?
—No creo que le interesen los crímenes, salvo en gran escala. Debe tratarse de una colección de libros sobre estrategia, que ha ofrecido al gobierno para la enseñanza en los institutos técnicos. Creo que el primero se llama La retirada como solución momentánea, y el segundo, Técnica del armisticio.
—¡Oh, usted inventó esos títulos! —exclamó la Joven.
—El último de esos títulos —continuó Vane con falsa gravedad— contiene un sesudo estudio sobre las banderas de parlamento: tamaño reglamentario, forma, calidad del tafetán empleado y (detalle apasionante) facilidad y rapidez para enarbolarlas. Yo pienso que en todo esto hay un exceso de bizantinismo. Al fin y al cabo, si alguna vez la camisa de Nemrod sirvió de estandarte, cualquier otra prenda puede ser útil en la hora infausta de la entrega...

El viento barrió las grandes masas de nubes y de nuevo la luna, intensa, flotó sobre los fragmentos grises y desmadejados. Clara volvió el rostro y la plateada luz marcó la curva de su mejilla; Vane la miró y en su cara se esbozó una ligera ansiedad. Pero si algo quiso expresar, debemos suponer que lo que después dijo no era lo que pensaba.

—Creo que en Santa Ana se cometió, hace tres meses, un crimen que nadie ha logrado explicar aún —dijo, mientras llenaba de nuevo las copas—. Se ha construido con esto una leyenda, pero yo no he conseguido que nadie me relate los hechos con claridad.
—Sí. El asesinato de Laurentino Azevedo, padre de mi amiga Delia —respondió Clara—, Conozco los detalles. Azevedo fue muerto de un balazo en la espalda el día primero de octubre. El crimen se descubrió a la mañana siguiente. La bala entró por la espalda y se incrustó, después, en el reloj de Azevedo, que se detuvo. Marcaba las once. La policía sospechó en seguida de Ricardo Grollmann, sobrino de Azevedo, porque se encontró en la casa un sombrero de su propiedad. Además, se supo entonces que Delia no era más que hija adoptiva de Azevedo y que éste pensaba hacer testamento el día siguiente; se proponía desheredar a Ricardo y legar su fortuna a Delia. Ricardo fue detenido y, después de largo interrogatorio, confesó su crimen. Sin embargo, el comisario Velho de Barbosa —hombre muy hábil— observó que Ricardo había estado en el club la noche del crimen desde las diez y media hasta las doce. Más de veinte personas atestiguaron el hecho. Ante esa comprobación, volvió a interrogar a Ricardo Y éste, finalmente, dijo la verdad: él no era el asesino de Azevedo, pero había confesado para salvar a alguien.
—¿Dijo el nombre de esa persona? —interrogó Vane, encendiendo un cigarrillo.
—No. Afirmó, además, que no lo diría por nada en el mundo. El hecho es que actualmente la investigación está paralizada.

En ese momento, Marco, otro de los hombres del séquito de Brunelli, salió con paso vivo del Casino y se dirigió a la mesa de su jefe. Era un hombre de regular estatura, nada corpulento pero fuerte, que causaba la impresión (indefinible, ya que no se basaba en nada concreto) de ser menos temperamental que sus compañeros. Habló unos instantes con el general Brunelli, que le contestó en forma enérgica, y luego saludó y giró sobre sus talones. Al pasar frente a Vane, éste vio en su rostro una brusca palidez, que acentuó sus rasgos finos y el brillo de sus ojos negros.

—Tengo una impresión curiosa —dijo Vane a Clara, que lo miraba con asombro—; me parece que estamos viviendo en dos planos a la vez. Uno es el del asesinato de Azevedo, que usted me ha relatado tan concisamente; otro pudiera ser el de la génesis de algo extraño, que posiblemente ya está en marcha en este instante.
—¡Qué original! —dijo Clara, que exageraba cortésmente la impresión que le suscitaban las paradojas de Vane.
—No tanto. Ya los judíos llamaban Gnosis al conocimiento intuitivo de los misterios. Siempre he pensado que los terapeutas y los eremitas eran los detectives del más allá. Pero yo prefiero a veces estar de este lado y razonar. Usted dijo que Ricardo estaba en el club desde cerca de una hora antes que el crimen se cometiera. Bien. También me dio una escueta versión de los hechos. Pero me gustaría saber algo del carácter de Azevedo y de sus costumbres.
—Era un anciano maniático, dueño de una famosa colección de relojes de todas las épocas y estilos. También coleccionaba otros objetos, pero los relojes constituían su pasión. Creo que la colección se compone de quinientos ejemplares.

Vane aspiró profundamente el humo del cigarrillo y miró hacia el espigón. La luz de la luna, borradas ya las últimas nubes, caía sobre la suave rampa arenosa y sobre el largo brazo de piedra donde rompían las olas; atrás, como en una decoración teatral, aparecía el faro, muy nítido.

—Es curioso que en un crimen cuya coartada es una cuestión de tiempo aparezca un coleccionista de relojes, ¿no le parece? —dijo Vane mirando hacia la playa.
—Sí. Pero no olvide que Ricardo había confesado y que la coartada funcionó al revés, pues lo obligó a declararse inocente —aclaró la joven.
—Es verdad. De todos modos, no se habrá hecho lo suficiente si no se especula sobre esta faz del problema. Conviene, también, indagar el espíritu del coleccionista. Este no ama las cosas con amor de hombre común, sino de don Juan, ¿no lo cree usted? Es, a un tiempo, apasionado y versátil. También es cruel. Una inexperta estampilla del Uruguay no debe hacerse ilusiones con su dueño; es muy posible que pronto sea engañada con otra del Congo Belga. La verdad es que las cosas no tienen trascendencia por sí mismas; sólo pueden satisfacer la pasión del coleccionista mediante la acumulación de ejemplares. Y mientras más ejemplares tiene un coleccionista menos atención presta a cada uno. No le preocupa, además —y esto no deja de ser interesante—, el destino para que fue fabricada una cosa. Si un hombre tiene un reloj es para saber la hora; si tiene quinientos, es probable que pida la hora a la telefonista.
—¿Qué quiere demostrar usted? —interrogó Clara, levantándose. Dio unos pasos por la explanada. Y volvió a sentarse.
—Quiero insinuar que un hombre que tiene quinientos relojes no se preocupa de un simple reloj.
—¿Entonces? —insistió Clara, que parecía vislumbrar la solución.
—Creo que Azevedo hizo algo o dejó de hacer algo que favoreció un error cometido por Barbosa. Ahora necesito su colaboración. El día del crimen o el día anterior, ¿hubo algún cambio en la hora oficial?
—Sí —dijo Clara, con alivio—; el primero de octubre empezó a regir el atraso de la hora.
—Entonces el asunto es claro. Azevedo se olvidó de atrasar la hora. Ricardo lo mató a las once del horario anterior y llegó al club a las diez y cuarto o diez y veinte del actual. Pero no se dio cuenta de la coartada que el destino le ofrecía, y cuando lo abrumaron a preguntas, confesó. Barbosa descubrió la contradicción y, en un exceso de celo, imaginó que Ricardo mentía para salvar a alguien. Cuando volvió a interrogar al detenido y le hizo notar la falsedad de su declaración, Ricardo pescó al vuelo la coartada que el detective le facilitaba y la utilizó para desdecirse. ¡Pero ya decía yo que estábamos en dos planos a la vez! ¡Venga conmigo al otro lado!
—¿A qué lado? No entiendo —balbuceó Clara—. ¿Cómo quiere que vaya al otro lado?
—¡Es fácil, corra conmigo hacia la playa!

Clara se levantó y miró hacia el mar. En la mitad del espigón estaban dos hombres. Uno era de estatura elevadísima; el otro, muy pequeño. A la distancia se percibieron los movimientos de una animada discusión o de una lucha; un segundo después, sonó un tiro y el gigante cayó.

Vane y Clara bajaron la escalera y corrieron hacia la playa. Con instintivo impulso, Vane miró hacia atrás: el general Brunelli también corría, junto a los hombres de su séquito. Durante dos largos minutos, Clara y el joven hundieron trabajosamente sus pies en la arena y su marcha se hizo más lenta; Brunelli y sus compañeros los alcanzaron, y todos se detuvieron al principio de la rampa. Tenía un suave declive y por ella se subía al espigón. Entonces vieron que dos personas se les habían adelantado: un pescador llamado Bautista, que tenía su negocio cerca del Casino, y el capitán Marco. Bautista hablaba animadamente. Decía:

—¡Un enano mató a Petersen! ¡Le aseguro!

Y Marco, después de leve vacilación:

—Por más enano que sea tiene que haber salido por alguna parte...
—¡Era como él! ¡Era como él! —gritó el pescador, señalando a Publio desde arriba.
—¡Mida sus palabras! —gritó el jefe—. Publio ha estado conmigo todo el tiempo y hemos presenciado el hecho desde lejos.
—Así es —completó Vane—. Yo puedo atestiguarlo.

Se disponían a cruzar la franja final de arena que los separaba del espigón cuando Vane los contuvo gritando:

—¡Por favor! ¡Deténganse! ¡De aquí en adelante no hay más que tres clases de huellas!

Entonces vieron que, en efecto, el acceso al espigón sólo ofrecía las huellas ascendentes de tres personas. La marea de la tarde había alisado esa parte de la playa, y nadie había caminado por allí hasta que el gigante Petersen subió para encender la luz del faro. Las huellas restantes eran las de Bautista y Marco.

El hombre asesinado —Joannes Petersen— era el cuidador del faro; exánime y tendido en las piedras, no modificaba de ningún modo la impresión de gigantismo producida a la distancia; sus manos eran enormes, así como sus pies y su cabeza. Pronto el grupo se ensanchó con la gente que llegaba de la playa; arreciaron las conjeturas y las exclamaciones y, con cierto impresionante y lento formalismo, la autoridad se hizo cargo del asunto.

Esa noche, después de la cena, Vane caminó por la playa desierta durante media hora; nadie supo la naturaleza de sus pensamientos, pero es lógico imaginar que eran confusos y heterogéneos. Cuando volvió al Casino encontró a Clara, seguida de varios jóvenes, como un cometa Y su estela. Pensó retirarse, pero ello lo alcanzó.

—¿Se sabe ya algo concreto?
—Nada más concreto que un enano —repuso Vane.

Llegaron al bar, se sentaron en dos altos bancos frente al mostrador, y Vane pidió al mozo dos whiskies.

—Usted parece preocupado... —dijo Clara.
—Sí. Me parece que éste no es un asunto de orden interno ni un crimen vulgar. Estoy seguro de que es casi un acto de guerra.
—¡Un acto de guerra! —exclamó la joven.
—¿Ha encontrado usted alguna vez un hombre apasionadamente rengo? —continuó Vane.
—¡Apasionadamente rengo! ¡Qué desatino!
—¿Qué me dice usted del exaltado lirismo de los tullidos? —prosiguió Vane imperturbable—. ¿La vida interior de los tuertos no le resulta apasionante? Debe ser curiosa esa impresión de mirar siempre el mundo por el ojo de la cerradura.
—No entiendo su idea.
—Hoy he visto un hombre muy pequeño, en cuyos ojos sorprendí reflejos de una astucia diabólica; era un cuerpo minúsculo y contrahecho, pero allí estaba concentrada un alma potente y audaz. Se me ocurrió que era un alma demasido grande para ese cuerpo y que lo rebasaba. Y se le escapaba, no sólo por el aliento, sino por los ojos y hasta por las manos. Yo creo que el alma luchaba por hacer que el cuerpo del hombre creciera unos veinte centímetros... Sin embargo, sé muy bien que Publio no es el asesino; yo mismo lo vi correr detrás de nosotros en el muelle.
—Aparte de crecer, ¿qué otra cosa puede hacer un enano para salvarse? —dijo bruscamente Clara, con una expresión entre enigmática y soñadora.

Jorge Vane olvidó pronto sus confusas ideas acerca de la relación entre alma y cuerpo, o entre continente y contenido, y se dedicó a buscar por todas partes al exiguo y misterioso asesino de Petersen. Pasó revista a todos los homunculi, reales o imaginarios, de que tenía noticia y caminó largamente por la playa, mientras Clara jugaba en las mesas de ruleta o bailaba en el salón del Casino. Transcurrieron veinticuatro horas y Vane no encontró, entre las personas que habitaban el lugar, ningún hombre o mujer que respondieran, ni remotamente, a la imagen entrevista en el muelle. Sólo Publio, nervioso secuaz del general Brunelli, era de la talla del asesino, pero todo el mundo podía jurar que durante el hecho estuvo junto a su jefe, frente a la mesa de la terraza.

Al atardecer llegó a la capital el inspector Velho de Barbosa y se hizo cargo de la pesquisa. Era un hombre delgado, con nariz de pájaro y ojos pequeños y vivos. Conocía su oficio y tardó pocos minutos en recoger los elementos esenciales de toda investigación. En una transitoria oficina, instalada en un pequeño salón del Casino, recibió las declaraciones de los testigos y conversó largamente con Jorge Vane.

—Esta mañana recibí un telegrama de mi gobierno. Me ordena volver de inmediato —dijo Vane, de cara a la ventana y con la vista fija en el muelle—; sin embargo, me gustaría saber algo antes de salir. Tengo la seguridad de que esto tiene algo que ver con la guerra y que se trata de un asunto de espionaje.
—¿En qué basa usted su idea?— inquirió el falcónido inspector.
—Anoche pasó por aquí un convoy de sesenta barcos mercantes, acompañados por tres cruceros. Suponga usted que la señal convenida para avisar a los submarinos fuera la interrupción de la luz del faro. El espía fue al muelle con ese propósito, pero el gigante Petersen se interpuso. El asesino, después, no pudo consumar su propósito por falta de tiempo.

Barbosa no contestó y Vane miró hacia la playa. A diferencia de la noche anterior, en que las nubes y la luna luchaban entre sí por el dominio del cielo, esta vez el astro monótono flotaba plácidamente en un cielo oscuro y vacío.

Hubo un silencio, cortado por un creciente murmullo exterior. La puerta se abrió y apareció Clara. Estaba vestida con un traje azul, de mangas cortas, y su piel, quemada por el sol, parecía más oscura que de costumbre. Sus ojos claros brillaban.

—Tengo un indicio —dijo, ante el gesto contrariado del inspector, que indudablemente no toleraba la intromisión femenina en asuntos de la burocracia policial—; pero no sé en contra o en favor de quién es el indicio.
—¿De qué se trata? —interrogó Vane.
—Se trata de esto: desde ayer por la tarde, después del asesinato, Marco no abandona al pequeño Publio. Está a su lado todo el tiempo, como para evitar que cometa alguna indiscreción o arriesgue alguna palabra comprometedora.
—Hemos hablado tanto de que un pigmeo mató a Petersen que es muy posible que también Marco sospeche de Publio —comentó el inspector.
—Publio está descartado —objetó Vane—; estaba junto a nosotros cuando ocurrió el crimen. Además, sólo Marco y Bautista estuvieron en el espigón después que Petersen. Lo hemos comprobado por las huellas. El hombre de Liliput que mató a Petersen tuvo que llegar allí de un modo casi mágico.
—¿Y si hubiera llegado en una lancha? —propuso el inspector, pedestre—. Un barco más grande podría esperarlo mar afuera. Un barco... o un submarino,
—Imposible —dijo Vane—. A una milla de la playa los arrecifes y los bajos de Punta Delgada se unen con los que salen de Cabo Lammont. Anoche estuve estudiando eso. Toda esta parte del mar es, en realidad, un gran lago. No hay cómo entrar ahí, ni aún en un bote de poco calado.
—Entonces me rindo —dijo Barbosa—. En muchas millas a la redonda no hay un hombre que responda a las características del que mató a Petersen.
—Ahí van —dijo Clara acercándose a la ventana—. Miren ustedes: Marco no abandona al pigmeo.

Miraron hacia la playa y vieron a Marco caminando junto a Publio. El enano avanzaba rápidamente, como si quisiera desasirse de Marco, pero éste no le perdía pisada. Cuando llegaron frente a la ventana el inspector los detuvo:

—¿Quieren ustedes hacerme el favor de llamar a su jefe? Necesito hablar con él.
—Yo iré —dijo con decisión el pequeño Publio.
—Yo lo acompañaré —agregó Marco, y salió disparando junto a Publio.

El inspector, Vane y Clara se quedaron estupefactos. Luego Vane dijo:

—Voy a buscar inspiración junto a un vaso de cualquier cosa. ¿Me acompañan?

Salieron y bajaron a la explanada. Buscaron la misma mesa de la noche anterior y se sentaron. A los dos minutos apareció Brunelli y se detuvo frente a Vane.

—Me ha parecido que ustedes sospechan de mi ayudante Publio. Esa sospecha es incalificable.
—No la califique...

El general esbozó un gesto de impotencia, cerró los puños, contuvo una exclamación y siguió su marcha. Atrás pasaron Publio y Marco, en silencio y muy juntos. Y los diminutos ojos de Publio brillaban bajo la espesura de unas cejas tan frondosas que parecían haber crecido desde la noche anterior.

—Ya que no encontramos solución a este problema, hablemos de otros —dijo Vane, dirigiéndose al inspector—. Usted intervino, según creo, en el caso Azevedo.
—Así es —repuso Barbosa—. Un hombre, Ricardo Grollmann, confesó un crimen para salvar a alguien. Nunca logramos averiguar a quién encubría, pero la falsedad de la confesión se demostró después.
—Era una verdadera confesión —dijo Vane—; lo descubrimos anoche con Clara.
—No sea modesto; lo descubrió usted —cortó Clara, sin volver el rostro. Estaba mirando con atención hacia la playa y su perfil, en la dilusoria luz de la tarde, parecía más agudo aún e increíble.

Ante el agradecido asombro de Barbosa, Vane repitió su razonamiento de la noche anterior, mediante el cual se probaba que Grollmann era el asesino de Azevedo.

—Lo que tengo que hacer —dijo Barbosa— es comprobar si otros relojes de la colección dejaron de ser adelantados.
—Después de tres meses todos los relojes se habrán detenido, o alguien los habrá adelantado —opinó Vane.
—Es cierto. Este es un verdadero contraste en mi carrera policial...
—¿Contraste? —dijo Clara con animación—. Usted se refiere a la acepción de contratiempo, ¿no es así? No es lo mismo...
—¿Qué quiere usted decir? —interrogó Barbosa, acercando su nariz de pájaro. Las cejas, habitualmente obstinadas, se le enarcaron de asombro.
—Debí haberlo pensado —terció Vane—; pero los honores serán para usted, Clara.
—¿De qué están hablando ustedes? —volvió a in­terrogar Barbosa, ya en tono suplicante.
—¿Cómo se le ocurrió? —preguntó Vane, sin hacer caso de Barbosa.
—Quizá por esa palabra que usted dijo anoche: la Gno... este... la Gnosis, creo —contestó Clara con humildad ficticia.
—Señor Vane: con todo el respeto que ustedes merecen, me veo obligado a sugerir que las bromas combinadas para enardecer a un funcionario correcto, que dedica todos sus afanes... —empezó Barbosa en el colmo del desconcierto.
—Tranquilícese —cortó Vane—; no se trata de bromas. Sencillamente, cuando estábamos hablando del caso Azevedo, volvimos al caso Petersen. Eso es todo. Y creo que gracias a Clara van Domselaar esta noche usted podrá detener al asesino del gigante.
—Entonces, ¿quién es el asesino?
—!No lo sabemos. Sólo sabemos quién no es el asesino.
—Espero comprenderlos a ustedes mejor dentro de un rato —terminó Barbosa alejándose ofuscado.

Un viento destemplado empezó a soplar desde la playa y Clara estornudó. Hubo un instante de silencio y luego Clara estornudó nuevamente. —¡Qué nariz más incómoda! —dijo, sacando un minúsculo pañuelo.

—Nunca he pensado en la comodidad de las narices —repuso Vane—, pero sé que la suya es audaz y define su carácter. Desde que llegué aquí he estado pensando decirle algo que usted me sugiere, pero me contienen algunas cosas inútiles y terribles: las guerras, las distancias, la misión que debo cumplir, el viaje que inicio mañana...

Clara no contestó. Miró de frente a Vane y ninguna sombra empañó el metal impasible de sus ojos. Luego dijo con lentitud:

—¿Qué solución le damos a Barbosa?
—Es fácil: todo depende de un detalle que observaré luego. Vamos a citar a todos en la oficina de Barbosa para dentro de media hora.

A la hora fijada estaban en el despacho de Barbasa, Jorge Vane, Clara, el general Brunelli, Publio, Marco y Tito. Las ventanas abiertas dejaban pasar una brisa cada vez más fría. Algunas nubes de tormenta se acercaban a la luna. Poco a poco, el cielo de esa noche se iba pareciendo al de la noche anterior. La luz del faro empezó a iluminar el espigón.

—Señores —dijo Vane, ofreciendo cigarrillos a izquierda y derecha—: éste parecía ser un asunto sin pies ni cabeza, pero me he convencido de que anoche hubo, de ambas cosas, la cantidad necesaria: pies para llegar al espigón y cabeza para aprovechar una coartada excelente.

El diminuto Publio enrojeció, y los ojos casi se le perdieron en la maraña de las cejas.

—¿Usted no insinúa que mi investidura está comprometida en este asunto, no es así? —inquirió el general con pomposa lentitud.
—No —repuso Vane—. El crimen se cometió, por decido así, a sus espaldas. Como yo lo adelanté al comisario Barbosa, anoche pasó por aquí un convoy de sesenta barcos. Ayer, por la línea del Ferrocarril de Magnolia y Noroeste, llegó del Sur un hombre con instrucciones para comunicar la noticia a los submarinos que operan al norte del Cabo Lammont. La señal era una interrupción en la haz del faro. Pero ese hombre debió partir antes de la noche, debido a una nueva misión, más urgente, que se le encargó por telégrafo. Entonces decidió confiar el asunto a otra persona: el enano que todos vimos en el espigón.

Los ojos de Publio ardieron como dos brasas diminutas. Hizo un gesto hacia Vane, pero Brunelli lo contuvo con la mano. El general se adelantó hacia el joven y dijo:

—Esta expectativa es enervante. Dígame usted si es posible que Publio estuviera al mismo tiempo conmigo y matando a Petersen.
—Sólo en un sentido visual —repuso el joven—. Y nuestra excursión a Liliput fue decepcionante. Aquí hubo una peregrina coartada, basada en una ley de la perspectiva. Hace un tiempo, en este mismo lugar, se produjo un crimen, y la coartada resultó un asunto de tiempo: anoche fue cuestión de espacio. Petersen medía exactamente dos metros con tres centímetros. A su lado, y a cien metros de distancia, bajo la luz de la luna y contra el resplandor del faro, cualquier hombre de estatura normal resulta enano. Cuando el pescador Bautista formuló en una frase la ilusión colectiva, todos nosotros lo seguimos en el error, sin detenernos a analizar los hechos. Pero el asesino era un aficionado y perdió finalmente los estribos: se dedicó a exagerar la coartada, a parecer más alto de lo que es, a caminar todo el tiempo al lado de...

En ese instante, todos notaron que alguien había salido sigilosamente; la puerta quedó abierta y una corriente de aire dispersó los papeles de la mesa; Vane y Clara miraron hacia la explanada y vieron a Marco que corría por la playa.

—Esto compromete mi honor: nosotros no somos espías —dijo Brunelli conmovido—. Haré castigar al culpable.
—Creo que no es necesario —repuso Vane. Marco se había detenido; en su mano brilló un revólver y, un segundo después, sonó un disparo; su cuerpo, al desplomarse, se convirtió en un punto negro en la playa mágica.
—Ahora tiene la estatura de la muerte —dijo Clara mirando a Vane con ojos inexpresivos.
—No —repuso éste—; ahora ha logrado una estatura de hombre.



en La espada dormida, 1945









1 comentario:

Lupa Sívori dijo...

Buen cuento!! De Manuel Peyrou me fascina "La espada dormida", desborda originalidad.

Justamente lo recomendé en una nota en mi blog, donde también menciono algunos detalles del autor.
Creo que Peyrou es uno de los autores de la literatura policial argentina más interesantes.
Te invito a leer mi nota y decirme qué te parece.


http://viajarleyendo451.blogspot.com.ar/2013/08/una-espada-para-manuel.html


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Luciano