miércoles, junio 23, 2010

“El comienzo de la escritura”, de Jorge Luis Borges






Cuando empecé a escribir pensaba que todo debía ser definido por el escritor. Por ejemplo, decir “la luna” se encontraba totalmente prohibido; uno debía hallar un adjetivo, un epíteto para “la luna”. (Claro que estoy simplificando las cosas, lo sé, porque he escrito “la luna” muchas veces, pero esto es una especie de símbolo de lo que hacía entonces). Bueno, pensaba que todo debía ser definido y que no debían utilizarse figuras comunes en las frases. Nunca hubiera dicho: “Fulano entró y se sentó”, porque era demasiado simple y fácil. Pensaba que tenía que encontrar una manera más fantasiosa de decirlo. Ahora descubro que todas esas cosas son, por lo general, molestas para el lector. Pero pienso que la raíz de todo el asunto se encuentra en el hecho de que cuando el escritor es joven, siente que va a decir algo más bien tonto y obvio o un lugar común, y entonces trata de esconderlo bajo ornamentos barrocos, bajo palabras de escritores del siglo XVII. O si trata de ser moderno, hace lo contrario: inventa palabras continuamente o hace alusión a aeroplanos, a trenes, al teléfono o al telégrafo para parecer moderno. Después, a medida que pasa el tiempo, uno siente que las ideas, buenas o malas, se deben expresar simplemente, porque si se tiene una, hay que intentar introducir esa idea o ese sentimiento o ese estado de ánimo en la cabeza del lector. Si al mismo tiempo uno intenta ser, digamos Sir Thomas Browne o Ezra Pound, entonces no es posible. Así pues, pienso que todo escritor empieza siendo complicado: está jugando varios juegos a la vez. Quiere transmitir un estado de ánimo peculiar; al mismo tiempo tiene que parecer contemporáneo y, de no hacerlo, se convierte en reaccionario y en clásico. Por lo que hace al vocabulario, lo primero que se propone un escritor joven, al menos en Argentina, es mostrar a sus lectores que posee un gran léxico, que conoce todos los sinónimos: así tenemos, por ejemplo, en una misma línea “rojo”, después “escarlata”, después otras palabras diferentes, más o menos, para el mismo color: “púrpura”.






En Borges, el palabrista, 1980
Compilador: Esteban Peicovich












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