miércoles, julio 08, 2009

“La historia como ficción colectiva”, de Hans Magnus Enzensberger







«Ningún escritor se habría arriesgado escribir la historia de su vida; se parecía demasiado a una novela de aventuras». A esta conclusión llegó ya en 1931 Ilya Ehrenburg al conocer personalmente a Buenaventura Durruti, y enseguida puso manos a la obra. En pocas palabras formuló su opinión sobre Durruti: «Este obrero metalúrgico había luchado por la revolución desde muy joven. Había participado en luchas de barricadas, asaltado bancos, arrojado bombas y secuestrado jueces. Había sido condenado a muerte tres veces: en España, en Chile y en Argentina. Había pasado por innumerables cárceles y había sido expulsado de ocho países». Y así sucesivamente. El rechazo de la «novela de aventuras» revela el antiguo temor del narrador a ser tomado por mentiroso, y eso precisamente cuando éste ha dejado de inventar y se atiene en cambio estrictamente a la «realidad». Al menos esta vez quisiera que le creyeran. Entonces se vuelve contra él la desconfianza que hacia sí mismo había despertado a través de su obra: «No se cree nunca al que mintió una vez». Así, para escribir la historia de Durruti, el escritor tiene que renegar de su condición de narrador. En definitiva, su renuncia a la ficción oculta también el lamento de no saber nada más sobre Durruti, de comprender que de la novela prohibida sólo queda el vago eco de conversaciones en un café español.

Sin embargo, no logra silenciar ni escamotear por completo lo que le han contado. Los relatos que ha escuchado se apoderan de él y lo convierten en un mero repetidor. ¿Pero quiénes han sido los relatores? Ehrenburg no cita sus fuentes. Sus pocas sentencias captan un producto colectivo, una algarabía de voces. Hablan personajes anónimos y desconocidos: una voz colectiva. Las declaraciones anónimas y contradictorias se combinan y adquieren un nuevo carácter: de las narraciones surge la historia. Así ha sido transmitida la historia desde los tiempos más antiguos: como leyenda, epopeya o novela colectiva.

La historia como ciencia nace justo cuando nos independizamos de la tradición oral, cuando aparecen los «documentos»: expedientes diplomáticos, tratados, actas y legajos. Pero nadie recuerda la historia de los historiadores. La aversión que sentimos hacia ella es irresistible, y parece infranqueable. Todos la han sentido en las horas de clase. Para el pueblo la historia es y seguirá siendo un haz de relatos. La historia es algo que uno recuerda y puede contar una y otra vez: la repetición de un relato. En esas circunstancias la tradición oral no retrocede ante la leyenda, la trivialidad o el error, con tal que éstos vayan unidos a una representación concreta de las luchas del pasado. De ahí la notoria impotencia de la ciencia ante los pliegos de aleluyas y la divulgación de rumores. «Eso sostengo, no puedo remediarlo», «y sin embargo se mueve». Ninguna demostración en contra podría borrar el efecto de esas palabras, aunque se probara que nunca fueron dichas. La Comuna de París y el asalto al Palacio de Invierno, Dantón ante la guillotina y Trotski en México: la imaginación popular ha participado más que cualquier ciencia en la elaboración de esas imágenes.

Al fin y al cabo, la Gran Marcha china es para nosotros lo que se cuenta sobre la Gran Marcha. La historia es una invención, y la realidad suministra los elementos de esa invención. Pero no es una invención arbitraria. El interés que suscita se basa en los intereses de quienes la cuentan; quienes la escuchan pueden reconocer y definir con mayor precisión sus propios intereses y el de sus enemigos. Mucho debemos a la investigación científica que se tiene por desinteresada; sin embargo ésta sigue siendo para nosotros un producto artificial. Sólo el verdadero ser de la historia proyecta una sombra. y la proyecta en forma de ficción colectiva.

Así debe interpretarse la novela de Durruti: no como una biografía producto de una recopilación de hechos, y menos aún como reflexión científica. Su campo narrativo sobrepasa la mera semblanza de una persona. Abarca también el ambiente y el contacto con situaciones concretas, sin el cual este personaje sería imposible de imaginar. Él se define a través de su lucha. Así se manifiesta su «aura» social, de la que participan también, a la inversa, todas sus acciones, declaraciones e intervenciones. Todas las informaciones que poseemos sobre Durruti están bañadas de esa luz peculiar; es imposible ya distinguir entre aquello que puede ser atribuido estrictamente a su aura y aquello que sus comentaristas (incluso sus enemigos) le atribuyen en sus recuerdos. En cambio, el método narrativo permite ser precisado. Este método deriva de la persona descrita, y los problemas que plantea pueden caracterizarse del siguiente modo: se trata de reconstruir la existencia de un hombre que murió hace treinta y cinco años, y cuyos bienes relictos se reducían a «ropa interior para una muda, dos pistolas, unos prismáticos y gafas de sol». Éste era todo el inventario. Sus obras completas no existen. Las declaraciones que el difunto expresó por escrito son muy escasas. Sus acciones absorbieron por completo su vida. Eran acciones políticas, y en gran parte ilegales. Se trata de descubrir sus huellas, las cuales no son tan evidentes después de una generación. Esas huellas han sido obliteradas, desdibujadas y casi olvidadas. No obstante son numerosas, cuando no caóticas. Los fragmentos transmitidos por escrito están enterrados en archivos y bibliotecas. Pero existe también una tradición oral. Todavía viven muchas de las personas que lo conocieron; hace falta encontrarlas y preguntarles. El material que puede reunirse de este modo es de una desconcertante diversidad: la forma y el tono, los gestos y la autoridad varían a cada instante. La novela como collage incorpora reportajes y discursos, entrevistas y proclamas, se compone de cartas, relatos de viajes, anécdotas, octavillas, polémicas, noticias periodísticas, autobiografía, carteles y folletos propagandísticos. El carácter discordante de las formas revela una grieta que se prolonga a través de los mismos materiales. La reconstrucción se asemeja a un rompecabezas, cuyas piezas no encajan sin costura. Es ahí precisamente, en las grietas del cuadro, donde hay que detenerse. Quizá resida ahí la verdad de la que hablan, sin saberlo, los relatores. Lo más fácil sería hacerse el desentendido y afirmar que cada frase de este libro es un documento. Pero ésas serían palabras huecas. Apenas miramos con un poco de detenimiento, se deshace entre los dedos la autoridad que el «documento» parece poseer. ¿Quién habla? ¿Con qué propósito? ¿En interés de quién? ¿Qué trata de ocultar? ¿De qué quiere convencernos? ¿Hasta qué punto sabe en realidad? ¿Cuántos años han transcurrido entre el suceso narrado y el relato actual? ¿Qué ha olvidado el narrador? ¿Y cómo sabe lo que dice? ¿Cuenta lo que ha visto, o lo que cree haber visto? ¿Cuenta lo que alguien le ha contado? Estas preguntas nos llevan lejos, muy lejos, ya que su contestación nos obligaría, por cada testigo, a interrogar a otros cien; cada fase de ese examen nos alejaría progresivamente de la reconstrucción, y nos aproximaría a la destrucción de la historia. Al final habríamos liquidado lo que habíamos ido a buscar. No, la cuestionabilidad de las fuentes es un problema de principios, y sus diferencias no pueden resolverse con una crítica de las fuentes. Incluso la «mentira» contiene un elemento de la verdad, y la verdad de los hechos incontestables, suponiendo que ésta pueda hallarse, nada nos aportaría. Las ambiguas opalescencias de la tradición oral, su colectivo parpadeo, emana del movimiento dialéctico de la historia. Es la expresión estética de sus antagonismos.

Quien tenga esto presente no cometerá muchos errores en su tarea de reconstructor. Él no es más que el último (o más bien, como ya veremos, el penúltimo) en una larga serie de relatos de algo que tal vez haya ocurrido de un modo, o tal vez de otro, de algo que en el transcurso de la narración se ha convertido en historia. Como todos los que le han precedido, también él querrá sacar a la luz y poner de relieve su interés. No es imparcial, e interviene en la narración. Su primera intervención consiste en elegir ésa y no otra historia. El interés que demuestra en esa búsqueda no aspira a ser completo. El narrador ha omitido, traducido, acortado y montado. Involuntaria o premeditadamente ha introducido su propia ficción en el conjunto de las ficciones, excepto que la suya tiene razón sólo en tanto tolere la razón de las otras. El reconstructor debe su autoridad a la ignorancia. Él no ha conocido a Durruti, no ha vivido en su época, no sabe más que los otros. Tampoco tiene la última palabra, puesto que la próxima persona que transformará su historia, ya sea que la rechace o la acepte, la olvide o la recuerde, la pase por alto o la repita, esa siguiente persona, la última por el momento, es el lector. También su libertad es limitada, pues lo que encuentra no es un mero «material», casualmente esparcido ante sí, con absoluta objetividad. Al contrario. Todo lo que aquí está escrito ha pasado por muchas manos y denota los efectos del uso. En más de una ocasión esta novela ha sido escrita también por personas que no se mencionan al final del libro. El lector es una de ellas, la última que cuenta esta historia. «Ningún escritor se hubiese propuesto escribirla».






en El corto verano de la anarquía, 1975










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