lunes, marzo 15, 2010

“Cantos a Anadir”, de Stella Díaz Varín






I

Yo estaba como aquel a quien le han sido arrancados los ojos por una manada de serviles águilas. Y mi sangre entonces era vertida en el pozo más oscuro de mi casa junto con el estiércol y las palomas muertas.

Yo era aquel a quien servía de morada la tumba de sus antepasados; -silvestre, como todas las tumbas silvestres.

Yo era aquel a quien el amado confundió con una sola de sus caricias aprendidas de la esposa. Me venía por el costado un suave sopor, y me dormía queriéndola a ella, pensando en ella con en la primera amadora. Para mí, ella era él; entonces ya no sabía si mis venas eran mías o si mis dedos recorrían verdaderamente mis muslos, deseando encontrar los poros, más debajo de la piel.

Pero un día fui mío y me escurrí como un pez sediento hasta mi vientre, y estuve en él por largo tiempo y nací.


¡Oh, extraña coincidencia! Me sentía suave y voluptuoso porque era el comienzo –y creí en esos instantes, que cada vez podría hacer lo mismo; era tan bello no compartir nada, no dar nada, aun cuando recordaba haber besado ardientes labios.

Más, el amado repitió mi nombre varias noches y fue como si el hijo recién nacido cantara una canción de cuna para su madre. Ya no lloraba, y sin embargo tenía las cuencas salobras y prendidas de las comisuras. Para mí, nunca se arrodilló el día, y veía el sol a través de la noche, porque toda mi vida era una sola noche precipitada y solitaria.

Anadir, agita tu mano blanca y aguda y dime si la noche alguna vez dejará sus pisadas procelosas y habitará en tus ojos para siempre.

Anadir, eres suave como el tallo de una flor de esparto y puedes ser mía; te daré a beber inolvidables zumos y serás inmortal como tu amante. Ven, acerca tu aguda mano blanca hacia el nacimiento de mi cabello y sabrás cómo crece, bulliciosamente, como las cascadas y la hojas y la hierba perezosa del camino.

Anadir, si te dijera que acabas de nacer junto conmigo me tendrás más confianza, pero ya ves, la fatalidad ronda mis puertas y no puedo mentirle, pero descenderé desde mis comienzos para estar contigo y podré besar tu ardiente mejilla. Entonces tu planta bailará sobre los cristales líquidos de la lluvia y reirás como una niña recién parida.




II

Como si después de tanto tiempo uno pudiera seguir existiendo, Anadir. ¿Acaso cada cosa que sucede no significa el destierro de un mero corazón, apenas comenzado?

Desde tu ausencia me he arrebatado mar, me hundo en la arena tibia, como en tu cuerpo; te diviso, más que te imagino, sobre la última ola azul. Siempre vas precedida de puertos y de mástiles y de extraños barcos silenciosos, y un coro ronco de marineros se sumerge contigo en el oscuro seno movedizo. Entonces la tristeza y la soledad hacen presa de mí, y me revuelvo como un pez despreciado y moribundo.

¡Ay, si la ola negra de tu cabellera me sepultara, y vivir pudiera en mares desconocidos, donde el almizcle y el yodo tiñeran mi piel y bebiera el sudor angustioso de la esclavitud!

Más que la muerte que conocemos y está en nosotros, deseo la vida ignorada, más allá del mar y sus emanaciones, más allá de la montaña y sus nieves, más allá del fuego y su lengua amiga y acariciadora.



Qué sería de mí si el espíritu del mal huyera de mi lado y no pudiera poseerte, Anadir:

Partiría mi sien derecha con una roca, para que los pájaros marinos bebieran en mi cráneo y pudieran hablarte, cuando te paseas en el horizonte, con tu coro ronco de marineros borrachos de muerte.




III

Hoy he cruzado una calle, donde los niños huelen a viejos trapos en desuso y, donde cuya única bebida es el agua pútrida que almacena la calle incolora. Las gentes seguían mi paso de sabio bailarín adolescente y miraban mi vestido... Una sensación de abandono y sueño se apoderó de mis ojos y no miraba ya, sino esas extrañas figuras fosforescentes que el párpado encierra en la oscuridad y que tan confidencialmente nos regala, como un presente de sombras.

Para ir a ver al herrero, muchas veces he cruzado la misma calle, y los niños y los perros me siguen, y los gatos abandonan su propio calor para excitarme con su morbidez las pantorrillas.

Y vi al herrero Anadir. Estaba él con su casaca de piel y su brazo, largo como un péndulo, oscilando del garfio de la fragua; sus ojos verdes tan grandes como su frente y oblicuos, miraban la llama roja que iluminaba su pecho y sus hombros. Es casi un niño y es alto y magro como un pobre árbol pobre.

El herrero es mudo Anadir, y no tiene sino sus ojos para conversar, y como sus ojos son tristes y están siempre fijos en el fuego, yo creo que el herrero se quedó mudo voluntariamente, porque su mirada no juega ni parlotea como la mirada de los hombres vulgares que yo veo en las esquinas, a la salida de las iglesias, o en las tabernas, donde bebo mi vino por las noches.

Cuando él duerme con las manos bajo la nuca, sin sacarse la pelliza, sueña con sus grandes cuencas verdes, en las herraduras brillantes y blandas con que adorna los cascos de los potros voladores. Una cabalgata sonora lo lleva lejos y él va con su cuadriga, por los caminos estrellados, en busca del fuego que no se consume, más allá de la vida, a errar en la eternidad.















en Licantropía, 1998









Fotografía de Paz Errázuriz














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