miércoles, agosto 04, 2010

“Los vigilantes”, de Diamela Eltit

Fragmento




II. Amanece


A
manece mientras te escribo. Tu desconfianza aumenta aún más las fronteras que se extienden entre nosotros. Se ha dejado caer un frío considerable. Un frío que se vuelve cada vez más tangible en este amanecer y no cuento con nada que me entibie. Ah, pero no es posible que lo entiendas porque tú, que no te encuentras expuesto a esta miserable temperatura, jamás podrías comprender esta penetrante sensación que me invade. Deberás responderme con urgencia. Como lo temía, tu hijo fue expulsado hoy de la escuela. Recuerda que te pedí de manera insistente, y, en ocasiones, desesperada, que hicieras los arreglos necesarios para intentar impedir esa resolución. Ahora es demasiado tarde. El cielo empieza a ponerse infinitamente azul, un azul que presagia la llegada conmovedora de un sol macilento que ya sé, sólo vendrá a iluminar aún más el frío que nos circunda.

Tu hijo aún duerme. Duerme como si nada hubiera sucedido, pues cuenta con la certeza de que tú seguirás con distancia nuestro hostil derrotero. Pero, esta vez, deberás entender este dilema que también te pertenece, porque si no lo haces, nuestra aflicción te tocará y la tranquilidad que rodea tu vida quedará inutilizada para siempre.

Me parece que el cielo hoy será arrogante y extenso. Mientras que tu hijo soporta el frío con una extrema liviandad, yo sufro como si hubiera sido atacada por una peste malsana. Nunca he logrado una apariencia para resistirlo y en estos instantes llego a pensar que, tal vez, mi piel fue perversamente diseñada para los inviernos.

Las últimas heladas me han devastado con rigor, llevándome hacia un malestar que vulnera las leyes de cualquier enfermedad. Tu hijo, en cambio, aunque trémulo, conserva la constancia de la alegría en sus juegos solitarios, cruzados por sus sorprendentes carcajadas. Se ríe abiertamente durante aquellas horas en las que me resguardo buscando un sueño que me alivie del frío. Te solicité que se lo dijeras, te advertí en cuánto me perturbaban sus juegos. No lo hiciste. En unos momentos me hundiré entre las gastadas cobijas de mi lecho y te aseguro que tu hijo se despertará únicamente para privarme del descanso que requiero.

Eso es todo. Piensa que permanezco a la espera del gesto que corrija el conjunto de mis inquietudes. Ah, piensa también en el frío que penetra por cada uno de los intersticios de la casa.

Pero, ¿cómo te atreviste a escribirme unas palabras semejantes? No comprendo si me amenazas o te burlas. ¿En qué instante tu mano propició unas acusaciones tan injustas? Estás equivocado, la expulsión de tu hijo fue completamente acertada y me parece cruel que insinúes que fui yo la que lo indujo a buscar una salida de la escuela. Fue una acción de tu hijo del todo personal y yo, si me hubiera visto enfrentada al conflicto de los administradores de la escuela, habría tomado idéntica medida. Ah, qué agravios tuyos debo recibir. Ahora, además del frío, me hieren tus injurias ante las que no demuestras la menor contemplación. Te insisto; la expulsión representó un tibio castigo frente a una falta que me parece imperdonable. Pero, ¿cómo puedes acusarme de desear que tu hijo abandone su educación? En estos momentos, temo que ni siquiera conozcas a tu propio hijo y te niegues a entender que su actuación estuvo provista de una gran dosis de maldad. Lo que hizo sobrepasó todos los límites y yo me vi enfrentada a un conocimiento que me ha dejado demasiado avergonzada.

Afuera está plagándose de una extrema turbulencia. Estoy cierta de que el cielo, en esta noche, muestra una dispersión poco frecuente. Es como si las distintas oscuridades se protegieran al interior de la siguiente y, a la vez, intentaran separarse. Se trata de una noche abrumadora e indecisa. No quiero volver a recibir de ti ninguna expresión inoportuna o que pretendas dudar de una decisión que es ineludible. Jamás te solicité que ejercieras un pronunciamiento ante la expulsión, ni menos que calificaras mis conductas. En realidad, ahora comprendo que tu carta fue escrita por el solo placer de provocar mis iras. Pero a mí lo único que me moviliza es la necesidad de una respuesta a la enorme disyuntiva con la que ahora convivimos. Temo a la llegada de la luz del día. Tu hijo se despierta con la luz y me persigue con sus juegos y sus inminentes carcajadas. Esos ruidos inhóspitos atraviesan las puertas tras las que me protejo para prevenirme de sus enfermizos sonidos.

Tú no sabes cómo, temblando de frío, descompuesta por el sueño, me cubro con las manos los oídos hasta provocarme daño. Ah, no entiendes lo que significa habitar con sus desconcertantes carcajadas . Ahora exijo que retires tus palabras y sólo te limites a darme una respuesta. Comprendo que mi tono te resulte imperativo, pero de esa dimensión es el conflicto al que me enfrento.

En el curso de esta noche pareciera que el cielo propiciara una catástrofe. Nunca había presenciado una apertura similar. Es inútil que intentes una estratagema, no quieras convencerme de que la palidez de tu hijo se está volviendo progresivamente malsana. El mal que anuncia está sólo contenido en tus perniciosos juicios. Limítate a escribir, con la sensatez que espero, una solución para esta tragedia que me resulta interminable.

Durante toda la noche mi corazón me ha hostilizado sin cesar. A lo largo de estas horas, me he sentido diminuida, atacada por un cansancio verdaderamente perturbador. Prisionera de distintas angustias, aún en la más leve, hube de ansiar una pronta muerte. Pero no podía adivinar que me esperaban más castigos, los que se manifestaron en algunos fugaces sueños de mutilaciones. En mis breves sueños, un cuerpo destrozado descansaba entre mis manos. Ah, imagínate, yo era la causante de esa muerte y, sin embargo, no sabía cual destino correspondía dar a los restos. No sé cómo sobrevivo a ese sueño en donde me vi, maravillada, sosteniendo a unos despojos mutilados de los cuales yo era responsable. Mi corazón me ha humillado toda la noche. El corazón late, late, late, pero el mío fue, en esta noche, irregular. Latió con una desarmonía espantosa. Mi corazón se ha comportado de una manera hiriente que no estoy en condiciones de responder a las preguntas que me haces.

Sé que esta mala noche se la debo a mi vecina. Mi vecina me vigila y vigila a tu hijo. Ha dejado de lado a su propia familia y ahora se dedica únicamente a espiar todos mis movimientos. Es una mujer absurda cuyo rencor la ha sobrepasado para quedar librada a la fuerza de su envidia. Mi vecina sólo parece animarse cuando me ve caminar por las calles en busca de alimentos. Me enfrento entonces a sus ojos que me siguen descaradamente desde su ventana, con un matiz de malicia en el que puedo adivinar los peores pensamientos. Sale después hacia afuera y hasta sería posible asegurar que algunas veces me ha seguido. Tú sabes que poseo un fino sentido cuando me siento acechada. Podría testificar que ella ha ido tras mis pasos en mi único recorrido a través de la ciudad. Ahora sé que mi vecina, a pesar del frío, va de casa en casa y estoy cierta de que soy el motivo de sus viajes y la razón de sus conversaciones. Su mirada es definitivamente tendenciosa y puedo prever cómo el mal se desliza por mi espalda, se despeña por mi espalda dejándome arañada por crueles difamaciones. Ah, no entiendo desde cuál de sus incontables odios ha escogido hacer de mí su contendiente.

Sabes pues que soy vigilada por mi propia vecina. Las preguntas que me haces, sólo duplican en mí la vigilancia. El que tu hijo no asista a la escuela no augura que habitemos de una manera indecorosa. Te advertí que este momento llegaría. Si tú no lo detuviste, ¿por qué pues debo entonces obedecer tus órdenes? Permanecemos, nos quedamos por tu voluntad en una ciudad que enloquece de manera progresiva. Mi vecina me vigila y vigila a tu hijo y cuando anochece puedo escuchar su llanto desesperado. Llora por que su vida occidental se le ha dado vuelta, porque el frío se ha dado vuelta y, por su contagio, esta noche hasta mi corazón se ha sublevado.

Tu hijo y yo pasamos este tiempo comprometidos en un ritmo que no merece el menor reproche y no veo por qué habría de hacerte una cuenta detallada de cómo pasamos el día. Pero, en fin, has de saber que nuestras horas transcurren burlando el frío que está alcanzando un cuerpo realmente monstruoso. Tu hijo lo esquiva ejecutando sus juegos y lo soslaya con el fragor de sus estruendosas carcajadas. Yo velo el día y vigilo el paso de la noche. Pero ¿cómo hacerte comprender que mi vecina me fustiga de manera vergonzosa? Deja pues de abrumarme con argumentos que no tienen el menor asidero. Tu hijo fue expulsado de la escuela por su comportamiento y debemos permanecer reducidos en la casa. ¿Qué es lo que en realidad temes? ¿Qué mal podría amenazar a quienes viven encerrados entre cuatro paredes?




1994













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