jueves, junio 24, 2010

«Las persianas», de Jorge Teillier






Abro las persianas y me sorprende el violento fogonazo de un aromo recién florecido.

Esto me hace volver a cerrar las persianas. No es ninguna luz la que ahora necesito, sino la penumbra piadosa que me permite ir distinguiendo, poco a poco, los restos dejados por la noche: botellas de cerveza que rodaron por el suelo, copas a medio vaciar, platos con restos de comida amontonados junto a libros encima de la mesa, centenares de colillas que los amigos esparcieron en el curso de sus tediosas e interminables charlas.

Me levanto para refrescar mi boca reseca con unos sorbos del agua del jarro del lavatorio, y vuelvo a tenderme en la cama: todavía tengo sueño y dolor de cabeza.

No puedo saber la hora, pues anoche estrellé contra el muro el despertador que me ha prestado la dueña de la pensión, pero debe ser pasado el mediodía. De pronto sé lo que debo hacer: levantarme e ir donde Marcela. Será necesario tomar esa especie de microbús rural y tras el largo recorrido en que la ciudad va disolviéndose tan lentamente, llegar a la antigua casona de adobe, detener largo rato, indeciso, la mano sobre la aldaba; llamar, soportar lego la odiosa mirada de la madre de Marcela, que sin decir palabra me indica el sillón de cuero resquebrajado en donde debo esperar. Pero nada de eso importa. Lo único que importa es ver a Marcela que aparece al fin, con su eterno vestido gris, su cara sin pintar, sus ojos que siempre parecen mirar más allá de donde está uno.

Entre las penumbras del extenso corredor voy tras ella hasta que llegamos a su cuarto. Y una vez allí, la veo seguir ojeando revistas antiguas, hasta que de pronto las deja en el suelo y me dice: «ya que viniste, cuéntame algo».

Mis historias fastidiaban a Marcela, y yo empezaba a no saber qué contarle, cuando ella descubrió que le interesaban mis sueños. Yo casi nunca sueño, y los sueños que tengo trato de olvidarlos. Para Marcela, sin embargo, empecé a inventar sueños. Marcela siempre me escucha en silencio, sin interrumpirme, y cuando he callado, me pide que me acerque, me recorre la cara con sus manos, como si fuera ciega, como si no me conociera. Luego, se levanta, y en la victrola a cuerda coloca, hora tras hora, discos de cantantes de otra época. Hasta que ya es de noche y la madre de Marcela avisa que debo irme. Entonces me voy, como un sonámbulo, tanteando las murallas del corredor entre penumbras.

Qué lástima esta aparición repentina del sol en medio del invierno. Pues Marcela y yo no amamos el sol: ella constantemente me pide que le hable del país de la infancia, ese sur remoto, ya casi inexistente, de neblinas y de lluvias eternas. Pero ya sabrá ella cómo escondernos, ya cegará los vidrios de las ventanas bajando las gruesas y pesadas persianas.

Quizás debiera llevarle de regalo a Marcela un cuaderno de croquis: a ella le gustan esas hojas sin líneas que llena con su pequeña y desordenada letra de mala alumna escribiendo largos poemas sin sentido –poblados de gatos entre rosas o tarros de basura, ángeles volando sobre tejados, carruseles vacíos–, poemas que a veces accede a leerme, aun cuando casi siempre me dice que no quiere compartir nada suyo, que prefiere escuchar mis sueños

Recuerdo que una vez la convencí de que debíamos salir. Por desgracia era un día de sol irritante, que hacía más opresivas las calles del domingo de la ciudad. En el gran vacío de las cuatro de la tarde no supe qué hacer con Marcela. Recorrimos una avenida vecina al río, y ella –con cierta satisfacción– me hizo ver que no había entre los escasos transeúntes un solo rostro que no reflejara la desdicha o el tedio.

Llegamos después a un museo descuidado, en donde junto a tranquilas familias que se aburrían correctamente contemplamos las aves disecadas y los esqueletos polvorientos de animales de otras edades.

Cuando bajábamos por la escalinata detuve a Marcela y la besé, sin encontrar respuesta. «¿Para qué haces eso?», me dijo, sin que yo supiera de verdad qué responderle.

Durante muchos días no volví a verla. Cuando de nuevo llegué a su casa me habló: «Si nos seguimos viendo te llevaré algún día a la glorieta que está en el patio. Yo no quiero ir más lejos que eso. Y allí podemos leer algún libro que nos guste a los dos. No sé. Quizás te esté mintiendo, pero por lo menos puedes pensar en ello».

Pudiera ser que hoy Marcela quiera salir de su cuarto y me lleve a conocer la glorieta. Pero si me pide que le cuente un sueño, ahora no inventaré, le contaré algo que en realidad he soñado, sin poder olvidar:

«Voy por un camino fangoso iluminado por una gran luna llena, en un coche antiguo. Estoy contento, llevo el caballo paso a paso, hablo con el caballo, a nuestro lado empiezan a crecer enormes y serenos álamos. Aparecen varios niños que me piden que los lleve. Suben cantando una vieja ronda. Creo que es Mambrú. En un recodo me detiene una pareja de ancianos. También los llevo. Después, varias muchachas campesinas. Después, familias enteras que sobre el pequeño coche acumulan más y más muebles. El caballo no puede caminar, me mira lastimosamente. Me bajo diciéndole: Te voy a matar. No puedo hacer otra cosa. Tú también debes comprender que no se puede ser bondadoso. El caballo baja resignado la cabeza. Entonces, hundo un cuchillo en su cuello y un chorro de sangre me salta a la cara, me ciega, me despierta».

*

Alguien sube la escalera. Debe ser Silvia, sólo ella tiene esos pequeños pasos de zorzal. La puerta está sin llave. Silvia la abre y queda un momento titubeando en el umbral. Cuando entra, exclama:
– ¡Qué desorden! ¿Por qué te gusta tanto estar a oscuras? Déjame correr las persianas.
– No, deja tranquilas las persianas.
– Como quieras. ¿Pero por qué no te levantas? ¿Fue muy grande la fiesta de anoche? ¿Estás enfermo? Ya son las tres de la tarde.
– No tengo ningún motivo para levantarme. No quiero salir a ninguna parte. Quedémonos aquí.

Silvia se acerca a la cama y me mira un buen rato.
– Tendré que acostarme contigo, entonces.

Pasa su mano por mi cara y continúa:
– No me gusta tu piel áspera, me molesta que ni siquiera te hayas afeitado. Me rasguña. En fin, espera un poco, voy a ordenar la pieza.

Con los ojos cerrados espero que ella se desvista, espero que su cuerpo se deslice junto al mío.

– Te siento muy raro hoy –me dice Silvia–. No hablas, no quieres salir. Seguro que anoche soñaste con esa niña a la que llamas Marcela. ¿Por qué no cambias de sueño alguna vez? Hace demasiado tiempo que estás soñando con ella.
– No, Silvia. Anoche no soñé con Marcela. Soñé que mataba un caballo y su sangre me dejaba ciego.











1964













1 comentario:

Roberto Marconi dijo...

maravilla