miércoles, junio 08, 2011

"La noche de los lápices", de María Seoane y Héctor Ruiz Núñez

El día sobre la noche





Pablo tenía contados noventa y siete días de encierro cuando de madrugada el traje a rayas lo arrastró fuera del calabozo. Estaba con la piel reseca, el pelo hasta los hombros, pegajoso, y se desmayaba por cualquier esfuerzo. Le iban a quitar los algodones que le infectaban los ojos. Cuando lo sentaron percibió un lugar distinto al de la pieza de torturas. Otros olores, otros ruidos.

Uno de los guardias le advirtió que no debía mirar porque allí había un teniente coronel.
Si lo reconocés, perdiste, pibe, le dijo.

Era imposible que lo viera. Desde hacía tiempo sólo distinguía los contornos y tenía nubes húmedas en los ojos. El médico lo agarró de atrás, le arrancó la venda y lo limpió con alcohol.
Aguantá si sos hombre.

Gritó con desesperación, mientras la cinta gomosa, podrida, se despegaba llevándose sus pestañas, las cejas, y el alcohol penetraba la piel llagada. Ubicó la voz del teniente coronel a sus espaldas.
A este chico hay que mejorarlo, mirá como está. Vas a pasar al PEN, pibe. Pero no le podemos sacar la foto así. Vaciló. Bueno, ¿qué hacemos? Le cortamos el pelo..., no. Qué se yo..., sacále la foto así.

Lo acomodaron para fotografiarlo de perfil. Se sintió asustado por este nuevo trato.
¿Dónde estoy?, preguntó.
Decíle señor. El guardia le pegó. ¿No escuchaste que es un teniente coronel?
Señor, ¿dónde estoy?, repitió.

Lo movieron, le agarraron las manos, los dedos. Le tomaron impresiones digitales.
Mirá, pibe, dijo el teniente coronel, ya estás bien, te vamos a sacar de acá. Pero te quiero hacer una advertencia: vos no sabés donde estuviste, ni con quien estuviste. Nunca contés nada, ¿entendido?

Mientras lo devolvían a la celda, aún con la soga al cuello, el guardia le dijo: "Esta noche te trasladan, no hables con nadie porque perdés. Quedáte tranquilo, salís en libertad". No podía creer que se iría de ese in¬fierno. ¿Y los chicos? ¿Se irían con él? ¿Qué era eso de PEN? ¿Lo llevarían esa misma noche a su casa? "A casa esta noche", repitió para que fuera cierto.

Cuando la guardia se alejó, le gritó a los chicos que "lo pasaban al PEN".
Bárbaro, Pablo, eso quiere decir que reaparecés. Reaparecés, flaco, le contestaron.
Creo que nos sacan a todos, dijo convencido.

Después, cuando el silencio cubrió la galería, pensó en Claudia. No quería irse sin verla. Entre ellos había nacido algo lindo, un cariño grande, producto de esa soledad. Ella le gustaba. Le gustaba cómo le hablaba de sus cosas; cómo le decía que él la ayudaba a vivir. Le dolía escucharla llorar, llamando a su madre. No sabía cómo consolarla, a veces tocaba la pared mientras hablaban, acariciaba el cemento imaginando que un calor igual llegaba desde el otro lado.

Alguien en el pasillo comentó que era 28 de diciembre "Día de los inocentes". No podía irse sin verla. Le pidió a uno de los guardias, un "blando", que lo llevara para despedirse de ella.
Bueno, pero te doy quince minutos. Y que no lo sepan porque me matan.
No te preocupes, le prometió. Gracias.

Cuando quedaron a solas, sin las vendas y desatados, se sentaron apretándose las manos, mirándose en silencio.
Gracias por las fuerzas que me das, Pablo.
No, no. Ya vas a salir vos...vas a salir enseguida. Cuando estemos afuera vamos a vernos, no sé...
No puedo darte nada, nada. Y la confesión llegó entre los sollozos. Me violaron en la tortura por atrás, por adelante... No puedo.
No llores, por favor. Pablo no sabía como reaccionar ante la confidencia inesperada, que lo cargaba a la vez de indignación y de impotencia. Y de ternura.
Ya se va a arreglar todo, en serio. La acarició.

Escucharon los pasos de la guardia.
Por favor, andá a lo de mis viejos. Mi dirección es 8, 1334. Decíles que estoy acá.

No supo qué otra cosa agregar, más que prometerle que iría a lo de sus padres. Estaba aturdido y lo tuvieron que empujar fuera de la celda. Si no hubiera sentido que le correspondía a él representar el papel de fuerte, se habría largado a llorar, desesperado.

En la madrugada, cuando lo vinieron a buscar, golpeó por última vez la pared de Claudia. La oyó triste, en un último pedido.
Todos los 31 de diciembre levantá la copa por mí, por todos. Yo ya estaré muerta.

Y no reparó en la ropa que trajeron para vestirlo, ni que el guardia lo arrastrara como a un perro. Gritó para ella, para todos los chicos.
No, no digas eso, por favor. ¡Van a salir! ¡Van a salir todos!, vas a ver.

Se escuchó bramando esa consigna mientras atravesaba la galería. Las rejas se cerraron detrás de él.

Cuando lo pusieron dentro del baúl de un Citroen, cuando ingresó a un taller que apestaba a grasa de autos y cuando, horas después, otro secuestrado le contó que estaba en la Brigada de Investigaciones de Quilmes, la voz de Claudia le apretaba el corazón.











1986















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