jueves, enero 25, 2007

“Mi colega”, de Charles Bukowski




Para ser un chico de 21 años en Nueva Orleans
yo no valía mucho la pena.
Tenía una pequeña habitación que olía a meados y muerte,
pero quería estar allí,
y habían dos adorables chicas al final del vestíbulo
quienes no paraban de golpear a mi puerta y gritar.
"¡Levántate! ¡Hay cosas buenas allá afuera!".
"¡Lárguense!", les decía,
pero eso sólo las estimulaba más;
me dejaban notas bajo la puerta
y pegaban flores con cinta adhesiva al pomo de la puerta.
Yo nadaba en vino barato y cerveza verde y demencia.

Conocí al viejo tío de la habitación de al lado;
de algún modo yo me sentía viejo como él;
sus pies y tobillos estaban hinchados
y no podía atarse los zapatos.
Cada día, sobre la una del mediodía,
salíamos a dar un paseo juntos,
y era un paseo muy lento.
Cada paso era doloroso para él.
Cuando nos acercabamos al bordillo,
yo le ayudaba a subir y bajar, agarrándole por el codo
y por la parte de atrás de su cinturón; lo conseguíamos.

Me gustaba. Nunca me cuestionó sobre lo que hacía
o lo que dejaba de hacer.
El debería haber sido mi padre,
y lo que más me gustaba era lo que decía una y otra vez:
"Nada vale la pena”.

Era un sabio.
Aquellas chicas jóvenes deberían
haberle dejado a él
las notas y las
flores.