jueves, abril 01, 2010

“El éxodo urbano”, de John Cheever







La guerra había terminado; también la escasez de materiales de construcción y desde la ventana de nuestro departamento cerca de Sutton Place podíamos ver cómo empezaba a cambiar el horizonte. Todos los que estaban volviendo ya estaban en casa, las chicas todavía tenían su aspecto de licencia y rocío y, después de las ruinas humeantes y cariadas de Manila, la ciudad de Nueva York, con el cielo derramando su luz sobre los ríos, parecía una iluminación. Mis hijos eran pequeños y mi Nueva York favorita era a la que ellos me conducían las tardes de domingo. Una chica en tacos altos te puede mostrar Roma, un compañero de tragos es el mejor para Dublín, y yo disfrutaba de la Nueva York que conocían mis hijos. Les gustaba la casa de los leones de Central Park a las cuatro de las tardes de febrero, el punto más alto del Queensboro Bridge, y un muelle cerca del río en las East Forties, hace mucho abandonado, donde una vez vi a una pareja de prostitutas jugando a la rayuela con las llaves de una habitación de hotel. Oh, fue hace mucho tiempo. Todavía se podía escuchar la versión instrumental de “Oklahoma!” durante las horas de beber, la Mink Decade recién se estaba consolidando y la Third Avenue todavía hacía vibrar los platos en Bloomingdale’s. Las vistas del East River eran más amplias entonces y esas extensiones de agua y luz tenían una fuerza impresionante. Solíamos cabalgar y jugar a la pelota en Central Park y, en octubre, con la temporada de esquí en mente, solía subir los diez pisos de escaleras de mi departamento. Usaba las escaleras de atrás, las únicas, y yo era el único que las usaba. La mayoría de las puertas de las cocinas estaban abiertas, y mi subida era una violación a la privacidad, pero, ¿qué podía hacer? Silbaba y a veces cantaba para avisar a los vecinos de mi acercamiento, pero a pesar de estas precauciones una vez vi a una mujer usando apenas una faja mientras preparaba una pata de cordero, a un cocinero tomando whisky de la botella, y a una ama de casa sentada sobre las rodillas del pálido chico del delivery de la carnicería de la esquina. En Nochebuena, mis hijos y sus amigos cantaban villancicos en Sutton Place, sobre todo para mayordomos, porque todos los demás se habían ido a Nassau, lo que pudo haber sido el principio del fin.

Era una vida maravillosa y parecía que nunca iba a terminar. En invierno había algunos días con un brillo inteligente en el aire y los edificios, y después estaban los primeros vientos sureños de la primavera con sus olores excitantes e inmundos de los patios de atrás, y todas las mujeres que habían salido a comprar caminando hacia el este al atardecer, cargando flores de manzanos y lilas que habían sido traídas en camiones desde el Shenandoah Valley la noche antes. Un mendigo que hablaba francés solía trabajar en Beekman Place (“Je le regrette beaucoup, monsieur...”), y al salir a cenar una noche nos encontramos con un gaitero en la plataforma de subterráneo de la Avenida Lexington que tocó una marcha Black Watch entre trenes. Nueva York era el lugar donde yo había conocido y me había casado con mi esposa, había soñado con sus calles durante la guerra, mis hijos habían nacido allí, y era donde por primera vez había experimentado el sentimiento de estar libre de estructuras sociales y parentales. Nosotros y nuestros amigos parecíamos improvisar nuestro mundo y encontrarnos con la sociedad en los términos más liberales y espontáneos. Supongo que no hubo un día, una hora, en la que la clase media recibió orden de marcharse, pero hacia el final de la década del ’40 la clase media se empezó a mover. Fue más un empujón que un movimiento, y la energía detrás del empujón fue el cambiante carácter económico de la ciudad. Sería más fácil de describir si hubiera habido edictos, proclamas y tablas de estadísticas, pero el vasto movimiento de población fue forzado por las cuentas de la carnicería, las propinas, el incremento en los costos de los alquileres y los colegios y las demoliciones. ¿Dónde están los Wilson?, uno podía preguntarse. Oh, se compraron un lugar en Putnam County. ¿Y los Renshaws? Se mudaron a Nueva Jersey. ¿Y los Oppers? Los Oppers están en White Plains. Las líneas se estaban angostando, y los mirábamos ir con cierta pena y desdén. A veces volvían para una cena con barro en los zapatos, y los rostros de las mujeres enrojecidos de trabajar en el jardín. ¡Mi Dios, los suburbios! Rodeaban los límites de la ciudad como territorio enemigo y pensábamos en ellos como una pérdida de privacidad, una cloaca de conformidad y una vida de infelicidad indescriptible en un pueblo cuyo nombre aparecía en The New York Times sólo cuando un ama de casa aburrida se volaba la cabeza con un arma.

Esa primavera, en la ceremonia de cierre del año escolar de mi hija, la directora tomó el micrófono y anunció: “Ahora la escuela se terminó... ¡y todos nos vamos al campo!”. Nosotros no nos íbamos al campo y la exclamación me fascinó porque, escondida en algún lugar de sus palabras, había una sensación, una aprehensión del hecho de que los ricos de la ciudad se estaban volviendo más ricos y el frágil espacio medio donde nosotros estábamos parados se estaba desvaneciendo. En cualquier caso las vistas del río se estaban desvaneciendo así como sus marcas. Se tiró abajo una destilería vieja y se levantó una lujosa casa de apartamentos. Empezó la construcción en un terreno baldío donde solíamos pasear al perro, y la mayoría de las pequeñas y agradables casas del vecindario, donde la gente que no era rica podía vivir, fueron marcadas para demolición e iban a ser reemplazadas por torres de vidrio de una nueva clase. Podía ver el paisaje de la juventud de mis hijos destrozado frente a mis ojos; ¿y no pierden fuerza la riqueza de nuestros recuerdos con esta velocidad de reconstrucción? La casa de departamentos donde vivíamos cambió de manos y los nuevos dueños se prepararon a convertir el edificio en una cooperativa, pero nos dieron ocho meses para encontrar otra casa. La mayoría de la gente que conocíamos para entonces vivía o en River House o en inquilinatos del centro, donde había que usar ollas y sartenes para contener las goteras cuando llovía. Las chicas o salían o entraban del Colony Club, por decir algo, en el embarcadero del río, y los amigos de mis hijos o jugaban fútbol para Buckley o practicaban con cuchillos en las sombras del puente.

Ese fue el invierno en que nunca tuvimos suficiente dinero. Yo busqué otro departamento, pero fue imposible encontrar un lugar para una familia de cinco que fuera adecuada para mis ingresos y para mi esposa. No éramos tan pobres como para acceder a las viviendas subsidiadas y en absoluto lo suficientemente ricos para los nuevos edificios que estaban creciendo a nuestro alrededor. El ruido de los cuadrillas destrozando todo parecía directamente dirigido a nuestra residencia en la ciudad. En marzo, una de las obligaciones que no pude cumplir o fui negligente fue la cuenta de electricidad y nos cortaron la luz. Los niños se bañaron a la luz de las velas y, aunque disfrutaron este desarrollo de los hechos, el efecto de un departamento oscuro en mis propios sentimientos fue sombrío. Simplemente no teníamos el dinero. Pagué la cuenta de luz por la mañana y fui a Westchester una semana más tarde y arreglé el alquiler de una pequeña casa con un enfermizo árbol en el jardín.

Las ceremonias de despedida eran numerosas y a veces con lágrimas. El sentimiento era que íbamos al exilio, como tantos miles antes de nosotros, por invisibles presiones económicas y enviados a una yerma vida de provincias donde engordaríamos, usaríamos ropas inadecuadas, y pasaríamos nuestras noches pegados a la televisión. ¿Qué otra cosa puede hacer uno en los suburbios? La noche antes de irnos fui a Riverview Terrace para cenar, de donde salté, en una exuberancia de arrepentimiento, de una ventana de un primer piso. No creo que eso se pueda hacer más. Después de la fiesta caminé por la ciudad, y empecé mis despedidas. Las tradicionales luces de madera seca salían de las calles y pegaban en las nubes bajas sobre mi cabeza. En una vereda, en algún lugar de las Ochentas vi a un cubano bailar pasos de rumba con un bebé en los brazos. Una fiesta en las Sesentas se estaba terminando y los hombres y las mujeres estaban bajo una puerta iluminada diciendo adiós y buenas noches. En las Cincuentas vi a un linyera empujando un carrito de bebé inglés, un carruaje para una princesa, de un tacho de basura a otro. Era parte de la impronta de la ciudad. Era la primavera, y había una intoxicante y fresca fragancia desde el Central Park, porque en Nueva York el avance de las estaciones no se olvida sino que se intensifica. Tormentas de otoño, fuegos de hojas, la quietud primordial que llega después de una nevada intensa y los lascivos olores de abril, todo parecía magnificado por el pavimento de la más grandes las ciudades del mundo.

Los hombres de la mudanza iban a llegar al amanecer y yo di otro paseo melancólico. Me hice lustrar los zapatos por un agradable italiano que siempre se describía a sí mismo como un hombre con la mente sucia. Culpaba al olor de la crema de lustrar porque, decía, provocaba persuasiones venéreas. Tenía, como mucha gente de su tipo, una mente vívida y poseía, junto con la colección de revistas de nudismo más grande que haya visto, algunos exaltados recuerdos de Laurence Olivier como Hamlet, u Omletto, como lo llamaba. Parada frente a nuestro edificio de departamentos había una anciana que no sólo alimentaba y daba de beber a las palomas que entonces vivían alrededor de Queensboro Bridge, pero cuyo amor por los pájaros era celoso. Un obrero había puesto los restos de su comida sobre la vereda y ella estaba pateando los restos en la basura. “Usted no tiene que alimentarlos”, le decía. “Usted no tiene que preocuparse por ellos. Yo los cuido. Gasto cuatro dólares por semana en granos y pan duro, y en el verano les cambio el agua dos veces al día. No me gusta que los alimenten extraños.” La ciudad es vulgar, poco convencional y magnífica, y ella y el lustrador podrían ser abogados de su falta de convencionalismo, esos millones de solitarios, pero no descontentos, hombres y mujeres que pueden ser escuchados hablándoles con gran intimidad a los chimpancés del zoológico, las ardillas del parque y a las palomas en todas partes.

Esa mañana el aire de Nueva York estaba lleno de música. Bessie Smith estaba cantando “Jazzbo Brown” desde una radio en el carrito de jugo de naranjas de la esquina. Bajando por Sutton Place, un hombre ciego estaba tocando “Make Believe” en trombón. La Quinta Sinfonía de Beethoven, con todas sus amenazas y revelaciones, salía de una ventana de un piso alto. Los hombres y las mujeres se asoleaban en la Segunda Avenida y la visión de la vida urbana parecía amigable, un lazo de imponderables, un riesgo compartido y al menos un gesto hacia la pacificación de la humanidad, porque, ¿cómo podía una especie que no fuera pacífica vivir en semejante congestión? Fredric March estaba sentado en un banco en Central Park. Igor Stravinsky estaba esperando que cambiaran las luces. Myrna Loy estaba saliendo del Plaza y en la Sexta e.e. cummings estaba comprando bananas. Era tiempo de irse y me tomé un taxi. “No duermo”, me dijo el conductor. “Ya no duermo. No consigo descansar. ¡La primavera! No significa nada para mí. Mi esposa me dejó. Se juntó con este bombero, pero yo le dije: ‘Te voy a esperar, Mildred. Te voy a esperar, sólo es bestialismo lo que sentís por este hombre y te espero, dejo prendidos los fuegos del hogar.’” Era el idioma de la ciudad y una de sus muchas voces, porque, ¿dónde más en el mundo los extraños desnudan sus íntimos secretos con tanta urgencia y tanta velocidad? Y yo iba a extrañar esto.

Como muchas otras cosas en la vida moderna, el pathos de nuestra partida fue protegido por un profundo cartílago de decoro. Cuando la camioneta de mudanzas cerró sus puertas y partió, nos dimos la mano con el portero y nos fuimos al campo, preguntándonos si alguna vez volveríamos.

Volvimos la semana siguiente para una cena y seguimos volviendo a la ciudad para visitar amigos regularmente. Compartían nuestros prejuicios y nuestras ansiedades. Nos preguntaban: “¿Pueden soportarlo? ¿Están bien ahí? ¿Cuándo creen que podrían volver?”. Y encontramos a otros evacuados en el campo que se sentaban sobre su césped suburbano, planeando volver cuando los chicos terminaran la facultad; y cuando la lluvia caía sobre las hojas de árboles petrificados, preguntaban: “Oh, Charlie, ¿crees que estará lloviendo en Nueva York?”.

Ahora, en las noches de verano, el olor de la ciudad viaja hacia al norte sobre las aguas del río Hudson, hasta las arboladas e internas orillas donde vivimos. El olor es como los restos de una enorme lavandería, aunque espero que un evacuado incurable pueda detectarlo en Arpège, gin frío como la piedra, y pueda quizás incluso imaginar que escuchó música en el agua; pero esto no es para mí. A veces vuelvo a caminar por los fantasmagóricos restos de Sutton Place, donde los rudos nuevos edificios se paran en la vista al río de los demás, y donde el precio de los alquileres provoca mareos, pero ahora mis viejos amigos parecen insulares en su preocupación acerca de mi exilio, sus departamentos parecen magníficos pero polvorientos, como el escenario de una compañía viajera de Broadway, y sus porteros sólo me recuerdan el hecho de que no les tengo que dar una propina de 20 en Navidad y que en mi propia casa puedo gritar de alegría o enojo sin preocuparme por si alguien golpea el radiador pidiendo silencio. La verdad es que estoy loco por los suburbios y no me importa quién lo sepa. A veces mis hijos y yo vamos a pescar percas en el Hudson, y cuando los trenes de la ciudad pasan al lado de las orillas del río saludo a los a veces avergonzados pasajeros con mi lata de cerveza, deseándoles velocidad y prosperidad en la más grande ciudad del mundo, pero los veo pasar sin un rastro de nostalgia o envidia.







Crónica originalmente publicada en Esquire, julio 1960












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