lunes, abril 25, 2011

“La subasta del lote 49”, de Thomas Pynchon







Capítulo primero


Una tarde de verano, al volver de una fiesta organizada por Tupperware donde la anfitriona había puesto quizá demasiado kirsch en la fondue, la señora Edipa Maas se enteró de que la habían nombrado albacea de la herencia de un tal Pierce Inverarity, un magnate californiano de las inmobiliarias que cierta vez había perdido dos millones de dólares en su tiempo libre pero cuyos restantes bienes eran aún lo bastante numerosos y complicados como para que el trabajo de clasificarlos fuese algo más que simbólico. Edipa se detuvo en la sala de estar y, bajo la atenta mirada del ojo apagado y verdoso de la pantalla del televisor, invocó el nombre de Dios y se esforzó por sentirse embriagada al máximo. No dio resultado. Pensó en la habitación de cierto hotel de Mazatlán cuya puerta se había cerrado de golpe, por lo visto definitivamente, despertando a doscientos pájaros que dormitaban en el vestíbulo; en un amanecer en la cuesta de la biblioteca de la Universidad de Cornell que nadie más había visto porque dicha cuesta daba a poniente; en una melodía triste y sin adornos del cuarto movimiento del Concierto para Orquesta de Bartók; en un busto encalado de Jay Gould que Pierce tenía sobre la cama, en un anaquel tan estrecho que a ella siempre le asaltaba el temor de que se les cayera encima. ¿Habría muerto así, pensó, sumido en sueños, aplastado por la única escultura de la casa? Sólo se le ocurrió echarse a reír, a carcajadas, con impotencia: qué morbosa eres, dijo para sí, o para la habitación, que estaba al tanto.

La carta era del bufete Warpe, Wistfull, Kubitschek y McMingus, de Los Ángeles, y la había firmado un sujeto apellidado Metzger. Decía que Pierce había fallecido en primavera y que hasta hacía unos días no habían encontrado el testamento. Metzger haría de coejecutor y consejero especial en caso de litigio. También a Edipa se la nombraba ejecutora, o ejecutriz, en un codicilo redactado hacía un año. Trató de recordar si había ocurrido algo insólito por entonces. Durante el resto de la tarde, mientras iba al centro, a Kinneret-Entre-Los-Pinos, a comprar requesón y escuchar la música ambiental (de hecho cruzó la puerta encortinada con ristras de abalorios más o menos en el cuarto compás de las variaciones sobre el Concierto para Mirlitón de Vivaldi, en la versión grabada por el Settecento Ensemble de Fort Wayne, con Boyd Beaver de solista); y luego mientras cogía mejorana y albahaca en el huerto soleado, mientras leía la sección de libros en el último número de Investigación y Ciencia, mientras preparaba las distintas capas de la lasaña, mientras untaba el pan con ajo, mientras partía la lechuga; y por fin, con el horno ya encendido, mientras preparaba el cóctel vespertino, a base de whisky, limón y azúcar, en espera de que su marido, Wendell Maas («Mucho»), volviera del trabajo, estuvo pensando, pensando y repasando una abundante procesión de días que se le antojaban (¿acaso no sería ella la primera en confesarlo?) prácticamente iguales, o cuando menos indicadores abstrusos de una misma dirección, como las cartas de un adivino, no por singular menos diáfana para el ojo avezado. Hasta la mitad del telediario dirigido por Huntley y Brinkley no recordó que cierta madrugada del año pasado, a eso de las tres, había recibido una llamada telefónica de un lugar lejano y cuyo nombre no sabría nunca (a no ser que se encontrase un diario entre los papeles del difunto) en la que una voz había empezado diciendo, con marcado acento eslavo, como un subsecretario del Consulado de Transilvania, que buscaba un murciélago fugitivo; para proseguir como un negro gracioso y luego acometer el agresivo dialecto de los mexicanos de California, con abundancia de «chingadas» y «maricones»; y acto seguido como un agente de la Gestapo que inquiría a gritos si tenía parientes en Alemania; y por último con la voz de Lamont Cranston[1], la que había empleado durante todo el trayecto hasta Mazadán.

—Pierce, por favor —dijo ella, interrumpiéndole por fin—, creí que habíamos...
—Escucha, Margo —atajó con gran seriedad—, acabo de hablar con el comisario Weston y resulta que al viejo aquel de la Casa de la Risa lo mataron con la misma cerbatana con que mataron al profesor Quackenbush —dijo más o menos.
—Válgame Dios —murmuró ella. Mucho se había dado la vuelta y la observaba.
—Cuélgale —sugirió Mucho con sentido común.
—Lo he oído —dijo Pierce—. Y creo que ya es hora de que La Sombra haga una breve visita a Wendell Maas. —Se hizo el silencio, total y absoluto.

Aquélla fue la última de las voces que le oyó. La de Lamont Cranston. El otro extremo del hilo habría podido estar en cualquier parte, a cualquier distancia. Su apacible ambigüedad se desplazó, en los meses que siguieron a la llamada, hacia lo que había resucitado: el recuerdo de su cara, de su cuerpo, de objetos que él le había regalado, de cosas que de tarde en tarde ella fingía no haberle oído decir. También él fue desplazado y a punto estuvo de que se le olvidase. La sombra había tardado un año en efectuar la visita. Pero allí estaba la carta de Metzger. ¿La había llamado Pierce el año pasado para contarle lo del codicilo? ¿O había sido fruto de una decisión posterior, motivada tal vez por el fastidio de ella y la indiferencia de Mucho? Se sentía desnuda, burlada, abatida. Nunca había hecho cumplir un testamento, ignoraba por dónde empezar, no sabía cómo decir a los del bufete de Los Ángeles que ignoraba por dónde empezar.

—Mucho, cariño —exclamó sintiéndose repentinamente desamparada.

Mucho Maas, ya en casa, avanzaba hacia el cancel de la puerta.

—Otro desastre hoy —comenzó a decir.
—Quiero hablar contigo —se puso a decir ella también. Pero dejó que Mucho hablara primero.

Trabajaba de pinchadiscos en la otra punta de la península [de San Francisco] y periódicamente sufría crisis de conciencia en relación con su trabajo.

—No creo en mi profesión, Ed. Me esfuerzo, pero no puedo, de verdad —solía decir mientras se hundía en un abismo insondable, más profundo de lo que ella podía llegar, motivo por el que a menudo se sentía al borde del pánico. Puede que saliera de su abstracción al verla tan fuera de sí.

—Eres muy sensible. —Bueno, habría podido decirle muchas otras cosas, pero fue esto lo que le salió. De todos modos, era cierto. Durante un par de años se había dedicado a vender coches de segunda mano y había sido tan superconsciente de lo que esta profesión había acabado por significar, que las horas de trabajo eran para él una intensa tortura. Todas las mañanas se afeitaba el labio superior tres veces hacia abajo y otras tres a contrapelo para eliminar el menor vestigio de bigote, manchando de sangre las hojas recién estrenadas pero sin desistir por ello; los trajes se los compraba todos sin hombreras y luego iba al sastre para que le estrechara aún más las solapas; para lavarse el pelo le bastaba el agua sola y se lo peinaba como Jack Lemmon para confundir más. Daba un respingo a la vista del serrín, incluso a la de las virutas de los lápices, pues se conocía su tendencia a utilizar estas cosas para disimular las malas transmisiones, y aunque hacía régimen no podía aún, como Edipa, endulzar el café con miel, porque le horrorizaba, al igual que todas las sustancias pegajosas, que le recordaban de un modo angustiante eso que suele mezclarse con el aceite de coche y que chorrea, pérfido, por los resquicios que hay entre el émbolo y la pared interior del cilindro. Una noche se fue de una fiesta porque alguien pronunció la palabra «merengue», que se le antojó malintencionada. Se trataba de un refugiado húngaro, un pastelero que hablaba de su oficio, pero así era nuestro Mucho: un picajoso.

Pero al menos había creído en los coches. Tal vez en exceso; y cómo no, si durante los siete días que caben en una semana llegaba un ejército interminable de sujetos más pobres que él, negros, mexicanos, inmigrantes blancos del sur, para ofrecer como anticipo las «cafeteras» más espantosas del universo, auténticas prótesis con motor, prolongaciones de su propio cuerpo, de su familia, de su vida entera, totalmente desnudas para que cualquiera, un desconocido como él, echara una ojeada a la carrocería inclinada hacia un lado, al chasis cubierto de óxido, a los guardabarros repintados con un color que desentonaba lo suficiente como para estropear su valor, para estropear incluso el ánimo de Mucho, y a un interior que olía irremediablemente a niños, a vino barato, a dos, en ocasiones tres, generaciones de fumadores, o simplemente a polvo; y cuando se limpiaban a fondo los coches, había que fijarse en lo que realmente quedaba de aquellas existencias, porque no había manera de saber qué se había tirado (pues pensaba que quien gana poco guarda mucho por temor) y qué se había (tal vez trágicamente) perdido: cupones comerciales que prometían descuentos de cinco o diez centavos, vales canjeables, hojas de color rosa que pregonaban rebajas de supermercado, colillas, peines mellados, anuncios con ofertas de empleo, páginas amarillas arrancadas de la guía telefónica, jirones de ropa interior vieja, o de vestidos que ya eran disfraces de época, para limpiar con ayuda del aliento el interior del parabrisas y ver cualquier cosa que se terciara, la película, mujer o coche que despertase el interés, el policía que ordenaba detener el vehículo para no perder la costumbre, todo ello recubierto, como si fuese la ensalada de la desesperación, por una salsa de color gris ceniciento, humo concentrado del tubo de escape, polvo, excreciones corporales; le daba asco mirar, pero tenía que mirar. Si el negocio hubiera sido un almacén de chatarra como es debido, es probable que hubiese llevado las cosas hasta el final, que se lo hubiese tomado como una profesión, pues la violencia responsable de las catástrofes era lo bastante infrecuente, estaba lo bastante alejada de él para ser portentosa, del mismo modo que son portentosas todas las muertes hasta que llega la hora de la nuestra. Pero los interminables ritos del cambalache, una semana tras otra, no llegaban nunca ni a la violencia ni a la sangre, eran por tanto demasiado razonables para que el sensible Mucho les dedicara mucho tiempo. Aunque el continuo contacto con la invariable miseria gris le había inmunizado hasta cierto punto, seguía sin aceptar que aquellos conductores, aquellas sombras, se dirigiesen a él sólo para cambiar una abollada y estropeada versión de sí mismos por otra, que a su vez no era más que la proyección automotriz, igualmente exenta de futuro, de otra vida. A Mucho le resultaba horrible. Un incesto infinito y circular.

Edipa no alcanzaba a comprender por qué le seguía afectando tanto en la actualidad. Cuando se casaron, él ya llevaba dos años en radio REDOJ y el lote que había junto a la clara y rugiente autopista se encontraba a mucha distancia, como la segunda guerra mundial o la de Corea para los maridos con más años. Que Dios la perdonase, pero si Mucho hubiese estado en alguna guerra, nipones en los árboles, boches en carros de combate Tiger, amarillos con trompetas por la noche, puede que hubiera olvidado ya lo de aquellos terrenos, que, fuera lo que fuese, le venía obsesionando desde hacía cinco años. Cinco años. Se les consuela cuando se despiertan bañados en sudor o gritando en el idioma de las pesadillas, sí, se les abraza, ellos se tranquilizan y un día se les va; Edipa lo sabía. Pero ¿cuándo iba a olvidar Mucho? Recelaba que el trabajo de pinchadiscos (que había conseguido gracias al encargado de publicidad de radio REDOJ, que era coleguilla suyo y había visitado a los loteros una vez a la semana, ya que se trataba de uno de los patrocinadores) era una forma de hacer que los 200 Principales, y también la hoja de noticias que brotaba parloteando de la máquina —todo el engañoso delirio de los deseos adolescentes—, sirviesen de amortiguadores entre él y el lote de marras.

Había creído demasiado en el lote, no creía ni por asomo en la emisora. Sin embargo, al verle ahora en la salita crepuscular, deslizándose como un pájaro grande que remontase el vuelo hacia la coctelera sudorosa, sonriendo desde el centro del grueso círculo de su frenesí, podría pensarse que todo era calma chicha, dorado, sereno.

Hasta que abrió la boca.

—Hoy me ha llamado Funch —dijo a Edipa atropelladamente—, quería hablarme de mi imagen, no le gusta. —Funch era el director de programas y el gran adversario de Mucho—. Soy demasiado salaz. Debería ser un padre joven, un hermano mayor. Las jovencitas me llaman para hacer peticiones y en cada palabra que digo, según Funch, palpita una lascivia sin ambages. Parece que en lo sucesivo tendré que grabar las conversaciones telefónicas, Funch en persona eliminará lo que pueda herir la sensibilidad, o sea, todo lo que yo diga. «Eso es censura», le dije. «Esquirol», murmuré, y me fui. —Solía tener estos encontronazos con Funch una vez a la semana, aproximadamente.

Edipa le enseñó la carta de Metzger. Mucho sabía todo lo de ella y Pierce; había terminado un año antes de que Mucho se casara con ella. Leyó la carta y emitió una serie de tímidos parpadeos.

—¿Qué hago? —preguntó Edipa.
—No, por favor —dijo Mucho—, no soy el más indicado. De veras. Ni siquiera sé hacer la declaración de la renta. Ejecutar un testamento, no sé qué decirte, habla con Roseman.

Roseman era el abogado de ambos.

—Mucho. Wendell. Aquello se acabó. Antes de que él pusiera mi nombre ahí.
—Claro, claro. Si yo sólo me refería a eso, Ed. A que yo no sabría.

Pues eso es lo que hizo ella a la mañana siguiente, ir a ver a Roseman. Después de pasarse media hora ante el espejo del tocador y repasarse la raya de maquillaje de unos párpados que se le pegaban o se le movían con nerviosismo antes de que pudiera apartar el pincel. Había estado en vela casi toda la noche después de otra llamada telefónica a las tres de la madrugada, vaya susto de muerte los timbrazos, salidos prácticamente de la nada, el aparato mudo y que de pronto se pone a dar berridos. Los dos se despertaron en el acto y estuvieron, con las articulaciones agarrotadas, sin atreverse a mirarse siquiera durante los primeros timbrazos. Edipa, por último, tras pensar si tenía algo que perder y no ocurrírsele nada, descolgó. Era el doctor Hilarius, el come-cocos, el psicoterapeuta de ella. Pero se parecía a Pierce cuando imitaba a un agente de la Gestapo.

—No la he despertado, ¿verdad? —dijo con sequedad—. Parece asustada. ¿Qué pasa con las pastillas? ¿No le hacen efecto?
—No me las tomo —dijo ella.
—¿Le dan miedo?
—No sé qué contienen.
—No se cree que sólo sean calmantes.
—¿Debo fiarme de usted? —La verdad es que no se fiaba y lo que dijo él a continuación explicaba el motivo.
—Seguimos necesitando una ciento cuatro para el puente. —Rió entre dientes, con sequedad. Ya que el puente, die Brücke, era el nombre familiar que daba al experimento con que, en colaboración con el hospital de la comunidad, controlaba los efectos del LSD-25, la mescalina, la psilocibina y productos afines en un amplio muestrario de amas de casa de las zonas residenciales periféricas. El puente interior—. ¿Cuándo la incluimos en nuestra agenda de trabajo?
—No —dijo ella—, elijan a otra, disponen de medio millón. Y son las tres de la madrugada.
—La queremos a usted. —De pronto vio, suspendida en el aire que flotaba sobre el lecho, la archiconocida imagen del Tío Sam que hay en la entrada de todas las estafetas de Correos, con los ojos relampagueando de manera enfermiza, con las mejillas pálidas, hundidas y sonrojadas de un modo violentísimo, apuntándole con el dedo entre los ojos. Te quiero a ti. Nunca le había preguntado el motivo al doctor Hilarius porque temía su respuesta.
—Estoy alucinando en este momento, no me hacen falta drogas.
—No me lo cuente —dijo él en el acto—. Bien. ¿Quiere decirme algo más?
—Ah, ¿le he llamado yo?
—Me parece que sí —contestó él—. Fue un presentimiento. No telepatía. Lo que pasa es que las relaciones con los pacientes a veces son extrañas.
—En esta ocasión no. —Y colgó el auricular. Y ya no pudo volver a conciliar el sueño. Pero que la ahorcasen si se tomaba las pastillas que le había recetado Hilarius. Que la ahorcasen literalmente. No tenía intención de volverse adicta a nada, así mismo se lo había dicho.
—Entonces —dijo él encogiéndose de hombros—, ¿tampoco es usted adicta a mí? En ese caso puede irse. Está usted curada.

No se fue. No porque el comecocos ejerciera un misterioso magnetismo sobre ella. Pero era más sencillo quedarse. ¿Quién sabría el momento de su curación definitiva? Él no, eso ya lo confesaba él para su capote.

—Es que lo de las pastillas no es lo mismo —insistió ella en tono de súplica. Hilarais se limitó a hacerle un visaje, una mueca que ya había hecho antes. Era un almacén de deliciosos detalles heterodoxos. Pues según su teoría, un visaje es tan simétrico como una mancha de Rorscharch, cuenta una historia igual que una imagen del TAT, suscita una reacción como una palabra que se dice a medias; o sea, que por qué no. Según él, había curado un caso de ceguera histérica con el número 39, el «Fu Manchú» (pues muchos visajes tenían, al igual que las sinfonías alemanas, un número y un apodo), que se obtenía estirando hacia arriba el rabillo de los ojos con ambos índices, ensanchando las fosas nasales con los corazones, dilatando la boca con los meñiques y sacando la lengua. Era realmente aterrador cuando lo hacía Hilarius. Es más, cuando se desvaneció la alucinación edípica del Tío Sam, fue el visaje Fu Manchú lo que vino a ocupar su puesto y a hacerle compañía durante el tiempo que faltaba para el amanecer. Dejó a Edipa en un estado muy poco presentable para ver a Roseman.

Pero tampoco Roseman había pegado ojo en toda la noche de tanto darle vueltas al episodio de Perry Mason que había visto antes de acostarse, a su mujer le gustaba, pero Roseman enfocaba la teleserie con una ambigüedad exasperante, pues quería al mismo tiempo ser un famoso abogado criminalista como Perry Mason y, puesto que se trataba de un imposible, destruir a Perry Mason mediante intrigas. Edipa entró en el despacho prácticamente sin avisar y sorprendió a su fiel abogado familiar guardando con celeridad culpable en un cajón del escritorio un fajo de papeles de distintos colores y tamaños. Sabía que era el borrador de La profesión contra Perry Mason, un caso no tan hipotético, que había ido creciendo desde que empezara a emitirse la teleserie.

—Que yo recuerde, antes no tenías esa cara de culpable —dijo Edipa. A menudo iban juntos a las mismas sesiones de terapia de grupo, unas veces en el coche de uno, otras en el de otro, en compañía de un fotógrafo de Palo Alto que se creía un balón de voleibol—. Buena señal, ¿no?
—No sabía si eras una espía de Perry Mason o qué —dijo Roseman. Tras meditar lo dicho, añadió—: Ja, ja.
—Ja, ja —dijo Edipa. Se miraron—. Tengo que ejecutar un testamento.
—Pues adelante —dijo Roseman—, no te turbe mi presencia. —Después de leer la carta preguntó—: ¿Por qué lo habrá hecho?
—¿Morirse?
—No —contestó Roseman—, nombrarte albacea.
—Era un hombre imprevisible.

Fueron a comer. Roseman quiso insinuársele por debajo de la mesa rozándole el pie. Pero Edipa llevaba botas y apenas se dio cuenta. Protegida de aquel modo, optó por no hacer ninguna escena.

—Fúgate conmigo —dijo Roseman cuando les sirvieron el café.
—¿Adónde? —preguntó Edipa. Y él se quedó cortado.

Al volver al despacho, bosquejó a Edipa lo que tenía que hacer: conocer a fondo los libros y el negocio, someterse al dictamen del juez adverador, reunir todas las deudas, inventariar los bienes, obtener una tasación de las propiedades, decidir qué vender y qué conservar, saldar reclamaciones, liquidar impuestos, repartir legados...

—Un momento —interrumpió Edipa—. ¿No podría contratar a alguien para que lo hiciese en mi lugar?
—A mí —dijo Roseman—. Yo podría encargarme de una parte, claro. Pero no me digas que ni siquiera te interesa.
—¿El qué?
—Lo que puedas descubrir.

Según se comprobó más tarde, habría descubrimientos para todos los gustos. No precisamente sobre Pierce Inverarity o sobre Edipa Maas; sino sobre lo que faltaba, pero que, en cierto modo, antes de aquello, había quedado al margen. Dominaba en conjunto un no sé qué de amortiguamiento, de aislamiento, la misma Edipa había comprobado que faltaba allí cierto sentido de la definición, como cuando se ve una película un tanto desenfocada que el operador no acaba de ajustar. Y que la había llevado amablemente de la mano a interpretar el extraño papel rapunzeliano de muchacha pensativa mágicamente prisionera, hasta cierto punto, entre los pinos y nieblas saladas de Kinneret, en busca de alguien que le dijera: vamos, suéltate el pelo. Como resultó que se trataba de Pierce, ella se había quitado las horquillas y los rulos con alegría, y la cabellera se había desplomado cual murmurante y exquisita cascada, pero cuando Pierce había escalado más o menos la mitad, la cabellera encantadora se transformó, mediante infausto sortilegio, en una gigantesca peluca sin elásticos, y él se dio una culada de miedo. No obstante, intrépido como era, y sirviéndose tal vez de una de sus muchas tarjetas de crédito a modo de palanqueta, había forzado la cerradura de la puerta de la edípica torre y subido los conquiformes peldaños, cosa que, de haber tenido un poco más de picardía natural, habría hecho desde el principio. Pero nada de cuanto había sucedido entonces entre ellos había salido ja-más de los muros de la torre. En Ciudad de México, sin darse cuenta, habían acabado por entrar en una exposición de cuadros de la guapa española exiliada Remedios Varo; en el panel central de un tríptico titulado Bordando el manto terrestre había una serie de niñas delgaduchas con cara de corazón, ojos grandes, cabellera de oro en rama, encerradas en el habitáculo superior de una torre circular, bordando una especie de tapiz que se salía por las troneras y caía al vacío, tratando inútilmente de llenarlo: pues los demás edificios y criaturas, olas, barcos y bosques de la Tierra estaban dentro del tapiz y el tapiz era el mundo. Edipa, con morbo, se había detenido ante el cuadro y se había echado a llorar. Nadie se había dado cuenta; llevaba gafas semi-esféricas de color verde oscuro. Durante un instante se había preguntado si la goma que las ajustaba alrededor de las cuencas estaría lo bastante prieta para dejar que fluyesen las lágrimas y llenaran los cristales semiesféricos sin secarse nunca. De este modo podría llevar eternamente consigo la tristeza del momento, ver el mundo refractado por las lágrimas, por aquellas lágrimas concretas, como si indicaciones no descubiertas aún variasen significativamente entre un llanto y otro. Se había mirado los pies y sabido entonces, gracias a un cuadro, que el punto en que aquéllos se apoyaban se había tejido apenas a tres mil kilómetros de distancia, en su propia torre, que por pura casualidad se llamaba México, y que Pierce, en consecuencia, no la había sacado de ninguna parte, que no había habido huida. ¿De qué deseaba tanto huir? Una doncella cautiva de esta índole, con tiempo de sobra para pensar, advierte muy pronto que la torre, su altitud y formas arquitectónicas son como el ser de la doncella casualidad pura: y que lo que en realidad la mantiene donde está es la magia, sin nombre, perversa, que le cayó encima desde el exterior y sin el menor motivo. Al no tener más instrumental que miedo instintivo y astucia femenina para analizar esta magia sin forma, para comprender su funcionamiento, medir su radio de acción, contar sus líneas de fuerza, puede caer en la superstición, o adoptar una distracción aprovechable como el arte de la aguja, o volverse loca, o casarse con un pinchadiscos. Si la torre está en todas partes y el caballero libertador es impotente frente a su magia, ¿qué más puede hacerse?





[1] Personaje interpretado por Orson Welles en un serial radiofónico de 1937 titulado La sombra.




1966













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