jueves, noviembre 05, 2009

"La libertad del espíritu", de Paul Valéry

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Es un signo de los tiempos, y no muy bueno, que hoy sea necesario -y no sólo necesario, sino incluso urgente- interesar a los espíritus en la suerte del Espíritu, es decir en su propia suerte.

Esta necesidad surge al menos en hombres de cierta edad (cierta edad es, desgraciadamente una edad demasiado cierta), en hombres de cierta edad que han conocido una época completamente diferente, que han vivido una vida completamente diferente, que han aceptado, sufrido, examinado los males y bienes de la existencia en un medio completamente diferente, en un mundo muy diferente.

Admiraron cosas que ya casi no se admiran; vieron vivas verdades que están casi muertas; especularon, en fin, acerca de valores cuyo descenso o derrumbe es tan claro, tan manifiesto y tan ruinoso para sus esperanzas y sus creencias, como el descenso o el derrumbe de los títulos y las monedas que consideraban, como todo el mundo, valores inquebrantables.

Asistieron a la bancarrota de la confianza que habían tenido en el espíritu, confianza que fue para ellos el fundamento y, de alguna manera, el postulado de su vida ¿pero qué espíritu, y qué entendían por esa palabra?...

Esa palabra es infinita, ya que evoca el origen y el valor de todas las demás. Pero los hombres de los que hablo le adjudicaban una significación particular: tal vez entendían por espíritu una actividad personal pero universal, actividad interior, actividad exterior -que da a la vida, a las fuerzas mismas de la vida, al mundo y a las reacciones que el mundo suscita en nosotros-, un sentido y un uso, una aplicación y una expansión del esfuerzo, o expansión de acción, muy diferentes de los que están adaptados al funcionamiento normal de la vida ordinaria, a la mera conservación del individuo.

Para comprender bien este punto, tenemos que entender aquí por el término «espíritu» la posibilidad, la necesidad y la energía de distinguir y desarrollar las reflexiones y los actos que no son necesarios para el funcionamiento de nuestro organismo o que no tienden a una mejor economía de ese funcionamiento.

Pues nuestro ser vivo, como todos los seres vivos, exige la posesión de una capacidad, una capacidad de transformación que se aplica a las cosas que nos rodean en tanto nos las representamos.

Esta capacidad de transformación se prodiga para resolver los problemas vitales que nos impone nuestro organismo y nos impone nuestro medio.

Somos ante todo una organización de transformación más o menos compleja (conforme a la especie animal), ya que todo lo que vive está obligado a prodigar y recibir de la vida, hay un intercambio de modificaciones entre el ser vivo y su medio.

Sin embargo, una vez satisfecha la necesidad vital, una especie, la nuestra, especie positivamente extraña, cree su deber crearse otras necesidades y otras tareas además de la de conservar la vida: otros intercambios la preocupan, otras transformaciones la requieren.

Sea cual sea el origen, sea cual sea la causa de esta curiosa desviación, la especie humana se ha empeñado en una inmensa aventura... Aventura cuyo objetivo ignora, como ignora su término e incluso cree ignorar sus límites.

Se empeñó en esta aventura, y lo que llamo el espíritu le ha provisto a la vez la dirección instantánea, el aguijón, la punta, el empuje, el impulso, como le ha provisto los pretextos y todas las ilusiones que necesita para la acción. Esos pretextos e ilusiones variaron, además, de época en época. La perspectiva de la aventura intelectual es cambiante...

Esto es pues, aproximadamente, lo que quise decir con mis primeras palabras.















1939









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