viernes, abril 22, 2011

"Abróchense los cinturones. El Barça de Guardiola ", de Juan Villoro





Cuentan que Oswaldo Zubeldía, legendario entrenador de Estudiantes de la Plata, amaba tanto los resultados que cuando su equipo ganaba 1-0 sentía que había cumplido su misión. A partir de ese momento, no le interesaba otra cosa que aniquilar el juego.

Cuando enciende su mejor puro y ficha a un entrenador, el presidente de un club no espera obras de arte ni una coreografía sobre el césped, sino resultados que salven su cabeza ante los socios.

Aunque no tenga la pasión resultadista de Zubeldía, el técnico es rehén de la estadística. Puede ser tan filósofo o tan poético como le dé la gana, siempre y cuando las teorías y las musas contribuyan al marcador. Sumar puntos es la áspera obligación del hombre que piensa al borde de la cancha.

Helenio Herrera se veía a sí mismo como un Zeus provisional, que gritaba insultos geniales y hacía ademanes más eficaces que los rayos. Incluso este hombre convencido de su inspiración, comentó resignado: “Si se puede ganar jugando bien, estoy conforme, pero a los quince días se olvida si el partido ha sido bueno o malo. En la tabla queda el resultado, eso es lo que cuenta”.

¡Difícil oficio el de los artistas que sólo perduran si salen del estadio con tres puntos! La creatividad depende de un impulso gratuito, de la búsqueda del placer, de la obtención de una belleza que no siempre es útil. ¿Hay espacio para ella en un deporte que exige cuentas favorables?

Como el poeta que reinventa su libertad entre las catorce rejas de un soneto, Pep Guardiola es responsable de un sueño que se mide en números.

Una arraigada tradición ha convertido al F. C. Barcelona en una entidad altamente competitiva a la que no le basta ganar. El buen juego es parte de su temperamento. A diferencia de hinchadas que aplauden inocuos lances de fantasía y odian la vulgaridad de ser campeones, los aficionados culés aman la victoria, pero no a cualquier precio.

El 8 de mayo de 2008 Josep Guardiola se hizo cargo de un equipo que dormía una larga siesta después de haber alzado el trofeo de la Champions en París el 17 de mayo de 2006. Sus credenciales como entrenador eran buenas y breves. Había logrado que el Barcelona B ascendiera de Tercera a Segunda División B, con un estilo de juego del que se hablaba muy bien, pero que pocos habían visto.

Su fichaje parecía más emocional que deportivo. El niño nacido en el pueblo de Santpedor era un candidato perfecto para apaciguar el fuego en torno al presidente Joan Laporta, al que se le exigían trofeos después dos temporadas de sequía.

En el currículum barcelonista de Guardiola sólo faltaba haber sido el niño que corona la pirámide humana de un castellet en las verbenas populares. En su infancia fue recogebolas en el Camp Nou y desde niño vivió en La Masia, la casa-escuela donde se forman los cracks del Barça. En otras palabras, se trata de un canterano de cuento de hadas. No hay que olvidar que los hermanos Grimm ampararon sus cuentos bajo el lema: “entonces, cuando desear todavía era útil”. La infancia es la edad en que los deseos son útiles. Ahí regresa el hincha en los días de gloria y de ahí viene Guardiola. A los 38 años conserva los ojos del niño que veía con azoro a los gladiadores en la cancha y aspiraba a devolverles el balón.

Como jugador, Guardiola creció para reinventar el número 4: un táctico rezagado. Cruyff le prohibió retener la pelota. Lo suyo no era el regate, sino la inteligencia rápida. En su condición de volante que construye desde atrás, pasó por el fútbol como descubridor de huecos. Sus diagonales se dirigían al sitio sin nadie donde aparecía un compañero. Ante una fórmula eficaz, los matemáticos hablan de una solución “elegante”. Guardiola desplegó la elegancia de la hipotenusa y recordó que al Camp Nou se llega por la Avenida Diagonal.

Nadie podía dudar que el olímpico que conquistó la medalla de oro en Barcelona 92 y ese mismo año levantó la Champions en Wembley, fuese un digno representante de la casa. No en balde había salido al balcón de la Generalitat para gritar como su tocayo Tarradellas, presidente de Cataluña después del franquismo: “ja la tenim aquí!”, en referencia, no a la ley, sino a su variante con baño de oro: la copa de la Champions.

Pero las cosas también podían torcerse. Después de ser el chico consentido del dream-team, Guardiola sufrió lo suyo en la liga italiana, donde fue injustamente acusado de dopaje. De ahí se fue a tragar polvo y malos ratos a los desiertos de Qatar y Sinaloa. Sus últimos años como futbolista no representaron un esplendor en la hierba. Y sin embargo, era el optimista de siempre, que encomiaba las bondades del juego abierto, la valentía de enfrentar a los rivales, la nobleza de pertenecer a un grupo. Estos méritos no convencían del todo a un sector del barcelonismo, amigo de las decisiones duras y de resolver los enigmas con riñones.

Para algunos, al nuevo míster le faltaba experiencia y le sobraba sofisticación (“¡que lea menos y que juegue, coño!”) para lidiar con los medios, los egos del vestuario, los enemigos armados hasta los dientes.

El fútbol produce una vejez rápida. La jubilación del crack llega muy pronto; antes de los cuarenta, queda confinado a administrar sus recuerdos o una parrilla de churrascos. Sin embargo, quienes optan por entrenar se conservan como momias en perfecto estado de neurosis. En cada partido están más arrugadas, pero no dejan de gritar. El fútbol es una actividad donde el pésimo carácter del técnico parece signo de clarividencia. De Mourinho a Luis Aragonés, abundan los hombres con rapidez para el insulto. El respeto que provocan no es el de las ideas, sino el de quien tiene el cuchillo más afilado para rebanar jamón.

Guardiola asumió una profesión donde muy pocos son delgados y casi todos tienen la piel reseca de los que han sufrido muchas lluvias y tomado decisiones de angustia.

En el verano de 2008 vino la pretemporada. Como el Fausto de Goethe, el Barça de Guardiola tuvo su prólogo en el cielo. Los partidos amistosos se ganaron por goleadas, el debut en la Champions ante el Wisla trajo un 4-0 de ensueño y el trofeo Gamper se conquistó con gol de último minuto, ante un formidable Boca Juniors.

En un memorable diálogo con Sergi Pàmies, celebrado en Caixaforum a fines de 2006, Guardiola dijo que hay dos tipos de entrenadores: los que resuelven los problemas y los que prefieren que los problemas se resuelvan solos. Ya sabemos a qué rango pertenece. Su deseo de intervención se ha visto en cada jugada y cada entrenamiento. Convencido de que Dios está en los detalles, no se conforma con el buen juego. Si Piqué tarda en amarrarse los botines para salir al campo, lo regaña con furia de perfeccionista.

Cuando aún llevaba el número 4 del Barça, Jorge Valdano describió a Guardiola como “el único entrenador con el balón en los pies”. El estratega práctico también cautivó a Manuel Vázquez Montalbán y Santiago Segurola. ¿Un futbolista para intelectuales, demasiado sensible para un oficio donde los bravos beben vinagre y comen estatuas a dentelladas?

La pretemporada confirmó que el nuevo técnico era mucho más que una elección sentimental. El primer cambio decisivo que aportó fue la actitud del equipo. Después de conquistar la Champions, las huestes de Rijkaard pusieron en práctica la frase de Hemingway: “París no se acaba nunca”. Guardiola no acabó con París, pero sí con la relajación. En beneficio del fútbol y en perjuicio de los vendedores de camisetas, el Barça de los generales en asueto se convirtió en el de los tenientes hiperactivos. Menos individualidades de marca y más marca de equipo.

En agosto del 2008, el partido por el trofeo Gamper se prestaba para una fiesta relajada. Resultaba extraño que las porterías no estuvieran marcadas con mochilas, como en el patio del colegio. Pero el Barça jugó con la fibra que tendría a lo largo de toda la temporada. Esa noche, en su discurso de presentación, Guardiola dijo: “Persistiremos”. Este lema de heavy metal caló hondo en una escuadra que perdía 0-1 pero estaba convencida de que la prórroga es una épica de alto volumen y logró la remontada.

En su discurso, Guardiola usó un recurso exótico en el fútbol; empeñó su “palabra de honor”. Entre las estadísticas del deporte habría que contar a los protagonistas capaces de honrar sus palabras. Seguramente son escasos. Sin duda, Guardiola es uno de ellos.

El Barça se había sacudido los fantasmas de parecer una entidad administrativa, un parlamento en crisis o un spa demasiado costoso.

Desde el banquillo de la decisión y la neurosis, Guardiola se decidió a enfrentar el triunfo o el fracaso. No es fácil cortejar a la diosa Fortuna fuera del campo, esa zona del espacio exterior donde nadie puede oír tu grito. “Persistiremos. Abróchense el cinturón y lo pasaremos bien”, dijo el piloto de la nave. Sólo había una certeza al inicio de la temporada: lo que avanzaba era más que un club.

Aunque poco después el equipo perdió su primer partido de la Liga contra el Numancia, quedó claro que estaba magníficamente entrenado. Dos cosas distinguen a un cuadro dominador: la posesión del balón y las oportunidades de gol. Esa noche el Barcelona pudo haber goleado, pero la puntería es tan difícil de entrenar como la chiripa y el equipo blaugrana debutó en la Liga con una derrota.

Los resultados cambiaron al poco tiempo, demostrando que la belleza puede ser una forma de la eficacia. La geometría de los pases llegó como el sello distintivo del equipo, y Guardiola exigió algo que nunca tuvo como jugador: contundencia goleadora. Además, trabajó con las complejas psicologías de los astros. Ignoro lo que le dijo a cada uno y supongo que no se parece a lo que diría el Dr. Freud, pero es obvio que reforzó la pasión competitiva de Eto’o, tuteló a Márquez en plan de hermano mayor, le demostró a Henry que era necesario y en verdad podía quedarse. El mérito esencial, sin embargo, fue darle prioridad al juego de conjunto. Los acaudalados hombres de pantalón corto suelen reaccionar como niños ante las rotaciones: si los sacan del partido es porque no los quieren. Para que entiendan y respeten que deben ser sustituidos es necesaria una disciplina, si no tan ardua como la del desaparecido ejército prusiano o la temible escuela de bailarinas del ballet Bolshoi, al menos como la de un laboratorio suizo. Fue lo que impuso Guardiola.

Si el ornitorrinco parece un castor diseñado por un comité, podemos decir que la mayoría de los equipos tienen diseño de ornitorrincos; su extraño ensamblaje revela las presiones divergentes de los promotores, el director deportivo, el presidente, el entrenador y la esposa del jugador mejor pagado. Guardiola creó un grupo homogéneo, sirviéndose de trabajadores como Puyol, Iniesta o Xavi, que, ganen lo que ganen, siempre serán de clase media y preferirán comer los macarrones de su madre que tomar un avión para cobrar una fortuna en un comercial.

Un alto ejecutivo de Nike me dijo que Xavi es de uno de esos genios del fútbol que, extrañamente, no vende camisetas. Ni siquiera después de ser declarado el mejor jugador de la Copa de Europa adquirió el rango de ídolo mediático. A diferencia de Beckham, que nunca jugará tan bien como en un anuncio de Gillette, Xavi representa el juego colectivo: sus pases existen para justificar a quienes rematan.

Guardiola confía tanto en la supremacía del grupo que en la jornada 27 presentó una alineación inédita. Es capaz de hacer debutar a un jugador en el último partido de la Liga.

Desde luego, todo depende de ganar trofeos. El Barça de la temporada 2008-2009 logró lo que ningún otro equipo español había podido hacer: ganar la Liga, la Copa del Rey y la Champions. El estilo de juego, en sí mismo meritorio, se sostuvo como una virtud porque los marcadores la ampararon.

Laporta conquistó algo más que un socio sentimental para acallar las críticas. Con Guardiola llegó un proyecto tan definido como los pases que trazó en el campo. Su obsesión por el trabajo lo lleva a una extenuante rutina en la Ciudad Deportiva. Cuando no entrena, contempla videos. El hecho de que no se desconecte puede ser peligroso a largo plazo. A ciertos entrenadores les conviene tener una turbulenta vida personal para pensar en otra cosa después del partido, otros se relajan con el golf, la pesca o paellas excesivas. Guardiola descansa del fútbol con más fútbol. Quizá esta sobredosis tenga que ver con que aún atraviesa una fase formativa como entrenador. No sé si disfruta el doble que nosotros con cada triunfo, pero estoy seguro de que sufre el doble con cada caída.

Aunque esta actitud comporta un desgaste personal, funciona de maravilla con los jugadores. El vestidor lo sigue con fe ciega. Guardiola habla como si el azar no existiera y la pelota rebotara por obra de la voluntad. Aunque se formó con Cruyff, cuyas inspiradas decisiones tenían la gracia de no poder ser explicadas, detesta la improvisación. No sólo prepara los partidos, sino las ruedas de prensa.

Una de las características del Barça de Guardiola es que juega igual en cualquier minuto del partido, sin depender del marcador. Esto se refiere al tiempo, pero también al espacio. Martín Caparrós ha observado con pericia que el Barça borró la noción de área grande. Al llegar ahí, sigue buscando paredes y combinaciones, como si estuviese en media cancha.

Superado el resbalón al inicio de la Liga, el equipo dejó perplejo al espectador curtido en mil batallas. ¿Cuánto tiempo podrían jugar tan bien? “Aún no hemos ganado nada”, advirtió Guardiola cuando recibieron el simbólico título de “campeones de invierno”. Faltaba la segunda vuelta.

Los héroes necesitan de malos ratos para probar de qué están hechos. De pronto, el Barça fue derrotado por equipos de poca monta y por el impredecible Atlético de Madrid. El técnico entró en su primera crisis y su reacción fue encomiable. Reforzó las rotaciones, apeló a los jugadores de la cantera, enfatizó las razones por las que jugaban y la forma en que debían hacerlo. Además, se responsabilizó por completo del destino, quitándole peso a los demás: “El líder soy yo, que me sigan. Sé que ganaremos la Liga”. En los tiempos de bonanza, recordó que no había que celebrar antes de tiempo; durante el bache, renovó su fe en el triunfo.

El estilo de Guardiola es novedoso; se exige mucho a sí mismo y libera a los jugadores. El relajado trato a los demás se advierte en las concentraciones. Los jugadores van a casa antes del partido y cada uno llega al campo en su coche. El técnico ha conocido a suficientes tiranos e iluminados del fútbol para saber que no quiere ser uno de ellos.

Los aficionados, expertos en roer uñas por nerviosismo, cayeron en otra preocupación: ¿no sería Guardiola demasiado responsable? El entrenador trabaja con minucia de artesano. Curiosamente, el resultado de sus fatigas es un sueño. ¿Empeñaba demasiado esfuerzo para mantener viva la ilusión? La inteligencia requiere de reposo. Ludwig Wittgenstein se relajaba viendo westerns. Enemigo de la frivolidad, Guardiola se preocupa. Nadie le ha presentado a esa señora llamada Indiferencia.

Sus allegados saben que cuando razona, se rasca la cabeza. Es buena señal: el Barça está en movimiento. El problema es que no hay descanso. Desde que Ulises padeció la comezón que resolvió con el Caballo de Troya, no había una cabeza más rascada en el Mediterráneo.

En la temporada 2003-2004, el Real Madrid de los galácticos puso a prueba los adjetivos de los periodistas. Aquella escuadra de improbable unidad, llegó a la final de la Copa del Rey, estando bien situada en la Champions y con posibilidades de ganar la Liga. En Montjuic perdió la Copa ante el Zaragoza e inició un declive que lo dejó sin premio alguno. El Barça de Guardiola fue diferente; no dependía del estado de gracia de sus individualidades, sino del juego de conjunto que Busquets, Messi, Puyol, Iniesta y Xavi aprendieron de niños en La Masia. En esencia, el mayor logro del equipo es el de una pedagogía, el de una infancia aprovechada en plenitud. No es casual que su único anuncio en el pecho sea el de la UNICEF. Rousseau lo habría dicho a su manera: “es más que un club”.

Cuando era candidato a director deportivo con la plantilla de Bassat, en las elecciones que finalmente ganó Laporta, Guardiola dijo que su desafío era dejar una huella en la arena. Casi todas las huellas son borradas por el mar, pero algunas perduran.

La fundación mítica de Barcelona proviene de una barca. Nada más lógico que el equipo de la ciudad se sirva de la mitología marina. Antes de alcanzar los trofeos, la huella de Guardiola ya estaba en la arena.

Aunque el Real Madrid hizo números de campeón, el Barça se quedó con la Liga, renovó la creencia en el juego de toque y se dio el lujo de golear a domicilio al equipo merengue 2-6. En la final de la Copa del Rey derrotó 4-1 a un enjundioso Athletic de Bilbao. El 27 de mayo se enfrentó a su prueba máxima, la final de la Champions ante el Manchester United, de Sir Alex Ferguson.

La historia del equipo ha tenido que ver con sedes clásicas. Después de Grecia venía Roma. En 1994 el joven Guardiola padeció en Atenas la aniquilación del Dream Team. El fútbol hedonista fue superado entonces por la trituradora del Milán de Fabio Capello. Guardiola entendió la lección a su manera: al Barça le faltó una dosis adicional de arte. 15 años después, Roma trascendió a Atenas.

Arsène Wegner, el francés que entrena al Arsenal con gesto de quien despeja teoremas, pronosticó que la estética barcelonesa no alcanzaría para levantar la copa conocida como “la orejona”. Los primeros diez minutos del partido hicieron pensar que estaba en lo cierto. El Manchester United encontró nerviosos a los artífices blaugranas.

Como Oscar Wilde, Johan Cruyff lanza verdades al modo de paradojas. Antes de la final dijo que tener un estilo era más importante que tener un trofeo. De este modo refutaba y confirmaba lo dicho por Wegner. El creador del Dream Team sugería que ser artista es más difícil que ser eficaz, pero, de manera implícita, aceptaba la posibilidad de la derrota. En 1521 el Papa Clemente VII llamó a Roma a Benvenuto Cellini para que diseñara monedas. El oro circuló como una forma de la belleza. Fue lo que Xavi e Iniesta hicieron con sus pases el día de la Final. Detrás de ellos, Busquets trabajó como un minero y contribuyó a que se acuñaran las divisas del rey de Roma.

Los méritos de este equipo no se pueden resumir en una evanescente columna periodística, pero no todos los días se esculpe la Columna de Trajano.

Para los exaltados hinchas del Boca Juniors, el público del Camp Nou se parece demasiado al de la ópera: frío y conocedor. El miércoles 27 de mayo, la Curva Sur del Olímpico fue una fiesta. La gent blaugrana llenó las gradas desde una hora antes y sólo dejó de cantar en el camino de regreso, cuando los autobuses ya llegaban a los Pirineos.

Cerca de nosotros causó gran revuelo la llegada de Kluivert. El ex ariete barcelonés se sentó con la majestuosidad de un vencedor de la guerra de Cartago. Como la escena ocurría en la época digital, la estatua tuvo la generosidad de sonreír para las cámaras.

“¡No pasarán!”, decía una pancarta de la fanaticada del Manchester, más presentes en las calles romanas, donde entonaron himnos a deshoras, que en el estadio donde la pelota se convirtió en una isla independizada de Inglaterra.

Como todas las disposiciones italianas, la de no vender cerveza se acató en forma discrecional. Para librarse de la sospechosa evidencia de las botellas, algunos bares sirvieron cerveza en jarras del tamaño de “la orejona”, que podían ser vaciadas si llegaba un inspector.

Los aficionados del Roma alzan la pancarta Caput Mundi para recordar al adversario cuál es la capital del mundo. Con el gol de Messi, el Manchester United tuvo que rescribir la sentencia: Kaput Mundi.
Sir Alex Ferguson, que aspiraba a convertirse en el primer estratega que retiene la Champions, fue vencido de modo imprevisto. En el minuto 70, la Pulga Messi remató de cabeza ante el portero Van der Sar. ¿Quién hubiera pensado que Inglaterra perdería por aire? Ajeno a toda determinación física, el fútbol es extraño. El más pequeño vio la ubicación del gigante, y lo pasó por alto. Arrullado por los pases de Iniesta y Xavi, el 2-0 fue definitivo.

El júbilo por el histórico triplete (Copa, Liga y Champions) produjo escenas memorables. Piqué se acercó a la portería sur y cortó las redes como un pescador que ha atrapado una sirena; los jugadores mantearon a Guardiola (el jugador que inició sus días en el fútbol como recogebolas se convirtió en balón); el novato Bojan quiso jugar y chutó a campo abierto, como un niño magnetizado por la posibilidad de estar ahí.

En 1994 Guardiola cayó en Grecia ante los legionarios de Capello. En 2009 regresó a Roma para cumplir una sentencia latina: Ars longa vita brevis. En efecto: el arte dura, la vida es breve.

Mientras el Barcelona se confirmaba como el mejor equipo del planeta, en la Ópera de Roma se celebraba la última función de Pagliacci, en versión de Franco Zeffirelli. Cristiano Ronaldo miraba el cielo que no le había sido propicio y los jugadores del Barcelona se tiraban sobre el césped con inagotable regocijo. En la Ópera, Tonio decía la más célebre de sus frases: “La commedia è finita!

Un año de espectáculo y pasión había terminado. El Barça de Guardiola comenzaba a convertirse en una forma del recuerdo que pronto merecerá la inagotable narración de la leyenda.











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1 comentario:

Anónimo dijo...

Dios, qué horrrrror, cuando poesía y fútbol se escaramuzan en un texto interminable ya es muy difícil entender de qué se trata. incluso reconociendo de antemano las ligazones que hay entre poesía y futbol, en cuanto a perseguir un fin inalcanzable.Pero este blog cumple a cabalidad con lo expresado en su inicio de página:
ser el eco de lo que no queremos, ni diremos jamás, en las condiciones normales de nuestra existencia. Comprendo que esto es feiz<buk. Villavicencio, usted es un ser especial y extraño, lo cual merece mi respeto.