domingo, junio 10, 2007

“Picasso: el cuerpo a cuerpo con la pintura”, de Octavio Paz

Extracto


La vida y la obra de Picasso se confunden con la historia del arte del siglo XX. Es imposible comprender a la pintura moderna sin Picasso pero, asimismo, es imposible comprender a Picasso sin ella. No sé si Picasso es el mejor pintor de nuestro tiempo; sé que su pintura, en todos sus cambios brutales y sorprendentes, es la pintura de nuestro tiempo. Quiero decir: su arte no está frente, contra o aparte de su época; tampoco es una profecía del arte de mañana o una nostalgia del pasado, como ha sido el de tantos grandes artistas en discordia con su mundo y su tiempo. Picasso nunca se mantuvo aparte, ni siquiera en el momento de la gran ruptura que fue el cubismo. Incluso cuando estuvo en contra, fue el pintor de su tiempo. Extraordinaria fusión del genio individual con el genio colectivo... Apenas escrito lo anterior, me detengo. Picasso fue un artista inconforme que rompió la tradición pictórica, que vivió al margen de la sociedad y, a veces, en lucha contra su moral. Individualista salvaje y artista rebelde, su conducta social, su vida íntima y su estética estuvieron regidas por el mismo principio: la ruptura. ¿Cómo es posible, entonces, decir que es el pintor representativo de nuestra época? Representar significa ser la imagen de una cosa, su perfecta imitación. La representación requiere no sólo el acuerdo y la afinidad con aquello que se representa sino la conformidad y, sobre todo, el parecido. ¿Picasso se parece a su tiempo? Ya dije que se parece tanto que esa semejanza se vuelve identidad: Picasso es nuestro tiempo. Pero su parecido brota, precisamente, de su inconformidad, sus negaciones, sus disonancias. En medio del barullo anónimo de la publicidad, se preservó; fue solitario, violento sarcástico y no pocas veces desdeñoso; supo reírse del mundo y, en ocasiones, de sí mismo. Esos desafíos eran un espejo en el que la sociedad entera se veía: la ruptura era un abrazo y el sarcasmo una coincidencia. Así, sus negaciones y singularidades confirmaron a su época: sus contemporáneos se reconocían en ellas, aunque no siempre las comprendiesen. Sabían obscuramente que aquellas negaciones eran también afirmaciones; sabían también, con el mismo saber oscuro, que cualquiera que fuese su tema o su intención estética, esos cuadros expresaban (y expresan) una realidad que es y no es la nuestra. No es la nuestra porque esos cuadros expresan un más allá; es la nuestra porque ese más allá no está antes ni después de nosotros sino aquí mismo: es lo que está dentro de cada uno. Más bien, lo que está abajo: el sexo, las pasiones, los sueños. Es la realidad que lleva dentro cada civilizado, la realidad indomada.

Una sociedad que se niega a sí misma y que ha hecho de esa negación el trampolín de sus delirios y sus utopías, estaba destinada a reconocerse en Picasso, el gran nihilista y, asimismo, el gran apasionado. El arte moderno ha sido una sucesión ininterrumpida de saltos y cambios bruscos; la tradición, que había sido la de Occidente desde el Renacimiento, ha sido quebrantada, una y otra vez, lo mismo por cada nuevo movimiento y sus proclamas que por la aparición de cada nuevo artista. Fue una tradición que se apoyó en el descubrimiento de la perspectiva, es decir, en una representación de la realidad que depende, simultáneamente, de un orden objetivo (la óptica) y de un punto de vista individual (la sensibilidad del artista). La perspectiva impuso una visión del mundo que era, al mismo tiempo, racional y sensible. Los artistas del siglo XX rompieron esa visión de dos maneras, ambas radicales: en unos casos por el predominio de la geometría y, en otros, por el de la sensibilidad y la pasión. Esta ruptura estuvo asociada a la resurrección de las artes de las civilizaciones lejanas o extinguidas así como a la irrupción de las imágenes de los salvajes, los niños y los locos. El arte de Picasso encarna con una suerte de feroz fidelidad -una fidelidad hecha de invenciones- la estética de la ruptura que ha dominado a nuestro siglo. Lo mismo ocurre con su vida: no fue un ejemplo de armonía y conformidad con las normas sociales sino de pasión y apasionamientos. Todo lo que, en otras épocas, lo habría condenado al ostracismo social y al subsuelo del arte, lo convirtió en la imagen cabal de las obsesiones y los delirios, los terrores y las piruetas, las trampas y las iluminaciones del siglo XX. La paradoja de Picasso, como fenómeno histórico, consiste en ser la figura representativa de una sociedad que detesta la representación. Mejor dicho; que prefiere reconocerse en las representaciones que la desfiguran o la niegan: las excepciones, las desviaciones y las disidencias. La excentricidad de Picasso es arquetípica. Un arquetipo contradictorio, en el que se funden las imágenes del pintor, el torero y el cirquero. Las tres figuras han sido temas y alimento de buena parte de su obra y de algunos de sus mejores cuadros: el taller del pintor con el caballete, la modelo desnuda u los espejos sarcásticos; la plaza con el caballo destripado, el matador que a veces es Teseo y otras un ensangrentado muñeco de aserrín, el toro mítico robador de Europa o sacrificado por el cuchillo: el circo con la caballista, el payaso, la trapecista y los saltimbanquis en mallas rosas y levantando pesos enormes (“y cada espectador busca en sí mismo el niño milagroso/Oh siglo de nubes”[1]). El torero y el cirquero pertenecen al mundo del espectáculo pero su relación con el público no es menos ambigua y excéntrica que la del pintor. En el centro de la plaza, rodeado por las miradas de miles de espectadores, el torero es la imagen de la soledad; por eso, en el momento decisivo, el matador dice a su cuadrilla la frase sacramental: ¡Dejadme solo! Solo frente al toro y solo frente al público. Aún más acentuadamente que el torero, el saltimbanqui es el hombre de las afueras. Su casa es el carro del circo nómada. Pintor, torero y saltimbanqui: tres soledades que se funden en una estrella de seis puntas.

Es difícil encontrar paralelos de la situación de Picasso, a la vez figura representativa y excéntrica, estrella popular y artista huraño. Otros pintores, poetas y músicos conocieron una popularidad semejante a la suya: Rafael, Miguel Ángel, Rubens, Goethe, Hugo, Wagner. La relación entre ellos y su mundo fue casi siempre armónica, natural. En ninguno de ellos aparece esa relación peculiar que he descrito más arriba. No había contradicción: había distancia. El artista desaparecía en beneficio de la obra: ¿qué sabemos de Shakespeare? La persona se ocultaba y así el poeta o el pintor conquistaban una lejanía que era también una imparcialidad superior. Entre la Inglaterra de Isabel y el teatro de Shakespeare no hay oposición pero tampoco, como en la Edad Moderna, confusión. La diferencia entre uno y otra consiste en que, en tanto que Shakespeare sigue siendo actual, Isabel y su mundo ya son historia. En otros casos, el artista y su obra desaparecen con la sociedad en que vivieron. No sólo los poemas de Marino eran leídos por los cortesanos y los letrados sino que los príncipes y los duques lo perseguían con sus favores y sus odios; hoy el poeta, sus idilios y sonetos son apenas nombres en la historia de la literatura. Picasso no es Marino. Tampoco es Rubens, que fue embajador y pintor de corte: Picasso rechazó los honores y los encargos oficiales y vivió al margen de la sociedad -sin dejar nunca de estar en su centro. Para encontrar a un artista cuya posición haya sido parecida a la de Picasso hay que volver los ojos hacia una figura de la España del XVII. No es pintor sino un poeta: Lope de Vega. Entre Lope y su mundo no hay discordia; hay sí, la misma relación excéntrica entre el artista y su público. El destino de Picasso en el siglo XX no ha sido más extraño que el de Lope en el XVII: autor de comedias y fraile adúltero adorado por un público devoto.




[1] Apollinaire, Un Fantôme de nuées.

1 comentario:

Anónimo dijo...

buena foto