lunes, septiembre 14, 2009

"Viaje al Japón", de Rudyard Kipling

Extracto




Cómo llegué a la casa de té, soy incapaz de decirlo. Quizá alguna linda muchacha me hizo señas con una ramita de cerezo en flor y acepté su invitación. Sé que me dejé caer en las esteras y contemplé las nubes que se deslizaban sobre las colinas y los troncos que volaban por los rápidos, y olí el aroma de los troncos recién descortezados, y escuché los gruñidos de los barqueros mientras se las veían con los troncos y con la fuerte corriente, y me sentí más feliz de lo que es lícito para un hombre.

La dama de la casa de té insistió en aislarnos, con pantallas, de los demás grupos festivos que almorzaban en la misma veranda. Trajo hermosas pantallas azules con cigüeñas pintadas y las hizo deslizar entre hendeduras. Soporté aquello mientras pude. Había estallidos de risas en el compartimento contiguo, pasitos de pies suaves, tintineos de pequeños platos y, en las aberturas de las pantallas, centelleos de ojos diamantinos. Una familia entera había venido de Kyoto para una jornada de fiesta. La mamá cuidaba de la abuela, y la joven tía cuidaba de la guitarra, y las dos muchachitas de catorce y quince años cuidaban de una alegre bribonzuela de ocho años que, cuando pensaba en ello, cuidaba del bebé, el cual tenía el aire de cuidar de todos los reunidos. La abuela iba vestida de azul oscuro, la mamá de azul y gris, las muchachas llevaban espléndidos vestidos de crespón lila, color cervato y amarillo claro con lazos de seda del color de la flor del manzano y del melón recién cortado; la bribonzuela vestía oro viejo y hoja seca; en cuanto al bebé, su cuerpecito regordete rebotaba por el suelo entre los platos, entre los colores del arco iris japonés, que no tiene tonalidades duras. Todas eran bonitas, salvo la abuela, que simplemente estaba de buen humor y era muy calva, y cuando hubieron terminado su delicada comida y hubieron sido retiradas las bandejas de laca marrón, la porcelana azul y blanca y las copas verde jade, la tía interpretó una breve pieza con el samisen [1], y las muchachas jugaron a la gallina ciega alrededor del menudo saloncito.

Un ser de carne y hueso no hubiera podido permanecer al otro lado de las pantallas. También yo quería jugar, pero era demasiado grandote y tosco, de modo que tan sólo pude sentarme en la veranda a contemplar en sus juegos a aquellos delicados fragmentos de porcelana de Dresde. Gritaban, y soltaban risitas ahogadas, y parloteaban, y se sentaban en el suelo con el inocente abandono de la adolescencia, interrumpiéndose para besar al bebé cuando mostraba signos de sentirse arrinconado. Jugaron a las cuatro esquinas, con los pies atados con pañuelos azules y blancos, ya que el suelo no admitía una desenfrenada libertad de los miembros; y cuando ya no pudieron jugar más de tanto reírse se abanicaron, apoyadas en las pantallas azules, constituyendo cada una de ellas un cuadro que ningún pintor podría reproducir; y me reí tan fuerte como ellas, hasta que caí fuera de la veranda y casi me estrellé en la calle risueña. ¿Era un idiota? Si lo era, hacía mis idioteces en buena compañía, porque un austero habitante de la India (una persona que tiene su fe puesta en las carreras de caballos y que no cree en nada más que el Código Civil) estaba también en Arashima aquel día. Me lo encontré sonrojado y excitado.

-He pasado un buen rato -jadeó, con cien niñitos pegados a los talones-. Aquí hay una especie de ruleta en la que se puede jugar con bombones. He comprado todas las existencias del vendedor por tres dólares y me he lanzado a Montecarlo en beneficio de los críos... unos cinco mil. Nunca me había divertido tanto. Eso deja pálidas las loterías de Simla [2]. Han esperado completamente quietos a que yo hubiera limpiado la mesa de todo menos una gran tortuga de azúcar. Entonces se han lanzado sobre la banca, y yo he huido.

¡Y ése era un hombre duro que desde hacía muchísimos años no solía jugar con cosas tan inocentes como los dulces!

Cuando ya no pudimos más de risa y la cámara del Profesor quedó enredada en una maraña de doncellas risueñas, para confusión de sus fotografías, también nosotros huimos corriendo de la casa de té y erramos por la ribera del río hasta encontrar un bote de planchas aserradas que nos hizo cruzar a golpes de pértiga el río crecido y nos desembarcó en un caminito rocoso suspendido sobre un agua en la que el azul y el violeta corrían tumultuosamente y cascadas jubilosas competían en velocidad entre la maleza junto a pinos y arces. Estábamos al pie de los rápidos de Arashima, y todas las muchachas lindas de Kyoto estaban con nosotros, contemplando el paisaje. Corriente arriba un pino solitario se erguía, aislado de sus compañeros, para entrever la curva en la que el agua veloz discurría profunda entre torbellinos aceitosos. Corriente abajo, el río daba coletazos entre las rocas y turbaba los campos de troncos nuevos en su seno, mientras hombres de azul guiaban botes blanco plata, hundidos hasta la borda, hacia la espuma de sus embestidas y se llevaban los troncos con garfios. Bajo los pies, la rica tierra de la ladera de la colina exhalaba el aliento del cambio del año hacia los arces que ya habían recibido el mensaje de los vientos ardientes de abril. ¡Oh! Era bueno estar vivo, pisar los tallos de los lirios y hacer que cayera sobre la cara un baño de espuma de flor de cerezo, y recoger violetas por el mero placer de arrojarlas al torrente e ir en busca de flores más hermosas.









en De mar a mar, 1899









[1] El samisen o, más corrientemente, sammssen, un laúd de mástil largo, de tres cuerdas de seda, fue desde el siglo XVI, y sigue siendo, el instrumento predilecto en el Japón para acompañar a la voz.

[2] Población al norte de la India (en Himaghal Pradesh), en los contrafuertes del Himalaya, a una altitud algo por encima de los 2.000 metros; era la residencia de verano del virrey y el principal centro recreativo y vacacional de la élite colonial británica en la India.








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