sábado, mayo 28, 2011

“Dietario voluble”, de Enrique Vila-Matas

Fragmento






«A falta de sol, aprendo a madurar en el hielo» (Henry Michaux).

He despertado cautivo del síndrome Oblómov, esa pulsión que toma su nombre de las costumbres apáticas del personaje de una novela que Iván Goncharov escribió en 1858. Oblómov es un joven y desvalido aristócrata, incapaz de hacer nada con su vida. Duerme mucho, lee algo, bosteza continuamente. Encogerse de hombros es su gesto preferido. Es de esa clase de personas que tienen la costumbre de reposar antes de fatigarse. Estar tumbado cuanto más tiempo mejor parece su única aspiración, su modesta rebeldía. Encarna al indiferente al mundo por excelencia. A lo largo de toda la novela de Goncharov, el joven Oblómov raramente sale de su habitación, donde permanece tumbado en un diván intentando evitar los problemas, las propuestas y las obligaciones que le llegan del exterior, y hasta muy avanzado el libro no le veremos, por primera vez, salir de la cama.

Invadido por la pereza y al ver que no pienso hacer nada, imagino, sin salir de la cama, que me han contratado para dar consejos al gobierno catalán. Me fijo en que si bien los días de la semana tienen nombre, las noches de la semana aún no han sido bautizadas por nadie. Decido entonces sugerirle al gobierno que comience a buscarles nombre a esas noches. Y me digo que por hoy ya he trabajado suficiente. ¿Le podría al gobierno interesar mi idea? Seguro que, como toman tantas iniciativas extravagantes, pensarían que una más no importa.

Llamo al amigo Jordi Llovet y le cuento que desde ayer trabajo para el gobierno catalán, al que le doy perezosamente consejos. «No das golpe, vamos», me dice. Un breve silencio. La casualidad quiere que pase a hablarme con entusiasmo nada menos que de Oblómov, del que me dice que es el emblema de cualquier ocioso o cansado que se precie. Y luego me habla también del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, que en sus últimos años se negaba a moverse de su cama y que pudo perfectamente ser uno de los componentes más secretos de la secta Oblómov... Me callo. Hago como si no supiera de qué secta me habla. Pero me acuerdo, me acuerdo muy bien de que la secta se reunía hace unos años en Nochebuena en el restaurante Oblomov de Glasgow. Que yo sepa, no hay otro restaurante con ese nombre en todo el mundo y ellos decidieron reunirse allí, en el 372 de Great Western Road, pero la cosa no funcionó porque el propietario, Oblomov, hombre activo donde los hubiera, se negó siempre a leer el libro ruso que lleva su nombre, y más aún a simpatizar con el personaje central de la novela. Al parecer, la actitud del restaurador escocés acabó propiciando el secretismo involuntario de la secta y, desde que dejaron de reunirse en Glasgow por estas fechas, la conjura de la secta Oblómov se ha deslizado hacia vericuetos subversivos y ultrasecretos.

«No trabajéis nunca», recuerdo que decía el graffiti que escribiera Guy Debord por todas las paredes del Barrio Latino de París en los años cincuenta. Creo que si nos negamos a trabajar, a la larga seremos premiados, como bien nos recuerda Bertrand Russell en su Elogio de la ociosidad: «Todos conocemos la historia de aquel viajero que vio en Nápoles a doce mendigos estirados al sol y ofreció una lira al más perezoso de todos. Once mendigos se levantaron de un salto para reclamarla, de manera que el viajero se la dio al que ni se había movido».

Es cansancio lo que me produce la búsqueda diaria de personas amables, educadas, con buen carácter. Cada día me siento más fatigado de todos esos seres que nos tratan tan mal. Es insoportable el malhumor general, la mala educación reinante. Cuanto más avanzamos en el estado del bienestar, más horrible y malhumorada se vuelve la gente. Tal vez es consecuencia de que ese bienestar lo estamos alcanzando por medio de luchas encarnizadas. Lo cierto es que el buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita nuestro mundo, y seguramente el buen carácter es consecuencia de la tranquilidad y no de progresos bestiales.

Oblómov me hace recordar una frase de Jules Renard: «Cuando la pereza te hace infeliz, tiene el mismo valor que el trabajo.» La verdad es que estoy tan cansado de no hacer nada que decido salir a la calle con la intención de dejar por un rato el diván y así hacer algo. Salgo con ganas de contarle al primero que encuentre lo primero que se me ocurra. Y así lo hago. Le cuento a bocajarro a un señor del barrio que Jordi Llovet escribe mis libros y hasta mi dietario. Y el hombre —se nota que no es de la secta Oblómov- sólo sabe soltarme una estupidez y muestra, además, muy malos modales. Me entran inmediatas ganas de volver a mi diván, pues descubro que la calle también me cansa. Decido que, a partir de ahora, no saldré de casa hasta que sepa con seguridad que la gente ha comenzado a tener cierto buen carácter.

Existe un punto a partir del cual ya no es posible regresar, y ése es el punto al hay que llegar. Alguien acaba de susurrarme esta frase al oído. Luego, despierto. Y es como si acabara de regresar de algún lugar, de alguna frase. Poco después recuerdo que en la realidad llegó la hora de regresar a Barcelona. Inicio entonces un viaje mínimo alrededor de mi cuarto de hotel de París. Me levanto, ando pausadamente hasta la pared del fondo. Paseó por la habitación. En la televisión suena música feliz de Bora—Bora. Vagabundeo mientras busco en mi paseo una épica íntima, la tranquila aventura del viaje mínimo.

Ya en el aeropuerto, me aburre la espera y acabo dedicado al juego de ser lo que no soy: un odiador. Nada me queda hoy en día tan lejos como el odio. Sin embargo, no he olvidado cómo es ese sentimiento. Comienzo el juego abominando de todos los extraños que me rodean. ¡Estaba demasiado bien en la soledad de mi cuarto! En Occidente cada día somos todos más estúpidos, etcétera. Y como estoy en el aeropuerto de Orly, no puedo evitar pensar que dentro de cuarenta años estará en el poder toda esa espantosa generación de niños visitantes de Eurodisney que andan ahora haciendo el indio en pequeños corros a mi alrededor. Me rodean como si vieran en mí a un hombre paciente, al padre perfecto. No saben los pobres lo mucho que los odio. «Cualquier persona inteligente o decente odia a la mitad de sus contemporáneos», escribió Cioran. Y seguramente se quedó corto en cuanto al porcentaje.

Me gustaría olvidarme de los niños y padres disneylándicos, pero no me dejan. Veo de pronto cómo un chiquillo tozudo salta como un cervatillo y, escapándose de sus padres que se disponían ya a embarcar, vuelve y vuelve, con siniestra reiteración, sobre los columpios y los toboganes de la zona habilitada en Orly para los niños de Eurodisney. Me acuerdo de Montaigne, para quien la tozudez constituye el signo más claro de la estupidez. Pero la tozudez, por sí sola, no es nada, depende de a qué se añada esa obstinación. Sin duda, la de ese niño de cinco años va añadida a los toboganes y a las orejas de Dumbo y, por tanto, es una estupidez pavorosamente burra.

Al entrar en el avión, veo que me ha tocado sentarme muy cerca de un matrimonio presumido que viaja precisamente con el niño tozudo y su hermanito, un bebé. La madre es relativamente guapa. En cuanto al padre, se parece al presidente Laporta y sonríe bobamente creyéndose perfecto. Ahí está —me digo— nada menos que el padre perfecto que siempre quise ser. Eso me hace odiarle instantáneamente. Pero tengo otros motivos para detestarle. Uno de ellos es que no quiero olvidarme de que juego a odiar. Pronto me llegan aún más motivos cuando el hermanito del niño tozudo se pone a berrear de forma estrepitosa, diría también que asquerosa. Trato de calmarme y para ello pienso en algo que dijera Roberto Bolaño acerca de los bebés: «Suelen llorar y uno no sabe, en la mayoría de los casos, qué hacer, si llorar con ellos o preguntarse qué es lo que ellos saben y que nosotros hemos olvidado. Los bebés son como un lenguaje olvidado...».

A pesar de calmarme a mí mismo con esas bellas palabras, el niño de mi avión no es poético. Es más, arma tal escándalo que acaba pareciéndome odioso, aunque no exactamente él, sino sus horribles padres, que se mueven como si estuvieran convencidos de que (basta ver las miradas complacientes de las azafatas hacia su pequeño monstruo chillón) el Orden está de su parte. Y es que el niño puede llorar sin que ellos pongan nada de buena voluntad para evitarlo, y menos aún para excusarse. No ven nada que no sea a ellos mismos. Aunque juraría que son insolidarios e indiferentes a la sociedad, dan la impresión de ser de los que creen que, por muy salvajemente egoístas que sean, pagan sus impuestos y la sociedad debe servirles bien en todo. Seguramente, su vida pública se reduce a esa actitud de altivez y perfección y de postura vigilante por si alguien no trabaja para ellos. Tienen todo el aire de ser gente del Nuevo Orden. No sé, les odio. Y, además, se creen tan perfectos que ya sólo les falta pedir que les agradezcamos que tengan un perfecto bebé llorón.

Recuerdo una frase de Samuel Butler: «Poco importa lo que odiemos, con tal de que odiemos algo». Puestos a aceptar que la frase tiene sentido, debería yo hace un rato haber protestado ante las azafatas por los berreos del bebé plañidero y haber dicho, por ejemplo, que tengo derecho a protestar, ya que, después de todo, el niño llorón «lo pagamos todos con nuestros impuestos». No sé, una frase así de absurda. Y todo porque odio a ese padre perfecto. Noto que la normalidad y la Ley están de su parte. Le aborreceré hasta llegar a Barcelona, donde terminará el juego.

Odiar sólo como entretenimiento, como un crucigrama veloz que resuelves en el avión. Hay viajes a veces que pasan como una exhalación.




2008














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