martes, junio 29, 2010

“Jinete del mar”, de Richard Brautigan







El dueño de la librería no era mago. Tampoco era un cuervo de tres patas que revoloteara sobre la hierba de la montaña. Era, por supuesto, un judío, un marino mercante retirado que había sido torpedeado en el Atlántico del Norte donde estuvo flotando días enteros hasta que la muerte no lo quiso. Tenía una esposa joven, un ataque cardíaco, un Volkswagen y una casa en Marin County. Le encantaban los libros de George Orwell, Richard Aldington y Edmund Wilson.

A los dieciséis años supo lo que era la vida, primero a través de Dostoievski, luego a través de las putas de Nueva Orleans.

La librería era una especie de estacionamiento de tumbas usadas. Miles de tumbas se estacionaban en filas como autos. Casi todos los libros estaban agotados.; ya nadie quería leerlos o quienes los habían leído ya habían muerto o los habían abandonado; sin embargo, gracias al influjo de la música los libros recobraron su virginidad. Al pie de la primera página tenían grabado su copyright como un himen renovado.

Durante el año terrible de 1959, yo frecuentaba la librería en las tardes después de salir del trabajo.

El hombre tenía una cocina al fondo de la tienda y en un sartén de cobre ponía a hervir café turco muy espeso. Yo bebía a sorbos el café mientras me ponía a leer libros viejos y a esperar que terminara el año. Para esto tenía un cuartito arriba de la cocina.

El cuarto daba a la librería por la parte en que se interponían unas pantallas chinas. En el cuarto había un sofá, un botiquín de cristal repleto de objetos chinos, una mesa y tres sillas. La pieza contigua era un baño pequeñísimo que se unía al cuarto como el reloj de bolsillo a su cadena.

Una tarde, sentado en un taburete de la librería, me encontraba leyendo un libro que apoyaba contra el borde de un cáliz. Las páginas del libro eran tan claras como la ginebra, y en la primera página se leía:

Billy
the Kid
nació
el 23 de noviembre
de 1859
en la ciudad de
Nueva York


El dueño de la librería vino hasta mí, me puso la mano en el hombre y me dijo:

—¿Quisieras acostarte con alguien?
—No —dije.
—Estás equivocado —dijo él, y sin más caminó hacia el frente de la librería y se detuvo ante un par de desconocidos, un hombre y una mujer.

Estuvo hablando con ellos un momento. Yo no podía escuchar lo que decían. Me señaló con el dedo. La mujer asintió con la cabeza y el hombre asintió igualmente.

Vinieron hacia el fondo de la librería.

Algo me ruborizaba. No podía salir corriendo de la librería porque la pareja avanzaba hacia mí por la única puerta de escape; entonces decidí subir al cuarto y meterme en el excusado. Ellos me siguieron.

Podía oírlos venir mientras subían las escaleras.

Esperé un buen rato en el excusado y ellos, con toda paciencia, esperaron un rato igual en el cuarto. No hablaban. Cuando salí del excusado, la mujer yacía desnuda en el sofá, y el hombre tomaba asiento y ponía el sombrero sobre la rodilla.

—No te preocupes por él —dijo la muchacha—. Estas cosas le dan igual. Es rico. Tiene 3859 Rolls Royces.

La muchacha era muy bella, y su cuerpo era como el río cristalino de una montaña de piel y músculos a flote sobre las rocas de hueso y nervios recónditos.

—Ven a mí —dijo ella—. Entra en mí, ya que ambos somos Acuario y te amo.

Eché una mirada al hombre sentado en la silla. No sonreía ni parecía triste.
Me quité los zapatos y toda la ropa. El hombre no dijo una sola palabra.
El cuerpo de la muchacha se movía ligeramente de un lado a otro.
No tenía más remedio: mi cuerpo era como el de un pájaro asido a los alambres de un poste, estirados sobre el mundo y levemente meneados por el viento.
Me acosté con la muchacha.

Fue como ese interminable segundo número 59 que fenece en minuto y lo deja a uno como tonto.

—Bueno —dijo la muchacha—, y me besó en la mejilla.

El hombre siguió sentado sin hablar ni moverse ni externar ninguna emoción. Supongo que efectivamente era rico y que tenía 3859 Rolls Royces.

Acto seguido la muchacha se vistió y salió de la pieza con el hombre. Bajaron las escaleras y al salir oí las primeras palabras del hombre:

—¿Quieres ir a cenar a Ernie?
—No sé —dijo la muchacha—. Es un poco temprano para pensar en cenar.

Luego oí que cerraban la puerta y ya se habían marchado. Me vestí y bajé a la librería. La carne de mi cuerpo se sentía suave y relajada como si hubiera pasado por un experimento con música de fondo.

El dueño de la librería estaba sentado ante su escritorio, detrás de la caja registradora.

—Voy a decirte lo que pasó allí arriba —dijo con su hermosa voz de cuervo de tres patas que revolotea sobre las hierbas de la montaña.
—¿Qué? —dije.
—Tú luchaste en la guerra civil española. Fuiste un joven comunista de Cleveland, Ohio. Ella era una pintora judía de Nueva York que anduvo turisteando en la guerra civil española como si ésta hubiera sido el Mardi Grass de Nueva Orleans representado por estatuas griegas. Cuando tú la conociste ella estaba pintando el retrato de un anarquista muerto. Te pidió posar junto al anarquista y actuar como si lo hubieras matado. La abofeteaste diciéndole algo que para mí sería vergonzoso repetir. Tú y ella se enamoraron mucho. Y una vez, cuando tú estabas en el frente, ella leyó Anatomía de la melancolía e hizo 349 dibujos de limón. El amor de los dos era más bien espiritual. Ninguno de los dos se condujo en la cama como millonario. Cuando cayó Barcelona, huyeron a Inglaterra y luego tomaron un barco a Nueva York. El amor quedó en España. Fue sólo un amor de guerra. Se amaban únicamente a ustedes mismos y al hecho de amarse en España durante la guerra. Algo los cambió en el Atlántico y cada día se volvieron como quienes se han perdido entre sí. Cada ola del Atlántico era una gaviota muerta que arrastraba sus despojos de artillería de un horizonte a otro. Cuando el barco encalló en Norteamérica, se despidieron sin decir nada y nunca se volvieron a ver. La última vez que volví a saber de ti, todavía vivías en Filadelfia.
—¿Eso es lo que crees que pasó allá arriba? —dije.
—En parte —añadió—. Sí, eso forma parte de todo.

Sacó la pipa, la rellenó con tabaco y la encendió.

—¿Quieres que te diga qué más sucedió arriba? —dijo.
—Sigue.
—Cruzaste la frontera mexicana. Cabalgaste en tu caballo hasta llegar a un pueblo. La gente sabía quién eras y te tenía miedo. Sabían que habías matado a muchos hombres con la pistola que llevabas al cinto. El pueblo era tan pequeño que ni siquiera había sacerdote. Cuando los rurales te vieron se marcharon del pueblo. A pesar de lo bravos que eran, nada querían tener que ver contigo. Los rurales huyeron. Te convertiste en el hombre fuerte del pueblo. Te sedujo una niña de trece años, y tú y ella vivieron juntos en una choza de adobe. Prácticamente lo único que hacían era el amor. Ella era delgada y tenía el pelo largo y negro. Hacían el amor de pie, sentados, recostados en el piso sucio lleno de puercos y de gallinas. Las paredes, el piso e incluso el techo de la choza estaban cubiertos con tu esperma y con sus venidas. Cuando de noche dormían en el piso usaban tu esperma como almohada y sus venidas como cobijas. La gente del pueblo tenía tanto miedo de ustedes que no podían hacer nada. Después de unos días ella empezó a caminar sin ropa por el pueblo, y la gente decía que eso no estaba bien. Y cuando tú y ella empezaron a salir sin ropa, y cuando tú y ella empezaron a hacer el amor montados en el caballo en medio del zócalo, los del pueblo sintieron tanto miedo que tuvieron que marcharse. A partir de entonces es un pueblo abandonado. La gente jamás viviría allí. Ninguno de ustedes llegó a los veintiún años. No era necesario. Como ves, yo sí sé lo que sucedió allá arriba —dijo.

Me sonrió amablemente. Sus ojos eran como los cordones de zapatos de un clavicordio.

Pensé acerca de lo que pasó allá arriba.

—Tú sabes que lo que te he dicho es la verdad —dijo—, ya que lo viste con tus propios ojos y viajaste con tu propio cuerpo. Termina de leer el libro que estabas leyendo antes de que te interrumpiera. Me dio gusto que te hayas acostado con la muchacha.

Una vez resumidas, las páginas del libro empezaron a correr con mayor velocidad, cada vez más rápido, hasta girar como ruedas en el mar.





en La pesca de truchas en Norteamérica, 1967













No hay comentarios.: