sábado, marzo 28, 2009

“El cuento de la segunda monja”, de Geoffrey Chaucer






Según consta en su vida, la hermosa virgen Cecilia na­ció de una noble familia romana y fue educada desde la cuna en la fe de Cristo, cuyo Evangelio nunca estu­vo ausente de sus pensamientos. Y he visto escrito que jamás cesó de amar y temer a Dios o rezarle para que le conservase su virginidad. Ahora bien, cuando ella iba a casarse con un joven llamado Valeriano y llegó el día de la boda, era tal la humildad y la piedad de su espíritu, que llevaba sobre la piel una tela de saco, oculta bajo una túnica dorada que le senta­ba muy bien. Y cuando el órgano sonó una pieza musical, ella, en lo recóndito de su corazón, entonó a Dios el siguien­te cántico:

- Oh, Señor, guarda mi alma y mi cuerpo y mantenlos sin mácula, para que no perezca. (Cada dos días ayunaba y se entregaba a rezos continuos y fervientes por el amor de Aquel que murió en el madero).

Llegó la noche, y cuando, según la costumbre, debía irse a la cama con su esposo, le habló en privado a éste y le dijo:

- Dulce, querido y amantísimo esposo. Existe un secreto que puede ser que te guste oír. Te lo contaré si me prometes que no lo vas a revelar.

Valeriano se comprometió bajo juramento a que nunca le traicionaría en circunstancia alguna, pasase lo que pasase. Al fin le dijo ella:

- Tengo un ángel que me ama con un amor tan grande, que tanto si estoy despierta como dormida siempre está aler­ta vigilando mi cuerpo. Si él se da cuenta de que tú me tocas o me das amor carnal, te matará en el acto sin dudarlo ni un momento, por lo que morirías en la flor de la juventud. Pero si me proteges con un amor puro, gracias a tu pureza te ama­rá tanto como a mí y te revelará su resplandor y su gozo.

Valeriano, inspirado de esta forma de acuerdo con la vo­luntad de Dios, repuso:

- Si tengo que confiar en ti, déjame ver a este ángel y dar­le un vistazo. Si resulta ser un verdadero ángel, actuaré como me has pedido; pero si amas a otro hombre, entonces, crée­me os mataré a ambos, aquí mismo con esta espada.

A lo que Cecilia replicó inmediatamente:

- Verás el ángel si así lo quieres, pero ha de ser con la con­dición de que creas en Cristo y recibas el bautismo. Sal y di­rígete a la Vía Apia*, que está solamente a tres millas de esta ciudad, y habla a la gente pobre que vive allí, según te instrui­ré. Diles que yo, Cecilia, te envío a ellos para que te lleven hasta el buen anciano Urbano por motivos secretos y una santa finalidad. Cuando tú veas a San Urbano, dile lo que te he contado; y cuando hayas sido bautizado y estés limpio de pecado, entonces, antes de irte, verás a ese ángel.

De acuerdo con estas instrucciones, Valeriano se fue hacia dicho lugar y allí encontró a este santo varón Urbano, tal como se lo había dicho, oculto entre las catacumbas de los santos.

No perdió tiempo en darle el mensaje. Después de recibir­lo, Urbano alzó las manos de alegría y dejó que las lágrimas resbalasen por sus mejillas.

- Dios Todopoderoso, ¡oh, Señor Jesucristo! -dijo él-. Tú, Sembrador del ideal casto y Pastor de todos nosotros, toma para ti el fruto de esta semilla de castidad que Tú has sembrado en Cecilia. Como una abeja, laboriosa e inocente, tu doncella Cecilia te sirve continuamente. El esposo que ha tomado, que estaba como un león rampante, lo ha enviado aquí hacia ti, suave como un corderito.

Y mientras el anciano estaba hablando, otro anciano ves­tido con ropajes de una blancura radiante, que llevaba en su mano un libro escrito con letras de oro, se apareció súbita­mente y se quedó inmóvil de pie frente a Valeriano. Al verlo, Valeriano cayó al suelo aterrorizado y como muerto, a lo que el otro, asiéndole, empezó a leer el libro:

- Un Señor, una Fe, un Dios solamente; una Cristiandad, un Padre para todos vosotros, omnipresente y supremo. Todas estas palabras estaban escritas en oro.

Cuando ter­minó de leerlas, el anciano exclamó:

- ¿Crees o no crees en estas palabras? Responde sí o no.
-Todo esto creo -replicó Valeriano-. Pues me atrevo a sostener que ningún hombre puede concebir nada más cier­to bajo el cielo.

Después de ello el anciano se desvaneció en el aire, sin que él supiera adónde había ido, y el Papa Urbano hizo un cris­tiano de él allí mismo.

Valeriano regresó a casa y encontró a Cecilia de pie en su habitación con un ángel. El ángel llevaba en sus manos dos guirnaldas, una de rosas y otra de lirios; tengo entendido que dio la primera a Cecilia y luego la segunda se la entregó a su marido Valeriano.

- Conserva siempre estas guirnaldas, con pureza de cuer­po y mente sin mácula -dijo él-. Las he traído a vosotros desde el Paraíso; os aseguro que no se marchitarán nunca, ni perderán su dulce aroma, ni la verá ninguna persona, a me­nos de que sea casta y odie la maldad. En cuanto a ti, Vale­riano, por haber reaccionado tan rápidamente al buen conse­jo, puedes pedirme lo que desees y te será concedido.

A esto Valeriano replicó:

- Tengo un hermano al que amo más que a ningún hom­bre. Te ruego que le dejes tener la gracia de conocer la verdad como yo la he conocido aquí.
- Tu petición -respondió el ángel- es agradable a Dios: ambos asistiréis a su fiesta celestial portando la palma del martirio.

Mientras hablaba llegó Tiburcio, el hermano de Valeriano. Percibiendo el aroma que se desprendía de las rosas y de los lirios, quedó profundamente asombrado en su fuero interno.

- ¿De dónde proviene este dulce olor a rosa y lirio que se nota en este aposento y en esta época del año? -dijo-. El aroma difícilmente sería más penetrante si estuviese cogiéndolas con la mano. La dulce fragancia que percibo en mi co­razón ha cambiado todo mi modo de ser.
- Tenemos -le contó Valeriano- dos brillantes y res­plandecientes guirnaldas: una blanca como la nieve; la otra, roja rosada, que tus ojos no pueden ver. Pero como sea que recé para que tú pudieses olerlas, querido hermano, también las verás, si te apresuras a creer y a conocer la pura verdad.

Tiburcio repuso:

- ¿Me estás diciendo esto a mí o lo estoy oyendo en un sueño?
- Estate seguro, hermano, que los dos hemos estado so­ñando hasta ahora -replicó Valeriano-; pero ahora, por primera vez, estamos en la verdad.
- ¿Cómo lo sabes y de qué modo? -preguntó Tiburcio.
- Te lo explicaré -replicó Valeriano-.

La verdad me la enseñó el ángel de Dios que tú también podrás ver si renun­cias a los ídolos y quedas limpio; pero no podrás si sigues así. San Ambrosio decidió hablar sobre el milagro de las dos guirnaldas en uno de sus prefacios. El excelente y amador Doc­tor, solemnemente, dice así: «Para recibir la palma del martirio, Santa Cecilia, llena de la Gracia de Dios, abandonó el mundo e incluso su lecho de matrimonio; fue testigo de la conversa­ción de Tiburcio y Valeriano, a quien Dios en su bondad le pro­porcionó dos guirnaldas de flores suavemente perfumadas y se las envió por medio de su ángel. La doncella llevó a los dos hombres a la gloria eterna. El mundo ha aprendido verdaderamente la recompensa de la casta devoción al amor espiritual.

Entonces Cecilia demostró claramente a Tiburcio que to­dos los ídolos eran manifiestamente inútiles, pues no sola­mente son mudos, sino sordos; y le conminó a repudiarlos.

- El que no cree esto, verdaderamente no es más que una bestia del campo -dijo Tiburcio.

Al oír esto, ella le besó el pecho, contenta hasta más no poder de que pudiese ver la verdad.

- Desde hoy te tengo por camarada mío -le dijo esta bendita doncella, hermosa y amada-. Pues –prosiguió- del mismo modo que el amor de Cristo me hizo esposa de tu hermano, por este mismo motivo, ya que estás dispuesto a renunciar a tus ídolos, te tomo por camarada mío aquí y ahora. Ve ahora con tu hermano y que te bauticen; purifícate, además, para poder contemplar el rostro del ángel del que ha hablado tu hermano.
- Querido hermano -contestó Tiburcio-, primero dime adónde debo ir y a quién debo presentarme.
- ¿A quién? -exclamó Valeriano--. Esto sería algo mila­groso, me parece. ¿Quieres decir a ese Urbano que ha sido condenado a muerte tantas veces y vive en agujeros y rincones, hoy está aquí, mañana, allí, y no se atreve ni una sola vez a sacar fuera la cabeza? Si se le encontrase o se le denun­ciase, le quemarían en una hoguera y a nosotros también para hacerle compañía. Y mientras buscamos a esta Deidad que se oculta allí en el cielo, en este mundo vamos a acabar ardiendo en la hoguera.

Cecilia le contestó con decisión:

- Mi querido hermano, los hombres podrían muy bien temer, y con razón, el perder sus vidas si no existiese otra vida que ésta. Pero no temas: hay otra vida que nunca po­drá perderse. A través de su gracia, el Hijo de Dios nos lo ha dado a conocer. El Hijo de aquel Padre que hizo todas las cosas; y, ciertamente, el espíritu que procede del Padre ha dotado de alma a todas las criaturas con inteligencia y capacidad de raciocinio. En sus parábolas y milagros, mientras estaba en este mundo, el Hijo de Dios nos ha mostrado que hay otra vida donde los hombres pueden re­sidir.
-Querida hermana -replicó a esto Tiburcio-, ¿no me acabas de decir ahora mismo algo parecido a esto: que no hay más que un Dios, un único verdadero Señor? ¿Cómo es que ahora me hablas de tres?

Te lo explicaré antes de que haya acabado -dijo ella-. De la misma forma que un hombre posee tres facultades, memoria, imaginación y raciocinio, igualmente puede haber tres Personas en un único Ser Divino.

Entonces ella comenzó a predicarle en serio sobre la veni­da de Cristo al mundo y le relató todo lo referente a sus sufrimientos y particularidades de su Pasión: cómo, para redimir a la Humanidad que estaba sumida en pecado mortal, el Hijo de Dios se vio obligado a vivir en este mundo. Todas es­tas cuestiones se las explicó a Tiburcio. Después de esto, lleno de santa aspiración, se fue con Valeriano a ver al Papa Urbano, que dio gracias a Dios y le bautizó con el corazón lleno de gozo y contento. Allí entonces completó su ins­trucción y le convirtió en caballero de Dios. Después de esta ceremonia, Tiburcio alcanzó tal gracia, que cada día veía al ángel de Dios en este mundo temporal, y todas las gracias que le pedía a Dios se le concedían rápidamente.

Sería muy difícil relacionar los muchos milagros que Jesús realizó por su mediación; pero, finalmente, los oficiales de la ciudad de Roma les buscaron y prendieron, llevándoles ante el prefecto Almaquio, quien les examinó e interrogó hasta averiguar sus objetivos e intenciones. Entonces les envió ha­cia la estatua de Júpiter diciendo:

- Esta es mi sentencia: el que no ofrende sacrificios a Jú­piter será decapitado.

A continuación, un tal Máximo, oficial subordinado del prefecto, arrestó a los mártires a que me refiero, pero sintió compasión de ellos y se puso a llorar mientras se llevaban a los santos. Y cuando Máximo escuchó sus enseñanzas, obtu­vo permiso de los verdugos y se los llevó inmediatamente a su casa. Antes de que anocheciera, esas enseñanzas no solamente libraron a Máximo y a toda su familia de sus falsas creencias, sino también a sus ejecutores, e hicieron que todos ellos creyesen en un único Dios.

Al caer la noche, Cecilia vino con sacerdotes y les bautiza­ron a todos juntos. Más adelante, cuando clareó, les habló con suma gravedad:

Ahora, queridos soldados de Cristo, arrojad de vosotros todas las obras de las tinieblas y armaos todos con la armadu­ra de la luz. Habéis luchado una gran batalla en pos de la verdad; vuestra carrera ha sido corrida y habéis mantenido la fe. Id y recibir la corona inmarcesible de luz que el buen juez, a quien habéis servido, os dará según vuestros merecimientos**.

Poco después de haberles dirigido esas palabras fueron conducidos a efectuar el sacrificio. Sin embargo, cuando lle­garon al lugar, se negaron en redondo tanto a ofrendar sacri­ficios como incienso; en su lugar se arrodillaron con el cora­zón humilde y una firmísima devoción.

Fueron decapitados allí mismo; sus almas subieron direc­tamente al Rey de la gracia. Máximo, que lo había visto todo, fue testigo de todo, y llorando amargamente anunció que ha­bía visto a sus almas elevarse hacia el cielo ayudadas por án­geles de claridad y luz. Sus palabras convirtieron a muchos, y, por dicho motivo, Almaquio hizo que le azotasen con tal severidad con un láti­go de plomo, que su vida le abandonó.

Entonces Cecilia recogió su cadáver y, con gran secreto, le en­terró, junto a Tiburcio y a Valeriano, bajo una piedra de su pro­pio cementerio. Al enterarse, Almaquio ordenó inmediatamen­te a sus oficiales que fuesen en busca de Cecilia para que, públi­camente, pudiese realizar sacrificios y ofrecer incienso a Júpiter ante su presencia. Pero aquéllos, que habían sido convertidos por sus sabias enseñanzas, lloraron amargamente y, dando completo crédito a lo que ella afirmaba, gritaron una y otra vez:

- Cristo, el Hilo de Dios y su Co-Igual -que es servido por tan buen criado, es el verdadero Dios-, ésta es nuestra creencia y esto lo sostenemos unánimemente, aunque luego perezcamos.

Al enterarse de estos sucesos, Almaquio ordenó que le tra­jesen a Cecilia para poder verla. Y esto fue lo primero que él le preguntó:

- ¿Qué clase de mujer eres?
- Nací noble -dijo ella.

Te estoy preguntando por tu fe y tu religión, aunque esto puede ocasionarte problemas.

- Has empezado tu interrogatorio de un modo estúpido -replicó ella-. Tú esperas dos respuestas a una sola pregun­ta. Preguntaste como un tonto.

Ante esta insolencia, Almaquio replicó:

- ¿De dónde sacas estas respuestas tan despectivas?
- ¿De dónde? -respondió Cecilia-. De la conciencia y de una fe franca y buena.
- ¿No tienes respeto a mi autoridad? -añadió Almaquio.
- Tu poder no tiene nada para infundir temor; el poder de los hombres mortales no es más que una vejiga llena de aire. La punta de una aguja puede desinflar su hinchado orgullo.
- Tú empezaste mal y persistes en él -dijo-. ¿Ignoras que nuestros nobles y poderosos príncipes han dispuesto y ordenado que todo cristiano sufra castigo a menos que re­nuncie a su fe y quede libre abjurando de ella?
- Tus príncipes están equivocados y también lo están tus nobles -añadió Cecilia-. Nos haces culpables por una ley estúpida, aunque la verdad es que no somos culpables. Eres tú, que te das perfectamente cuenta de nuestra inocencia, que nos imputas el crimen y viertes odio sobre nosotros por­que reverenciamos a Cristo y llevamos el nombre de cristianos. Pero nosotros, que conocemos el poder de este nombre, no podemos abjurar de él.
-Tienes dos opciones a elegir -replicó Almaquio-. O bien realizar sacrificios, o renuncias a tu cristianismo. De este modo puedes librarte.

Al oír eso, la bendita y santa virgen se echó a reír.

- ¡Mira que estar condenada a escuchar semejante san­dez! -dijo ella al juez-. ¿Querrías que renunciase a la ino­cencia y me convirtiese en criminal? Miradle: se está ponien­do en ridículo frente a todo el tribunal; su mente delira, y mira fijo como un loco.
- ¡Desgraciada! -exclamó Almaquio-. ¿No te das cuen­ta del alcance de mi poder? ¿No me han concedido nuestros poderosos príncipes poder y autoridad para la vida o la muer­te? ¿Cómo te atreves a dirigirme la palabra con tanta arro­gancia?
- No hablo con arrogancia, sino con firmeza -profirió ella-. Por mi parte, puedo decir que nosotros, los cristianos, tenemos un odio mortal hacia el pecado de orgullo. Y si no tienes miedo de escuchar la verdad, yo demostraré pública­mente y de manera convincente que has proferido una monstruosa mentira. Tú dices que tus príncipes te han otor­gado poder de vida y muerte sobre la gente: tú solamente puedes destruir vidas. Tú no tienes otra autoridad o poder. Lo que tú sí puedes decir es que tus príncipes te han hecho servidor de la muerte. Si pretender ser más, mientes, pues tu poder es escaso.
- ¡Ya he tolerado bastante insolencia de tu parte! -excla­mó Almaquio-. Antes de que te vayas, haz sacrificios a nuestros dioses. No me importan los insultos que lances con­tra mí, pues los puedo soportar como un filósofo; pero lo que no soportaré serán los improperios que acumulas contra nuestros dioses.
- Tú, estúpida criatura -contestó Cecilia-. Desde el pri­mer momento en que abriste la boca, cada una de tus pala­bras me han proclamado tu estulticia y me has demostrado por todos los medios que eres un oficial ignorante y un juez impotente. Para lo que te sirven tus ojos corporales, podrías estar completamente ciego, pues una cara que vemos todos es una piedra, lo cual es completamente obvio, una piedra a la que tú llamas un dios. Sigue mi consejo, ya que no puedes hacer caso de esos ojos tuyos. Coloca tu mano sobre ella y pálpala: verás que es una piedra. ¿No te da vergüenza de que la gente se ría de ti y se mofe de tu estupidez? Pues todo el mundo sabe que Dios Todopoderoso está arriba en los cie­los, mientras que estos ídolos, como puedes ver fácilmente, no sirven de nada ni a ti ni a sí mismos; de hecho, no valen ni un cuarto.

Estas y otras parecidas palabras profirió Alicia hasta que Al­maquio se puso furioso y ordenó que se la llevasen a su casa.

- Quemadla en un baño de llamas en su propia casa -añadió él.

Y tal como lo mandó, se hizo. La introdujeron en una ba­ñera, que cerraron, y encendieron un gran fuego debajo, que mantuvieron encendido noche y día. Ella se pasó así toda la santa noche y el día siguiente, pero a pesar de todo el fuego y el calor del baño ella seguía fresca y sin sentir dolor alguno, ni siquiera sudaba.

Pero en aquella bañera tenía que perder la vida, pues, en la iniquidad de su corazón, Almaquio envió un mensajero con órdenes de asesinarla allí mismo. El verdugo le asestó tres golpes al cuello, pero no pudo cercenárselo del todo. Y como sea que en aquella época había una ley por la cual nadie po­dría sufrir el castigo de que le asestasen un cuarto golpe, ni ligero ni fuerte, no se atrevió a hacer más, y se marchó deján­dola allí medio muerta con el cuello abierto por los cortes. Los cristianos que estaban a su alrededor recogieron cuidadosamente la sangre en sábanas. Tres días vivió ella en medio de este tormento, sin dejar de enseñar y predicar la fe a los que ella había convertido. Les encargó que entregasen sus bienes y objetos al Papa Urbano diciendo:

- Pedí al Rey del Cielo tres días de respiro, no más, para poder encomendar estas almas a vosotros antes de marchar­me y encargaros que mi casa sea convertida en iglesia para siempre jamás.

San Urbano y sus diáconos se llevaron en secreto su cuer­po y lo enterraron de noche, honorablemente, junto a los de­más santos. Su casa se llama iglesia de Santa Cecilia; San Ur­bano fue quien la consagró como correspondía, hasta hoy, donde Jesucristo y su Santa han sido siempre venerados.




* La que une Roma con las cuatro catacumbas.
** Basado en II Timoteo IV: 7-8.






en Cuentos de Canterbury, s. XIV









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